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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (13 page)

BOOK: Volver a empezar
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—Entonces deberías querer que tuviera la mejor de las educaciones desde el principio. Un camarero se llevó los platos vacíos mientras otro se les acercaba con el carrito de los postres. Jeff aprovechó la interrupción para perderse en los múltiples reflejos producidos por los muchos espejos del restaurante: las paredes color verde abeto, las banquetas rojizas, los espléndidos arreglos florales que parecían recién salidos de un paisaje de Cezanne. Sabía que a Diane le preocupaba más liberarse de sus responsabilidades cotidianas que la educación de Gretchen. Para Jeff, su hija todavía era pequeña, y no soportaba la idea de que se fuera a vivir a trescientos kilómetros de casa.

Diane pinchaba con rabia sus frambuesas con salsa de Grand Marnier.

—Me imagino que piensas que está bien que siga tratándose con todos esos golfillos que trae a casa de la escuela pública.

—Hazme el favor, su escuela está en Rhinebeck, no en el sur del Bronx. Es un ambiente estupendo en el cual educarse.

—Igual que el que hay en el Concord, que conozco por experiencia. Jeff hundió la cuchara en su Charlotte de melocotón, incapaz de expresar lo que realmente le pasaba por la cabeza, que no quería que Gretchen se convirtiera en una fotocopia de su madre. La frágil sofisticación, la actitud altanera, la inmensa riqueza considerada como un derecho de nacimiento, algo que se daba por sentado y en lo que se podía fiar plenamente. Jeff había adquirido sus propias riquezas gracias a un extraordinario golpe de buena suerte y a su fuerza de voluntad. Y quería proteger a su hija de la influencia potencialmente corruptora del dinero al tiempo que deseaba que aprovechara todas sus ventajas.

—Lo discutiremos en otro momento —le dijo a Diane.

—Tenemos que darles una respuesta el jueves que viene.

—Entonces lo discutiremos el miércoles.

Eso hizo que le diera un fuerte berrinche, de los que sólo se recuperaría en una de sus concentradas, casi enfermizas, incursiones a Bergdorf's y Saks.

Se palpó el bolsillo de la americana y sacó dos tabletas de Gelusil. Su corazón estaría en plena forma, pero esa vida que se había creado le sentaba fatal a su aparato digestivo. Los dedos jóvenes y delgados de Gretchen se desplazaban con gracia por el teclado, arrancándole al piano los conmovedores acordes de Para Elisa. El rechoncho gato anaranjado de nombre Chumley dormía despatarrado junto a ella, en el taburete del piano, demasiado viejo ya como para retozar con el temerario abandono de antaño, contento de poder estar junto a su ama, apaciguado por la dulce música.

Jeff observaba el rostro de su hija mientras tocaba, su piel suave y pálida rodeada por la negra cabellera de rulos. Su expresión era muy apasionada, pero él sabía que no era debida a la concentración en las notas o el ritmo de la pieza. Su talento natural para la música era tan grande que nunca le hacía falta memorizar o practicar los aspectos básicos de una composición; le bastaba con tocarla una vez. Su mirada era de total embeleso, como si se fundiera con la melancólica melodía de aquella pieza de engañosa sencillez. Interpretó la coda de acordes y dobles notas manteniendo pisado el pedal, logrando así un consumado legato, y cuando hubo terminado, permaneció unos instantes en silencio para acabar regresando del lugar al que la música la había transportado. Después, sonrió encantada y sus ojos volvieron a ser los de una niña traviesa.

—¿No es preciosa? —inquirió Gretchen cándidamente, refiriéndose sólo a la belleza de la música.

—Sí —repuso Jeff—. Casi tan preciosa como la pianista.

—Ay, papá, no fastidies. —Se sonrojó y girando juguetona en el asiento se puso en pie—. Voy a hacerme un bocadillo. ¿Quieres uno?

