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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

Visiones Peligrosas I (3 page)

BOOK: Visiones Peligrosas I
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Después de todo, es un punto de partida tan razonable como partir de Luciano, porque si empezamos a bucear en el viejo quid de las cosas, descubriremos que el inicio de la ficción especulativa se halla en el primer Cromagnon que imaginó lo que había resollado en las tinieblas más allá de su pequeño fuego. Si lo imaginó con nueve cabezas, ojos facetados de abeja, mandíbulas exhalando fuego, y llevando zapatillas de gimnasia y una chaqueta raída, estaba creando la ficción especulativa. Si lo vio como un puma, entonces probablemente estaba al corriente, y no cuenta. Además, era cobarde.

Nadie puede negar razonablemente que las Amazing Stories de Gernsback en 1926 fueron el más obvio antepasado de lo que hoy, en este volumen, llamamos «ficción especulativa». Y si aceptamos esto, entonces debemos rendir tributo a Edgar Rice Burroughs, E. E. Smith, H. P. Lovecraft, Ed Earl Repp, Ralph Milne Farley, el capitán S. P. Meek, del ejército de los Estados Unidos (retirado)…; a toda esa multitud. Y por supuesto a John W. Campbell, Jr., que dirigía una revista que publicaba ciencia ficción, llamada Astounding, y que ahora dirige una revista que publica un montón de dibujos esquemáticos llamada Analog. El señor Campbell es generalmente considerado como el «cuarto padre de la moderna ficción especulativa» o algo así, porque fue él quien sugirió a los escritores que pusieran personajes dentro de sus máquinas. Lo cual nos lleva a ustedes y a mí a los años cuarenta, con las gadget storíes.

Pero eso no nos dice mucho acerca de los años sesenta.

Después de Campbell, vinieron Horace Gold, Tony Boucher y Mick McComas, que fueron pioneros de la concepción radical de que la ciencia ficción debía ser juzgada por los mismos altos estándares que todas las demás formas literarias. Eso fue como un fuerte puñetazo en la barriga para la mayoría de los pobres diablos que habían estado escribiendo y vendiendo sus cuentos dentro del género. Significaba que tenían que aprender a escribir bien, no simplemente a pensar un poco.

Con este escenario entramos ahora chapoteando hasta las rodillas en las horribles historias de los Agitados Años Sesenta. Que aún no han empezado a agitarse realmente. Pero la revolución está al alcance de la mano. Vengan conmigo.

Durante veintitantos años el fiel fan de la ficción especulativa había permanecido golpeándose el pecho y gimiendo que el mainstream literario no reconocía las obras literarias realmente imaginativas. Se lamentaba del hecho de que libros como 1984, Un mundo feliz, Limbo y La hora final hubieran recibido aclamaciones de la crítica pero no hubieran sido etiquetados como «ciencia ficción». De hecho, argüía, fueron automáticamente excluidos de acuerdo con la simplista teoría de que «eran buenos libros; no podían ser considerados junto con esa basura de la ciencia ficción». Se aferraba al más pequeño esfuerzo marginal, no importa lo desconsolador que fuera (por ejemplo, The Lomokome Papers, de Wouk, el Anthem de Ayn Rand, el Loto blanco de Hersey, El planeta de los simios de Boulle), sólo para tranquilizarse a sí mismo y reforzar su argumentación de que el mainstream estaba robándole obras al género, y que había mucho que compartir con el ouvrage de longue haleine que era la ciencia ficción.

Ese fan fiel está hoy pasado de moda. Se halla veinte años más atrás de su tiempo. Aún se le puede oír murmurando de forma paranoica en el trasfondo, pero actualmente es más un fósil que una fuerza. La ficción especulativa ha sido descubierta, y está siendo usada por el mainstream, y se halla en proceso de ser asimilada. La naranja mecánica de Burgess, Dios le bendiga, Sr. Rosewater y La cuña del gato de Vonnegut, El comprador de niños de Hersey, Sólo los enamorados quedaron con vida de Wallis y Ustedes deberían conocerlos de Vercors (por citar tan sólo algunos títulos recientes) son novelas especulativas de gran altura, las cuales utilizan muchas de las herramientas puestas a punto por los escritores de ciencia ficción en su propio remolino a contracorriente del género. Ningún ejemplar de revista de gran circulación deja de dar su reconocimiento a la ficción especulativa, ya sea por haber anticipado algún detalle de curiosidad científica que hoy se ha vuelto muy común, o simplemente alabando algunos de los nombres más importantes del género por medio de la inclusión de su obra junto a la de John Cheever, John Updike, Bernard Malamud, Saúl Bellow.

Hemos llegado; es la ineludible conclusión.

Y pese a ello ese fan impenitente, y toda la miríada de escritores, críticos y editores que han desarrollado una visión túnel a lo largo de años y más años de sentirse encerrados en un gueto, persisten en sus lamentos antediluvianos, rechazando ese reconocimiento por el que suspiran y sollozan. Es lo que Charles Fort llamó «la época de la máquina de vapor». Cuando llegue el momento en que la máquina de vapor deba ser inventada, alguien lo hará, aunque no sea James Watt.

