—Moscas y muchachos traviesos —explicó—. Mi diversión, Mirabel. Soy un dios ahora, ¿lo sabías? —Su voz era serena y alegre—. Adiós. Y gracias.
Otra más que espera su visita, henchida de nueva vida.
Lureen Holstein Cassiday, de treinta y un años, pelo oscuro, ojos grandes y embarazada de siete meses, era la única de sus esposas que no había vuelto a casarse. Su habitación, en Nueva York, era pequeña y austera. Había sido una muchacha gordita cuando estuviera casada con Cassiday durante dos meses, hacía cinco años, y estaba mucho más gorda ahora, si bien él ignoraba hasta qué punto aquel aumento de tamaño se debía al embarazo.
—¿Te casarás ahora? —preguntó.
Sonriendo, ella agitó la cabeza.
—Tengo dinero y estimo mucho mi independencia. Jamás me metería en otra relación como la nuestra. Con nadie.
—¿Y el bebé? ¿Lo tendrás?
Asintió con vehemencia.
—¡He luchado mucho para conseguirlo! ¿Crees que fue fácil? ¡Dos años de inseminaciones! ¡Una fortuna en facturas! Con máquinas rodeándome por todas partes, baterías elevadoras de la fertilidad… No se trata de un niño no deseado. Me ha costado mucho lograrlo.
—Interesante —dijo Cassiday—. Visité también a Mirabel y a Beryl. Cada una de ellas tenía su propio bebé. A su estilo. Mirabel tenía una bestezuela de Ganímedes; Beryl, su dependencia de la trilina, y se sentía muy orgullosa de desembarazarse de ella. Y tú un bebé que has concebido sin ayuda del hombre. Las tres buscabais algo… Resulta interesante.
—¿Te encuentras bien, Dick?
—Muy bien.
—Tu voz suena tan monótona… Y dices unas cosas… Me asustas un poco.
—Sí… ¿Sabes hasta qué punto fui amable con Beryl? Le compré unos cubos de trilina.
Y cogí al animalito de Mirabel y le rompí el… Bueno, no el cuello. Lo hice tranquilamente. Nunca fui un hombre apasionado.
—Creo que te has vuelto loco, Dick.
—Siento tu temor. Crees que voy a hacerle algo a tu bebé. El temor no me interesa, Lureen. En cambio el dolor… Sí, eso vale la pena analizarlo. La desolación. Quiero estudiarla. Quiero ayudarlas a ellas a estudiarlo. Creo que es lo que ellas desean conocer. No huyas de mi, Lureen. No quiero herirte, no así.
Era pequeña, no muy fuerte y estaba torpe por el embarazo. Cassiday la asió suavemente por las muñecas y la atrajo hacia sí. Sentía ya las nuevas emociones que surgían en Lureen, la autocompasión tras el terror. Y aún no le había hecho nada…
¿Cómo se mataba a un feto a dos meses del término?
¿Un golpe brutal en el vientre? No, demasiado grosero, demasiado bestial. Sin embargo, Cassiday no había ido allí armado de abortivos, una píldora de ergotina, un rápido inductor de espasmos. Alzó la rodilla bruscamente, lamentando aquella vulgaridad. Lureen se encogió. La golpeó por segunda vez, esforzándose por hacerlo con toda serenidad, pues sería un error gozarse en la violencia. Un tercer golpe parecía lo indicado. Al fin, la soltó.
Ella permanecía consciente, gimiendo de dolor. Cassiday se hizo receptivo a ese sentimiento. Comprendió que el niño no había muerto aún. Tal vez no muriera. Pero, desde luego, nacería tarado. Adivinaba en Lureen la conciencia de que podía dar a luz a un ser defectuoso. El feto habría de ser destruido. Y ella tendría que empezar otra vez. Todo aquello era muy triste.
—¿Por qué? —murmuró Lureen—. ¿Por qué?
Entre los observadores, la equivalencia a la desilusión.
En cierto modo, las cosas no se habían desarrollado como las doradas suponían. Incluso ellas podían equivocarse por lo visto, conocimiento que les resultó muy grato. Sin embargo, había que hacer algo con respecto a Cassiday.
Le habían dado poderes. Era capaz de detectar y transmitirles las puras emociones de los otros. Lo cual les resultaba muy útil, pues con esos datos tal vez obtuvieran la comprensión de los seres humanos. Pero al concederle el poder de transmitir las emociones de los demás, se habían visto obligadas a bloquear las suyas. Y eso distorsionaba los datos.
Se había vuelto demasiado destructivo, aunque sin el menor goce. Había que corregir eso. Porque Cassiday compartía con demasiada intensidad la naturaleza de las doradas. Ellas podían divertirse con Cassiday, ya que les debía la vida. Pero Cassiday no podía divertirse con los demás.
Se pusieron en contacto con él a través de la línea de comunicación y le dieron sus instrucciones.
—No —dijo Cassiday—. Ya habéis terminado conmigo. No necesito volver ahí.
—Hay que hacer unos ajustes precisos.