—No, gracias, cariño. Me parece que esperaré hasta la cena. Tu madre llegará de la ciudad de un momento a otro; cuando llegue a casa, dile que me he ido a dar un paseo junto al río, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —le gritó Gretchen, que iba dando saltitos hacia la cocina. Chumley se despertó, bostezó y la siguió con su paso tranquilo.

Jeff salió y recorrió el sendero entre los árboles. En otoño, el corredor de olmos era como un túnel de medio kilómetro envuelto en llamas. Al salir de él, Jeff vio, en primer lugar, el amplio prado que descendía suavemente hacia el Hudson, y a unos cien metros hacia la izquierda, la pendiente más pronunciada donde el agua caía en cascada por unas rocas para perderse en el frío. Siempre le producía una sensación de admiración la espectacular entrada de aquel lugar, porque le pasmaba que existiera semejante belleza y le enorgullecía que le perteneciera.

Se detuvo en lo alto del prado inclinado y contempló el paisaje. Dos barquitas iban río abajo muy despacio, contra el fondo encendido de colores otoñales. Un trío de muchachos se paseaba tranquilamente por la orilla opuesta, mientras iban tirando piedras al agua corriente. En lo alto de una elevación que había detrás de ellos se veía una mansión, menos majestuosa que la de Jeff, pero aun así, muy imponente. Dentro de tres meses el río estaría congelado, se convertiría en una ancha carretera blanca que avanzaría hacia el sur, en dirección a la ciudad, y hacia el norte, en dirección a las montañas Adirondacks. Los árboles se despojarían de sus hojas, pero nunca estarían desnudos, porque la nieve cubriría sus ramas y, algunos días, hasta las ramas más pequeñas quedarían envueltas en un carámbano de hielo, brillando a centenares bajo el sol invernal.

Era aquella la tierra, el condado, que Currier e Ivés habían descrito como el ideal norteamericano; habían llegado incluso a bosquejar esa misma vista. Estando allí de pie, le resultaba fácil creer que cuanto había hecho había valido la pena. Estando allí de pie, o estrechando a Gretchen entre sus brazos, abrazando a la hija que él y Linda tanto habían deseado pero que nunca habían podido tener.

No, no iba a enviar a su hija al Concord. Ésa era su casa. Allí iba a quedarse hasta que tuviera edad suficiente como para decidir por sí misma si debía marcharse. Cuando llegara ese día, la secundaría en la determinación que tomara, pero hasta que no llegara ese momento…

Algo invisible le apuñaló el pecho, una sensación más fuerte y dolorosa que las que jamás había experimentado…, salvo una vez.

Cayó de rodillas, pugnando por recordar qué día era, qué hora era. Sus ojos captaron el paisaje otoñal, el valle que, un momento antes, le había parecido el emblema mismo de la esperanza recuperada, de ilimitadas posibilidades. Después, cayó de lado y el río quedó a sus espaldas.

Jeff Winston lanzó una mirada desvalida al túnel de olmos anaranjado rojizos que lo había llevado hasta aquel prado plagado de promesas y satisfacciones, y luego expiró.

Capítulo 7

Se vio en la oscuridad, rodeado de gritos. Un par de manos lo aferraron del brazo derecho; las uñas atravesaron la manga y se le clavaron en la piel. Jeff vio ante sí una imagen del infierno: niños que lloraban, gritaban y tropezaban al correr, incapaces de huir de las negras criaturas aladas que bajaban en picado para picotearles las caras, las bocas, los ojos…

Entonces, una rubia de una gélida perfección metió a dos de las niñas en un automóvil para salvarlas de la carnicería. Jeff cayó en la cuenta que estaba viendo una película, una película de Hitchcok, Los pájaros.

La presión sobre su brazo aminoró igual que la intensidad de la escena y, al volver la cabeza, vio a Judy Gordon que le lanzaba una sonrisa aniñada y llena de incomodidad. A su izquierda, Paula, la amiga de Judy, se acurrucaba en el hueco protector del brazo de Martin Bailey.

1963. Todo había vuelto a empezar.

—¿Por qué estás tan callado esta noche, cariño? —le preguntó Judy en el asiento trasero del Corvair de Martin, cuando se dirigían a Joe's and Moe's después del cine—. No pensarás que fui muy tonta por haberme asustado tanto, ¿verdad?