Ésta es «la época de la máquina de vapor» para los escritores de ficción especulativa. El milenio está al alcance de la mano. Nosotros somos lo que está ocurriendo.

Y la mayoría de esos aficionados de la fantasía ficción ante su muro de las lamentaciones odian esto enormemente. Porque de repente incluso el conductor del autobús, el dentista, el vagabundo de la playa y el chico de los recados del colmado están leyendo sus historias; y lo que es peor, esos tipos recién llegados puede que no muestren la deferencia debida hacia los Grandes Viejos Maestros del género, puede que no piensen que las historias del Skylark sean brillantes, maduras y fascinantes; puede que no les guste sentirse confundidos por una terminología que ha sido aceptada por la ciencia ficción desde hace treinta años; puede que deseen comprender lo que está ocurriendo; puede que no se adapten al viejo orden. Puede que prefieran Star Trek y Kubrick a Barsoom y Ray Cummings. Y así, son también los destinatarios de las sonrisas burlonas del fan, una mueca de los labios que se parece mucho al desmoronarse de una vieja edición pulp de Famous Fantastic Mysteríes.

Pero aún más odiosa es la entrada en escena de escritores que no aceptan las antiguas reglas. Esos chicos sabelotodo que escriben «todas esas cosas literarias», que toman las aceptadas y venerables ideas de la arena especulativa y se las pasan por las narices. Esos tipos son unos blasfemos. Dios los golpeará de lleno con sus rayos.

Y sin embargo, la ficción especulativa (¿observan cómo evito astutamente utilizar el erróneo apelativo de «ciencia ficción»?) es el campo más fértil para el desarrollo del talento de un escritor sin lazos ni fronteras, con horizontes que nunca parecen estar demasiado cerca. Y todos esos tipos sabelotodo no dejan de surgir, sacando con frenesí a la vieja guardia de sus casillas. ¡Señor!, cómo han caído los que estaban más alto; porque la mayoría de los «grandes nombres» del género, que dominaban las portadas y los precios más altos de las revistas durante más años de los que merecían, ya no pueden seguir con ello, ya no producen. O se han trasladado a otros campos, dejando éste a los nuevos y más brillantes, y a aquellos que eran nuevos y brillantes ya con anterioridad pero que habían pasado desapercibidos porque no eran «grandes nombres».

No obstante, pese al nuevo interés en la ficción especulativa que muestra el mainstream, pese a los más amplios y variados estilos de los nuevos escritores, pese a la enormidad y expansión de los temas que se abren a esos escritores, pese a lo que parece a primera vista un mercado sano y en expansión…, hay una constrictora estrechez mental por parte de muchos editores y directores de revistas del género. Porque muchos de esos editores y directores de revistas fueron en su tiempo simples fans, y retienen ese prejuicio especializado hacia la ciencia ficción de su juventud. Escritor tras escritor descubren que están precensurando su obra incluso antes de escribirla porque saben que su editor no les permitirá que discutan de política en sus páginas, y que ese otro huirá aterrado ante historias que exploren el sexo en el futuro, y el de más allá, que es tan poco importante que tiene su oficina en el semisótano, no pagará más que en alubias y arroz, así que para qué preocuparse en calentarse la cabeza y quemar tantas células grises sobre una idea atrevida cuando ese piojoso sólo aceptará la vieja mierda del tío-loco-en-su-máquina-del-tiempo.

A eso se le llama un tabú. Y no hay ni un solo editor del género que no esté dispuesto a jurar, bajo la amenaza de la tortura del agua, que él no lo ha hecho, que no ha rociado incluso toda su oficina con insecticidas para evitar que uno de esos tabúes anide en los archivadores como un lepisma. Lo han dicho en las convenciones, lo han afirmado en letra de imprenta, pero hay más de una docena de escritores sólo en este libro que, por poco que se les pida, relatarán historias de horror y censura que incluyen a todos los editores del género, incluso aquel que es tan poco importante que tiene su oficina en el semisótano.

Oh, sí, se producen desafíos en el campo, y auténticas controversias, y se publican obras lúcidas; pero hay tantas y tantas otras que quedan en los cajones…

Y nadie le ha dicho al escritor especulativo: «Elimina todas las barreras, no te dejes frenar por nada, ¡di lo que tengas que decir!», al menos hasta que este libro empezó a elaborarse.

No miren ahora, pero se encuentran en la línea de fuego de la gran revolución.

En 1961 este recopilador…

…Esperen un segundo. Acabo de recordar algo que hubiera debido decir. Quizás hayan observado una falta de solemnidad y reserva por parte del responsable…, yo. No es debido tanto a la exuberancia de la juventud —aunque hay legiones que jurarían que tengo catorce años desde que pasé los diecisiete— como a la reluctancia por parte del yo de aceptar la dura realidad de que el yo que es todo escritor ha renunciado a una pequeña parte de su Gestalt de autor para convertirse en un recopilador. Me parece enormemente extraño que, de todas las grandes cabezas pensantes del género, de todos los hombres que son mucho más eminentes y están mucho mejor dotados que yo para erigir un libro tan importante como me gusta pensar que es éste, la tarea haya recaído sobre mí. Pero luego, pensando en ello, parece inevitable; una tarea como ésta no puede hacerse con talento, sino con la sensación de urgencia y la obstinada determinación que yo experimento. Si hubiera sabido al empezar que me tomaría más de dos años reunir este libro, y todos los dolores de cabeza y gastos que me reportaría…, lo habría hecho de todos modos.