—No estoy de acuerdo.
—No será por mucho tiempo.
A pesar de su opinión en contra, Cassiday tomó la nave que se dirigía a Marte, incapaz de desobedecer las órdenes de las doradas. En Marte transbordó a otra nave que hacia la ruta de Saturno y convenció a los tripulantes para que pasaran cerca de Iapetus. Las doradas se apoderaron de él una vez estuvo a su alcance.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó Cassiday.
—Cambiaremos la onda. Ya no serás sensible a las emociones de los demás. Nos informarás de tus propias emociones. Te devolveremos la conciencia, Cassiday.
Protestó, pero fue inútil.
Dentro de la esfera brillante de luz dorada procedieron a sus ajustes. Entraron en él, lo alteraron y dirigieron sus percepciones hacía sí mismo, de modo que sintiera su propia tristeza como un buitre que le desgarrara las entrañas. Eso sería muy informativo. Cassiday protestó hasta que se quedó sin fuerzas para protestar, y cuando recobró la conciencia ya era demasiado tarde.
—No —murmuró. Bajo la luz amarillenta, veía los rostros de Beryl, Mirabel y Lureen—. No debíais haberme hecho esto. Me estáis torturando… como se tortura a una mosca…
No hubo respuesta. Lo enviaron de nuevo a la Tierra. Lo devolvieron a la torre de caliza, a la avenida deslizante, a la casa de placer de la calle 48, a las islas de luz que ardían en el cielo, a los once billones de personas. Lo soltaron entre ellas para que sufriera y les informara de sus sufrimientos. Ya llegaría el momento de liberarlo, pero no todavía.
Aquí yace Cassiday, clavado en su cruz.
* * *
Una de las primeras historias de ciencia ficción que escribí fue un sombrío relato de una Nueva York impulsada al canibalismo. Era lo suficientemente realista como para que nadie quisiera publicarla durante cuatro años, y sólo una inspirada labor de promoción del recopilador de la presente antología ha logrado que al fin vea la luz.
Hoy, doce o trece años más tarde, he pasado de la descripción literal del canibalismo a la presentación simbólica del vampirismo, que supongo indica una sana progresión de la morbosidad. Cada escritor regresa a sus propias obsesiones cuando se le deja la mano libre, y cada situación que inventa, no importa cuán grotesca sea, dice algo acerca de la naturaleza de las relaciones humanas. Sí parece que estoy diciendo que nos debemos los unos a los otros, literal o figuradamente, que nos sorbemos sustancia los unos a los otros, que practicamos el vampirismo y el canibalismo, que así sea. bajo lo grotesco yace su opuesto; bajo el horror del canibalismo subyace la videosentimentalidad «La gente necesita a la gente.» Para devorarla, si no para otra cosa.
No se ofrece ninguna disculpa. Ninguna excusa. Sólo una historia, una ficción, una fantasía sobre tiempos futuros y otros mundos.
Tan sólo eso.
Frederik Pohl
Hay muy pocas cosas que puedan decirse de Frederik Pohl, excepto todo. Es el director de la revista
Galaxy
, fue el hombre que, en 1953, concibió y dirigió la justamente famosa serie de antologías titulada
Star Science Flction Stories
; fue el coautor, con Cyril Kornbluth, de
The Space Merchants
(
Mercaderes del espacio
); fue el antologista que sacó de la oscuridad el relato de Cordwainer Smith
Scanners Live in Vain
(
Los exploradores viven en vano
) publicándolo en su antología de 1952
Beyond the End of Time
(
Más allá del fin del tiempo
); es el sabueso que rastreó al doctor
Linebarger
, que era Cordwainer Smith, y lo trajo de vuelta al campo de la ficción especulativa; es el rastreador de talentos que dio el tono a todas las obras de ciencia ficción de
Ballantine Books
; es el conferenciante que recorrió todos los Estados Unidos promulgando las últimas novedades científicas y sirviendo incidentalmente como embajador de buena voluntad para el campo de la ficción especulativa; es el director que censuró despiadadamente una de mis más recientes y brillantes historias bajo el pretexto de que expresiones tales como «neceser para lavados vaginales» y «partes íntimas» eran ofensivas. Bueno, nadie es perfecto.
Fred Pohl es un hombre extremadamente alto, de unos cuarenta y cinco años, cuyo tiempo transcurre entre las oficinas de
Galaxy
en la calle Hudson y su casa familiar en Red Bank, Nueva Jersey. En las primeras considera las posibilidades del mundo que nos estamos construyendo, y en la segunda, los programas de televisión que llevan las semillas de ese mundo. Obviamente, se siente inquieto por lo que ve. Como atestigua la siguiente historia.
Sólo una frase o dos sobre esta historia. Trata de un problema terriblemente complejo, en sus términos más básicos y sustanciales: la reducción de las reacciones irracionales humanas a su más bajo común denominador posible, a fin de que puedan ser vistas como las insensibilidades que en realidad son. Es casi una historia periodística, pero no se dejen engañar por su aparente simplicidad; Pohl apunta a la yugular.