—No, en absoluto.

Entrelazó los dedos con los suyos y reclinó la cabeza sobre su hombro.

—Ah. bueno, para que no te pienses que soy una mema.

Su pelo olía a fresco y a limpio, y se había puesto unas gotitas de Lanvin en el cuello pálido y delgado. Su dulce aroma era exactamente el mismo que el de aquella incómoda noche, de hacía veinticinco años, en el coche de Jeff…, y antes de aquello, casi medio siglo atrás, esa misma noche.

Todos sus logros se habían esfumado: su imperio económico, la casa del condado de Dutchess…, pero lo más devastador de todo era que había perdido a su hija. Gretchen, con su aspecto larguirucho, casi de mujer, y su mirada inteligente y amorosa, había desaparecido. Estaba muerta, o algo peor. En esta realidad, nunca había existido. Por primera vez en su larga y accidentada vida, comprendió plenamente el lamento de Lear por Cordelia:

«… ya no volverás más, jamás, jamás, jamás, jamás, jamás.»

—¿Qué pasa, cariño? ¿Decías algo?

—No —murmuró, apretando a la muchacha contra su pecho—. Pensaba en voz alta.

—Mmmm. ¿En qué estás pensando?

«Preciosa inocencia», pensó; bendita y dulce ignorancia de las heridas que puede infligir un universo de locos.

—Pensaba en cuánto significa tenerte aquí, a mi lado. En cuánto necesito abrazarte. Su antiguo internado de las afueras de Richmond permanecía intacto, igual que el campus de Emory. Algunos aspectos del lugar parecían variar ligeramente con respecto al recuerdo que de él guardaba. Los edificios se veían más pequeños; el refectorio estaba más cerca del lago de lo que él recordaba. Se había acostumbrado a encontrarse con ese tipo de leves discontinuidades, y hacía tiempo ya había decidido que eran debidas a su mala memoria más que a un cambio concreto en la naturaleza de las cosas. En esta ocasión, desde la última vez que había estado allí habían transcurrido casi cincuenta años durante los cuales sus recuerdos se habían ido borrando. Toda una vida adulta, aunque partida en dos, volvía ahora a empezar.

—¿Te tratan bien en la universidad? —preguntó la señora Braden.

—No demasiado mal. Tenía ganas de marcharme unos días y pensé en venir a ver la vieja escuela. —La bibliotecaria bajita y regordeta lanzó una risita maternal.

—No ha pasado siquiera un año desde que te graduaste, Jeff; ¿tan pronto te ha dado nostalgia?

—Supongo que sí. —Sonrió—. A mí me parece que hace mucho más.

—Ah, espera a que hayan pasado diez años, o veinte; ya verás lo lejos que puede llegar a parecer todo esto. No sé si entonces vas a tener ganas de volver a visitarnos.

—Seguro que sí.

—Eso espero. Es bueno saber cómo evolucionáis, cómo os va en el mundo de ahí fuera. Creo que a ti te irá bien.

—Gracias, señora. Eso intento. —La mujer le echó un vistazo a su reloj y miró distraídamente hacia la puerta de la biblioteca.

—A las tres tengo que recibir a un nuevo grupo de estudiantes del próximo curso, para ofrecerles la excursión de veinticinco centavos; procura ir a saludar al doctor Armbruster antes de marcharte, ¿quieres?

—Iré a verlo.

—Y la próxima vez, pásate por casa; nos tomaremos una copa de jerez y recordaremos los viejos tiempos.