Así que, a cambio de todas las maravillas que hallarán aquí, tendrán que sufrir la intrusión del recopilador, que es un escritor como todos los demás reunidos en estas páginas, y que se siente encantado de ser capaz de jugar a Dios aunque sólo sea por una vez.

Bien, ¿dónde estaba?

Ah, sí. En 1961 este recopilador fue contratado para preparar una colección de libros de bolsillo para una editorial pequeña en Evanston, Illinois. Entre los proyectos que deseaba realizar en aquella colección estaba una antología de historia de ficción especulativa, de escritores importantes, todas inéditas, y de naturaleza más bien controvertida. Contraté a un renombrado recopilador, que hizo lo que muchos llamarían un buen trabajo. Yo no opino así. Las historias me parecieron o tontas o insípidas o torpes o aburridas. Algunas de ellas han sido publicadas más tarde en otros lugares, incluso unas pocas han sido consideradas entre «lo mejor de…». De Leiber, Bretnor y Heinlein, por recordar sólo tres. Pero el libro no me excitó de la forma en que deseaba que lo hiciera una recopilación de ese tipo. Cuando abandoné la firma, otro director intentó lo mismo con un segundo recopilador. No fueron mucho más lejos. El proyecto murió antes de nacer. No tengo la menor idea de lo que les ocurrió a esas historias que ambos recopiladores reunieron.

En 1965 estaba charlando con Norman Spinrad en mi modesto nido de pájaro en Los Ángeles, afectadamente llamado «Ellison Wonderland» (El país de las maravillas de Ellison) en honor al libro del mismo título. Estábamos sentados hablando de esto y aquello, cuando Norman empezó a quejarse de los recopiladores, por una u otra razón que ahora escapa a mi memoria. Dijo que pensaba que yo debía sostener algunas de las revolucionarias ideas que había estado esparciendo un poco por todas partes acerca de la «nueva cosa» en la ficción especulativa con una antología basada en ellas.

Sonreí estúpidamente. Yo nunca había elaborado una antología, ¿qué demonios sabía yo de eso? (Una actitud que muchos críticos de este libro adoptarán una vez lo hayan terminado. Pero continuemos…)

Poco antes de eso le había vendido a Robert Silverberg un relato corto para una próxima antología que él estaba preparando. Yo me había quejado de algún detalle sin importancia que ahora no recuerdo, y había recibido una respuesta, parte de la cual reproduzco a continuación, con el inimitable estilo del propio Silverberg:

Día 2 de octubre de 1965. Querido Harlan: Te alegrará saber que en el transcurso de un largo y agotador sueño, esta última noche, te he visto ganar dos Hugos en la Worldcon del año pasado. Tú también parecías estar muy satisfecho de ello. No estoy seguro de en qué categorías ganaste, pero una de ellas era probablemente Quejas Infundadas. Permíteme una breve y paternal conferencia en respuesta a tu carta de autorización para la antología (que estoy seguro va a hacer sobresaltarse a las dulces damas de Duell, Sloan amp; Pearce)…

En cuyo punto se lanzaba a una mordaz denuncia de mis actitudes hacia aceptar una cantidad insignificante por la reproducción en una antología de una historia de segunda clase que él hubiera debido tener el buen sentido de empezar por no incluir. Luego seguían varios párrafos de naderías destinadas (sin éxito, debo añadir) a ablandarme un poco; párrafos muy divertidos, ciertamente, pero que tienen escasa importancia aquí y ahora, por lo que quienes deseen conocerlos deberán acudir a los archivos de la Universidad de Syracuse algún día en el futuro. Pero volvamos a lo que nos interesa, que es lo que venía a continuación:

¿Por qué no haces tú mismo una antología? HARLAN ELLISON ESCOGE LOS MEJORES CLÁSICOS EXCÉNTRICOS DE LA CIENCIA FICCIÓN, o algo así…

Firmaba la carta «Ivar Jorgensen». Pero ésa es otra historia.

Spinrad me aguijoneó. Hazla, hazla, mein kind. Así que me lancé al teléfono e hice una llamada a largadistancia (así, en una sola palabra, como me enseñó mi abuela yiddish, que palidecía cada vez que la sugerías). Para llamar a Lawrence Ashmead, de Doubleday. Él nunca había hablado conmigo antes. Si hubiera sabido qué nuevos horrores, ¡qué nuevos horrores!, le aguardaban por causa de su habitual educación, habría arrojado el ofensivo aparato por la ventana del piso dieciocho del edificio estilo Ministerio de la Verdad de Park Avenue donde están las oficinas de Doubleday en Manhattan.

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