»El resorte que daba movimiento a mi vida, se ha roto; el encanto que me tenía despierto en las tinieblas de la noche y me desvelaba por las mañanas se ha desvanecido.
»Sólo una criatura he encontrado aquí digna del nombre de mujer: la señorita B. Se parece a mi querida Carlota, si es que alguien puede parecerse a vos. “¡Y qué! —diréis—, ¿ahora venís con galanterías?” Sí, no es esto del todo falso: desde hace algún tiempo soy muy lisonjero… porque no puedo ser otra cosa. Me doy aires de ingenioso, y dicen las damas que nadie podrá hacer un elogio con más delicadeza que yo. Añadid: ni mentir, porque lo uno va siempre unido a lo otro. Os estaba hablando de la señorita B. En el fuego de sus ojos azules se adivina desde luego la energía de su alma. Su posición la mortifica, porque no basta a satisfacer ninguno de los deseos de su corazón. Aspira a alejarse del torbellino social, y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah, cuántas veces, Carlota, la he obligado a que os admire!
»¿Obligado? No, su admiración es espontánea. ¡Tiene tanto gusto en oír hablar de Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh si yo estuviese sentado a vuestros pies en aquel gabinetito seductor y tranquilo, con los niños retozando a nuestro derredor! Cuando os molestase el ruido que hicieran, yo los agruparía y obligaría a guardar silencio, refiriéndoles algún cuento pavoroso. El sol declina majestuosamente detrás de las colinas cubiertas de deslumbradora nieve; la tempestad ha pasado, y yo… es preciso que me vuelva a mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a vuestro lado? ¿Qué digo? Dios me perdone esta pregunta.»
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DE FEBRERO
«Hace una semana que el tiempo no puede ser peor, y me alegro de ello, porque desde que estoy aquí no he logrado ver un día bueno sin que algún cócora me lo estropee o me lo robe. Al menos, cuando llueve de firme, cuando nieva, cuando hiela o deshiela, me digo a mí mismo: “Mejor estoy en casa, que fuera.” Pero si amanece con sol, si todo pronostica un buen día, nunca dejo de exclamar: “He aquí un favor del cielo, que podemos usurparnos unos a otros.” No hay nada que los hombres no se quiten sin escrúpulos: salud, reputación, alegría, reposo. Por supuesto, casi siempre con la sonrisa en la boca, y, según ellos dicen, con las mejores intenciones. Algunas veces quisiera suplicarles que no se desgarrasen tan despiadadamente las entrañas.»
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DE FEBRERO
«Sospecho que no podré continuar mucho tiempo al lado del embajador.
»Este hombre es completamente insoportable. Tiene una manera tan ridícula de trabajar, que no puedo menos de altercar con él y de obrar con frecuencia a mi capricho y a mi modo, cosa que, como es natural, jamás le deja contento. Últimamente se ha quejado a la corte, y el ministro me ha reprendido; con mucha blandura, por cierto, pero ello es que me ha reprendido, y ya tenía propósito de presentar mi dimisión, cuando ha llegado a mis manos una carta particular que me envía…
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, la carta que me ha hecho arrodillarme para adorar su espíritu noble, sabio y elevado. ¡Cómo elogia el espontáneo y juvenil ardor de mis exaltadas ideas de actividad, de influir en los demás y de energía en los negocios; buscando, sin destruir esas ideas, el medio de moderarlas y conducirlas al punto en que pueden encontrar su verdadero desarrollo y producir su efecto! Ya me tienes animado por ocho días y reconciliado conmigo mismo. ¡Qué hermosa es la paz del alma, y qué triste, amigo mío, que semejante joya tenga tanto de frágil como de bello y singular!»
20
DE FEBRERO
«Dios os bendiga, amigos míos, y os dé todos los días felices que a mí me niega. Alberto, te agradezco que me hayas engañado. Aguardaba la noticia del día de vuestra boda, porque ese día tenía resuelto descolgar solemnemente de la pared el retrato de Carlota, y enterrarlo entre mis papeles. ¡Ya estáis casados y todavía tengo aquí su retrato! Aquí permanecerá. ¿Por qué no? Sé que también estoy con vosotros: sé que, sin perjuicio tuyo, tengo un lugar en el corazón de Carlota. Sí; ocupo en él el segundo puesto, y quiero y debo conservarlo. ¡Oh! Me volvería loco si ella pudiese olvidar… Alberto, dentro de esta idea se encierra el infierno, adiós. Adiós, Carlota; adiós ángel del cielo.»
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DE MARZO
«He sufrido una mortificación que me echará de aquí: estoy furioso. Lo dicho: esto es un hecho, y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que me habéis soliviantado, atormentado, obligado a tomar un destino que yo no quería. Nos hemos lucido. Y con el fin de que no me digas que lo echo todo a perder con mis ideas exageradas, voy, mi querido amigo, a exponerte lo sucedido, con la sencillez y exactitud de un cronista.
»El conde de C. me aprecia y me distingue, ya lo sabes, porque te lo he dicho cien veces. Ayer comí en su casa. Justamente era uno de los días en por las tardes tiene tertulia, a la que concurren las damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado semejante cosa, y jamás pude figurarme que nosotros, los menos encopetados, sobrábamos allí. Adelante. Comí, y después de comer estuve paseándome y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el coronel B. que terció en nuestras pláticas, y por fin, insensiblemente sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entró la nobilísima señora de S. con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron por delante de mí con el aire desdeñoso que los caracteriza. No inspirándome la gente de este linaje otra cosa que una antipatía profunda, resolví retirarme, y aguardaba sólo a que el conde se viese libre de su fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé, y fui a colocarme detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza que la acostumbrada y con algún embarazo. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas gentes?”, me pregunté a mí mismo. Estaba picado y quería retirarme; sin embargo, me quedaba, esperando con alguna frase que me dirigiera llegaría a convencerme de que mi pregunta era injusta. Entre tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba encima todo un guardarropa del tiempo en que se coronó a Francisco I
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; el consejero áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su excelencia con su mujer, que es sorda, etcétera. No debo pasar por alto a J., el desaliñado, que tapa los agujeros de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas fueron entrando, mientras yo hablaba con algunas conocidas mías, que me parecieron muy lacónicas. Pensando y ocupándome exclusivamente de B., no advertí que las señoras cuchicheaban en un extremo del salón, y que algo extraordinario sucedía entre los caballeros; no advertí que la señora de S. hablaba aparte con el conde (Todo esto me lo ha dicho después la señorita B.) Por último, el conde se acercó a mí, y me llevó al hueco de una ventana. “Ya conocéis —me dijo— nuestras costumbres extravagantes. He observado que la tertulia en masa está descontenta de veros aquí, y aunque yo no querría por todo el mundo…” “Dispensadme, señor —exclamé, interrumpiéndole—. Debía haber caído en ello, lo sé, y sé también que me perdonaréis esta irreflexión —dije al mismo tiempo que le hacía una reverencia—. Yo ya había pensado retirarme, y no sé qué espíritu me lo ha detenido.”
»El conde me apretó la mano de un modo que daba a entender cuanto podía decir. Me escurrí pausadamente y, fuera ya de la augusta asamblea, subí a mi birlocho y fui a M., para ver desde la colina la puesta del sol, leyendo el magnífico canto en que refiere Homero cómo Ulises fue hospedado por uno que guardaba puercos. Hasta aquí todo iba bien.
»Ya de noche, volví a mi posada para cenar. Sólo encontré algunas personas que jugaban a los dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual habían levantado un poco los manteles. Entró el apreciable A. y dejó su sombrero, mirándome al mismo tiempo; se vino hacia mí y me dijo en voz baja:
»“¿Conque has tenido un disgusto?” “¿Yo?” “El conde te ha echado de su tertulia.” “¡Cargue el diablo con ella! Me salí para respirar un aire más puro.” “Me alegro de que no des importancia a lo que no la tiene; solamente siento que la cosa se haya hecho pública.” Esto dio margen a que se desertase en mí el enojo. Conforme iba llegando la gente para sentarse a la mesa, me miraban, y yo decía para mi sayo: “Te miran por lo de la reunión.” Y esto me quemaba la sangre.
»Y como ahora, donde quiera que me presento, oigo decir que los que me envidian baten palmas, que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos que se creen autorizados para prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de algún ingenio, y oigo, además, otras majaderías semejantes, de buena gana me clavaría un cuchillo en el corazón. Digan lo que digan de los caracteres despreocupados, yo querría saber quién es el que puede sufrir que tanto bellaco murmure de él de este modo. Sólo cuando carece de fundamento la murmuración es fácil depreciar a los murmuradores.»
16
DE MARZO
«Todo conspira contra mí. Hoy he encontrado en el paseo a la señorita B. Me he visto obligado a acercarme y, apenas nos hemos alejado un poco de los demás, le he dado mil quejas por lo que anteayer me ocurrió con ella. “¡Oh Werther! —me dijo con la mayor ternura—. ¿Cómo interpretáis tan mal aquella turbación mía, vos que me conocéis tan bien? ¡Cuánto he sufrido por vos, desde el instante en que os vi en el salón! Todo lo adiviné; cien veces estuve a punto de decíroslo. Sabía que las señoras de S. y de T. se alejarían con sus maridos antes que permanecer en vuestra compañía; sabía que el conde no se atrevería romper con ellos…, ¡y ahora vos me pedís cuenta!” “¡Cómo, señorita!”, dije, ocultando mi turbación y sintiendo que algo como agua hirviendo corría por mis venas, a la par que recordaba todo lo que me había dicho A. al entrar en casa. “¡Cuánto me ha costado ya todo esto!”, exclamó aquella hermosa criatura con los ojos llenos de lágrimas. Dejé de ser dueño de mí mismo, y faltó poco para que me arrojase a sus pies. “Explicaos”, le dije. Sus lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el llanto sin cuidarse de ocultármelo.
»“Mi tía —prosiguió—, a quien ya conocéis, se hallaba presente. ¡Contenta se puso de veros a mi lado! Werther, ayer tarde y esta mañana he tenido que sufrir un sermón por ser amiga vuestra, y me he visto obligada a oír que os insultaban, que os humillaban, sin poder defenderos y sin atreverme a defenderos más que a medias.”
»Cada palabra que profería era una espada que atravesaba mi corazón. Sin comprender el bien que me hubiera hecho ocultándome todas estas cosas continuó refiriendo lo que aún dirían de mí, y quiénes se gozarían en el triunfo, celebrándolo y haciendo saber que se ha castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que hace tiempo vienen echándome en cara.
»¡Y oír todo esto de su boca, Guillermo; oírselo a ella, cuyo afecto para mí es verdadero y profundo! Quedé anonadado, y todavía fermenta la cólera en mi pecho. Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una sola palabra delante de mí, para atravesarle de parte a parte con mi espada. Me sosegaría si viese correr la sangre. ¡Ah! más de cien veces he cogido un cuchillo para acabar con la asfixia que me ahoga. Se habla de una noble raza de caballos que, cuando están enardecidos y cansados con exceso, se abren por instinto una vena para respirar con más libertad. Muchas veces me encuentro en este caso; querría abrirme una vena que me proporcionase la libertad eterna.»
24
DE MARZO
«He pedido mi cesantía con esperanzas de obtenerla y sé que me perdonarás el que lo haya hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí, y sé todo lo que pudieras decirme para evitarlo; así, pues, di a mi madre lo que ocurre, de modo que no ponga el grito en el cielo. Es preciso que lleve con paciencia el que no la satisfaga quien ni a sí mismo logro satisfacerse.
»No dudo que esto le causará mucha pena. ¡Ver que su hijo se detiene de pronto en la brillante carrera que le llevaba en línea recta a los puestos de consejero y embajador! ¡Ver que se desvía del camino!… Haz todas las objeciones que se te ocurran y cuantas combinaciones conduzcan a demostrar en qué casos podía y debía continuar aquí; he decidido irme, y me voy. Para que sepas adónde te diré que mi compañía es muy grata al príncipe de…, y que, cuando ha tenido noticia de mi determinación, me ha pedido que le acompañe a sus estados para pasar con él la primavera. Me ha prometido que tendré libertad absoluta; y como estamos de acuerdo casi en todo, voy a correr el albur y marcharme con él.»
POST SCRIPTUM
, 19
DE ABRIL
«Te agradezco tus cartas. No las he contestado porque para enviarte ésta esperaba a recibir el cese de la corte, temía que mi madre influyera con el ministro y diese al traste con mis planes; pero ya está todo arreglado puesto que ha sido aceptada mi dimisión. No te diré la repugnancia con que han accedido a mis deseos ni lo que me escribe el ministro, porque aumentarían vuestras lamentaciones. El príncipe heredero me ha dado una gratificación, veinticuatro ducados, diciéndome palabras que me han enternecido hasta el punto de hacerme llorar. No necesito, pues, el dinero que últimamente había pedido a mi madre.»
5
DE MAYO
«Salgo mañana, y como sólo dista seis millas del camino el lugar donde nací, quiero volver a verlo y recordar los antiguos días de mi infancia, que pasaron como un sueño.
»Quiero entrar por la misma puerta por donde salí con mi madre cuando, después de quedarse viuda, abandonó esta querida y sosegada aldea para encerrarse en esa horrible ciudad. Adiós, Guillermo; ya tendrás noticias de mi viaje.»
9
DE MAYO
«He visitado el pueblo donde nací, con toda la devoción de un peregrino, impresionándome una porción de sentimientos inesperados. Hice detener el coche cerca del gran tilo que hay a un cuarto de legua de la población, a la parte sur; me apeé y mandé al cochero que fuese delante, con objeto de seguir yo a pie y saborear todos los recuerdos con toda viveza y plenitud de la novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi infancia había sido objeto y término de mis paseos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa ignorancia me lanzaba impetuosamente hacia ese mundo desconocido en que esperaba hallar para mi corazón todo el alimento, todas las venturas que debían colmar y satisfacer la efervescencia de mis deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas esperanzas perdidas, cuántos planes destruidos! Aquí están delante de mí las montañas que mil veces contemplé como el único muro que se oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme en estos sitios horas enteras, pensando en escalar esas alturas, llevando mi pensamiento al fondo de los valles y de las alamedas que divisaba entre las tintas suaves del crepúsculo; y cuando llegaba el momento de volver a mi casa, yo abandonaba este paraje querido con indecible pena. Al acercarme al pueblo, he saludado todos los viejos pabellones de los jardines. Los nuevos me desagradan, como todos los cambios que he observado. Pasé la puerta que da entrada a la población, y entonces sí que me encontré dentro de mis recuerdos. Amigo mío, no quiero detenerme en detalles, la relación sería tan pesada como grande ha sido el placer que he experimentado. Pensaba alojarme en la plaza, precisamente al lado de nuestra antigua casa. Observé al paso que la escuela, donde una buena vieja nos reunía cuando niños, se había convertido en una abacería. Me acordé de la inquietud, de los temores, los apuros y las aflicciones que yo había sufrido en aquella especie de agujero. No daba un paso que no me obligara a entusiasmarme. No encuentra un peregrino en tierra santa tantos lugares consagrados por religiosos recuerdos, y dudo que su alma experimente tan puras emociones. Bajé por la orilla del río adelante hasta una alquería adonde iba yo en otro tiempo muy a menudo: es un paraje reducido, donde los muchachos nos divertíamos en tirar piedras a la superficie del agua para ver quién las hacia singlar mejor. Recordé vivamente que me detenía algunas veces a ver correr el agua, formándome las ideas más maravillosas de su curso; recordé las caprichosas pinturas que me hacía de los países adonde aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto encontraba mi imaginación los límites de esos países, y que, sin embargo, yo iba más lejos, y acababa por perderme en la contemplación de un paisaje lejano y vagoroso. Amigo mío, de este modo con esta felicidad, vivieron los venerables padres del género humano; tan infantiles fueron sus impresiones y su poesía. Cuando Ulises habla de la mar inmensa y de la tierra, su lenguaje es verdadero, humano, íntimo, sorprendente y misterioso. ¿De qué me sirve poder repetir con todos los colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre algunas palabras para tener ocupación toda su vida, y menos todavía para volver a esta tierra de donde salió.