Jeff se despidió, se abrió paso entre las estanterías y salió por el costado. No tenía intención de hablar con los profesores ni con el personal administrativo, pero cuando iba para allí en coche sabía que no podría evitar uno o dos encuentros casuales. En general, creyó haberse manejado bastante bien con la señora Braden, pero se sintió aliviado de que la conversación hubiese sido breve. En Emory ya había cogido confianza y se desempeñaba bastante bien en esos encuentros, pero donde se encontraba ahora, iba a costarle mucho más; el recuerdo que guardaba de aquel lugar y de la gente era muy vago. Avanzó a paso largo por un sendero que había detrás de la biblioteca y se internó en los solitarios bosques de Virginia que rodeaban el campus donde de adolescente se había convertido en un joven adulto. Algo lo había atraído hasta allí, algo más fuerte y apremiante que la mera nostalgia. Por el amor de Dios, si a esas alturas había respondido demasiado a la nostalgia que la vida le deparaba como para buscar más. Quizá fuera porque aquél era el último ambiente significativo de su vida que no había repetido y que continuaba existiendo tal como lo recordaba. Ya había estado en la casa de su niñez, en Orlando, y había regresado a Emory en dos ocasiones. En los lugares en los que había vivido originalmente después de haber cursado estudios universitarios, donde había pasado su vida de soltero y, posteriormente, se había casado con Linda, no había rastros de él en esta vida ni en la que acababa de vivir recientemente. Sin embargo, donde estaba ahora, lo recordaban; había dejado su propia marca personal en esta escuela, del mismo modo que ésta había ejercido una gran influencia en él, tanto en esa existencia como en las otras. Quizá fuera la necesidad de volver a las raíces, de confirmar su propia personalidad, de recordar una época en la que la realidad era algo estable y no repetitivo.

Jeff apartó la rama de un olmo que pendía sobre el sendero y sorpresivamente se encontró delante del puente que, durante todo aquel tiempo, lo había perseguido con la culpa y la vergüenza.

Se quedó mirando fijamente, con cara de asombro, la escena que había poblado sus sueños durante cincuenta años. Se trataba de una pequeña pasarela de madera sobre un arroyo, una sencilla estructura de no más de tres metros de largo, pero en cuanto la vio, Jeff apenas logró controlar el terror que le oprimió el pecho. No tenía ni idea de que aquel sendero iba a conducirlo hasta allí.

Soltó la rama del otoño, avanzó despacio hacia el diminuto puente, con sus tablas serradas a mano y su barandilla de apenas un metro amorosamente trabajada. Lo habían reconstruido, por supuesto, siempre lo había supuesto así. Sin embargo, mientras estuvo en la escuela, nunca había vuelto a aquel lugar, hasta ese momento. Se sentó en la orilla del arroyo, junto al puente, y pasó la mano por la madera gastada. Al otro lado del arroyo, una ardilla mordisqueaba una bellota que sostenía entre las patas y lo observaba con una mirada plácida pero precavida. Aquel primer año que pasara en la escuela, Jeff no había sido un chico tímido; callado, serio en sus estudios, eso sí, pero de ningún modo tímido. No había tardado nada en hacer varios amigos, y se había sumado a los bulliciosos juegos del dormitorio, a las batallas con crema de afeitar, a cubrir con papel higiénico el cuarto de otro estudiante, ese tipo de cosas. En cuanto a las chicas, tenía la experiencia que era de esperarse en un quinceañero en aquella época inocente. En el último año de bachillerato había tenido una novia fija, pero hasta entonces, no había contado con ninguna amiga especial entre las estudiantes de bachillerato que los fines de semana venían de Richmond para asistir a los bailes del campus; el encuentro con aquella chica llamada Barbara, y que con tanto cariño recordaba, tendría que esperar hasta que cumpliera los dieciséis. No obstante, aquel primer año se enamoró. Estaba colado por su profesora de francés, una mujer de unos veinticinco años, de nombre Deirdre Rendell. No era el único con esta obsesión; aproximadamente el ochenta por ciento de los chicos de aquel campus, exclusivamente compuesto por varones, estaba enamorado de la esbelta morena cuyo marido enseñaba Historia Norteamericana. Cada noche, a la hora de la cena, se producía una loca carrera por ocupar los seis asientos reservados a los estudiantes en la mesa que los Rendell tenían en el refectorio; dos o tres veces por semana, Jeff lograba hacerse con un sitio en aquella mesa.

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