* * *
Había dos camas plegables en cada habitación del motel, además del habitual número de camas, y el señor Mándala, el gerente, había convertido la parte trasera del vestíbulo de entrada en un dormitorio para hombres. Sin embargo, no se sentía satisfecho, y estaba intentando persuadir a sus botones de color para que limpiaran la sala de equipajes y pusieran camas en ella también.
—Por favor, señor Mándala —dijo el capitán de los botones, gritando fuerte por encima del ruido del vestíbulo—, usted sabe que lo haríamos si pudiéramos. Pero no podemos, primero porque no tenemos ningún otro lugar donde colocar esos viejos aparatos de televisión que usted desea guardar, y segundo porque no tenemos más camas plegables.
—Estás discutiendo conmigo, Ernest. Te dije que no discutieras conmigo —dijo el señor Mándala.
Tamborileó con sus dedos sobre el mostrador de recepción y miró irritado a su alrededor en el vestíbulo. Al menos había cuarenta personas en él, hablando, jugando a las cartas y dormitando. El aparato de televisión murmuraba algo mientras ofrecía un montaje de cintas de la NASA, y en la pantalla el señor Mándala pudo ver la imagen de uno de los marcianos mirando a la cámara con sus grandes, gelatinosos y lagrimeantes ojos.
—Ya basta —ordenó el señor Mándala, volviéndose a tiempo para ver a su botones mirando también a la pantalla—. No te pago para que veas la televisión. Ve a ver si puedes ayudar en la cocina.
—Hemos estado en la cocina, señor Mándala. No nos necesitan.
—¡Ve donde te digo que vayas, Ernest! Tú también, Berzie. Los observó salir por la puerta de servicio, y deseó poder librarse tan fácilmente de algunos de los que llenaban el vestíbulo.
Ocupaban todos los asientos, y los sobrantes ocupaban los brazos de los sillones, o se apoyaban contra las paredes y las mesas del bar, que llevaba dos horas cerrado de acuerdo con la ley. Según los libros de registro, todos ellos pertenecían a periódicos, agencias de prensa, cadenas de radio y televisión y cosas así, y aguardaban para dirigirse por la mañana a cubrir la información en Cabo Kennedy. El señor Mándala deseaba con impaciencia que llegara la mañana. No le gustaba tanta gente reunida en su vestíbulo, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que estaba casi seguro de que la mayoría de ellos ni siquiera eran clientes del motel.
En la pantalla de televisión un montaje hecho apresuradamente estaba mostrando ahora el regreso de la sonda espacial Algonquino Nueve enviada a Marte, pero nadie la estaba mirando. Era la tercera vez que aquella cinta en particular había sido repetida desde medianoche, y todo el mundo la había visto al menos una vez; pero cuando cambió a otra imagen de uno de los marcianos, parecido a un perro pachón triste con largas aletas de foca como miembros, uno de los jugadores de póquer se desperezó y dijo:
—¡Sé un chiste de marcianos! ¿Por qué un marciano no nada en el océano Atlántico? —Tú sabrás —dijo el que tenía la banca.
—Porque dejaría un anillo a su alrededor —dijo el periodista, recogiendo sus cartas. Nadie rió, ni siquiera el señor Mándala, aunque algunos de los chistes habían sido francamente buenos. Todo el mundo empezaba a sentirse un poco cansado de ellos, o quizá simplemente cansado.
El señor Mándala se había perdido la primera excitación sobre los marcianos, porque había estado durmiendo. Cuando el gerente de día le telefoneó, despertándole, el señor Mándala había pensado al principio que se trataba de una broma y, luego, que su compañero de día estaba loco; después de todo, ¿a quién le preocupaba que la sonda marciana hubiera traído de vuelta algún tipo de animales, o aunque no fueran exactamente animales? Cuando vio la gran cantidad de reservas que estaban llegando por el teletipo se dio cuenta de que en realidad a algunas personas sí les interesaba. Sin embargo, el señor Mándala no se tomaba excesivo interés en cosas como aquélla. Estaba bien que hubieran llegado los marcianos, puesto que habían hecho que su motel se llenara, así como todos los demás moteles en un radio de un centenar de kilómetros de Cabo Kennedy, pero cuando uno había dicho eso ya había dicho todo lo que podía interesar al señor Mándala sobre los marcianos.
En la pantalla de televisión la imagen se oscureció y fue reemplazada por el rótulo Boletín informativo de la NBC. El juego de póquer se detuvo momentáneamente.
El vestíbulo se mantuvo casi en silencio mientras un invisible locutor leía un nuevo comunicado de la NASA.
—El doctor Hugo Bache, el veterinario de Fort Worth, Texas, que llegó a última hora de esta tarde para examinar a los marcianos en el centro de recepción de la base Patrik de las Fuerzas Aéreas, ha emitido un informe preliminar que acaba de sernos transmitido por el coronel Eric T. «Happy» Wingerter, hablando en nombre de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio.