»Carlota había apoyado los codos en el marco de la ventana y miraba hacia la campiña, luego levantó los ojos al cielo; después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados de lágrimas; por fin, puso su mano sobre la mía y exclamó: “¡Oh Klopstock!”
4
»Abismado en un torrente de emociones que esta sola palabra despertó en mi espíritu, recordé al instante la oda sublime que ocupaba a la sazón el pensamiento de Carlota. No pude resistir: me incliné sobre su mano, se la llené de besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis ojos a encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola mirada, que debías haber visto, basta para tu apoteosis. ¡Ojalá no vuelva yo a oír pronunciar tu nombre tan frecuentemente pronunciado!»
19
DE JUNIO
«¿En qué punto de mi relato quedé el otro día? No lo recuerdo, y sólo puedo decirte que eran las dos de la madrugada cuando me acosté, y que, si en vez de escribirte, hubiera podido hablarte, acaso te hubiera hecho pasar toda la noche en claro.
»Nada te he dicho aún de lo que sucedió a nuestro regreso del baile, ni hoy tengo disponible el tiempo que necesitaría para hacerlo.
»El día amaneció deslumbrador. Algunas gotas de agua caían de las hojas de los árboles, y la campiña hacía gala de vivificante humedad. Nuestras compañeras de viaje comenzaron a dar cabezadas y Carlota me dijo que, si yo quería hacer otro tanto, no lo dejase por ella.
»“Mientras vea esos ojos abiertos —le contesté, fijando en ella mi mirada— no hay peligro de que yo me duerma.”
»Uno y otro hemos llegado despiertos a su casa. La criada le abrió la puerta sin hacer ruido, y habiéndole preguntado Carlota por su madre y hermanitos, aseguró que todos seguían bien y durmiendo a pierna suelta. Despedíme de ella, pidiéndole permiso para volver a verla el mismo día. Me lo concedió, fui, desde entonces bien pueden el sol, la luna y las estrellas recorrer sosegadamente sus órbitas, sin que yo sepa si es de día o de noche, porque todo el universo ha desaparecido ante mis ojos.»
21
DE JUNIO
«Paso unos días tan felices como los que Dios reserva a sus elegidos, y sucédeme lo que me suceda, no podré decir que no he saboreado los placeres más puros de la vida. Me he establecido enteramente en mi retiro de Wahlheim que ya conoces, allí no me separa más que media legua de distancia de la casa de Carlota; allí estoy siempre contento, y gozo cuanto el hombre puede gozar en la tierra.
»Cuando elegí a Wahlheim por límite de mis excursiones, ¿cómo hubiera yo podido figurarme que estuviese tan cerca del cielo? ¡Cuántas veces, prolongando mis largos paseos, he visto más allá del río, ora desde la cima de la montaña, ora desde lo hondo del valle, esa casa de campo que hoy es el centro de todos mis deseos!
»He hecho, mi querido Guillermo, mil reflexiones sobre el afán con que el hombre trata de extenderse fuera de sí mismo, de hacer nuevos descubrimientos y de correr sin objetivo fijo; después he meditado sobre la oculta inclinación que le hace buscarse límites y seguir el camino trillado, sin cuidarse de lo que hay a derecha o izquierda. Cuando yo vine aquí y contemplé desde la colina este hermoso valle, me atrajo hacia él un encanto inconcebible… Allá abajo, el bosquecillo… ¡Ah, si tú pudieras descansar a su sombra! Allá arriba, la cumbre de la montaña. ¡Ah, si tú pudieras contemplar desde ella este soberbio paisaje! Y estas cordilleras de colinas, y estos valles solitarios… ¡Oh, quién pudiera perderse en su seno!… Yo iba y venía sin encontrar jamás lo que buscaba. Con lo que está distante de nosotros sucede lo que con el porvenir. Un horizonte inmenso y oscuro se extiende delante de nuestro espíritu; en él, a la par que nuestras miradas, se sumergen nuestros sentimientos, y, ¡ay!, ardemos en deseos de entregarle por completo nuestro ser, soñando saborear en toda su plenitud las delicias de una sensación grande, sublime, sin igual. Pero cuando hemos corrido para llegar, cuando el allí se ha convertido en aquí, vemos que todo es como era antes; permanecemos en nuestra miseria, encerrados en el mismo círculo, y el alma suspira por la ventura que acaba de escapársele una y otra vez.
»Por eso el hombre más inquieto y vagabundo vuelve al fin los ojos hacia su patria, y halla en su lugar, en los brazos de su esposa, en medio de sus hijos, entregado a los cuidados que se impone para el bien de tan queridos seres, la dicha que en vano ha buscado por toda la tierra.
»Cuando al despuntar el día me pongo en camino para ir a mi nido de Wahlheim, y en el jardín de la casa donde me hospedo cojo yo mismo los guisantes, y me siento para quitarles las vainas al mismo tiempo que leo a Homero; cuando tomo un puchero en la cocina, corto la manteca, pongo mis legumbres al fuego y me coloco cerca para menearlas de vez en cuando, entonces comprendo perfectamente que los orgullosos amantes de Penélope puedan matar, descuartizar y asar por sí mismos los bueyes y los cerdos. No hay nada que me llene de ideas más pacíficas y verdaderas que estos rasgos de costumbres patriarcales, y, gracias al cielo, puedo emplearlos, sin que sea afectación, en mi método de vida.
»¡Cuán feliz me considero con que mi corazón sea capaz de sentir el inocente y sencillo regocijo del hombre que sirve en su mesa la col que él mismo ha cultivado, y que, además del placer de comerla, tiene otro mayor recordando en aquel instante los hermosos días que ha pasado cultivándola, la alegre mañana en que la plantó, las serenas tardes en que la regó, y el gozo con que la veía medrar de día en día.»
29
DE JUNIO
«El médico de la ciudad estuvo anteayer en casa del Juez y me halló, entre los hermanos de Carlota, echado en el suelo, donde unos gateaban sobre mí, otros me pellizcaban y yo les hacía cosquillas, formando todos juntos un ruido espantoso. El doctor, sabio maniquí que mientras se arregla los puños y una chorrera que vale por dos, juzgó mi faena indigna de un hombre de seso; lo conocí en su semblante. Sin turbarme ni mucho menos, le dejé mascullar estupendos discursos, ocupándome, entre tanto, en levantar los castillejos de naipes de los niños que éstos habían echado por tierra; él se apresuró a decir en la ciudad que los hijos del juez estaban muy mal criados, y que Werther acaba de echarlos a perder.
»Sí, querido Guillermo, no hay nada en el mundo que interese a mi corazón tanto como los niños. Cuando los observo y descubro en estos diablillos los gérmenes de todas las virtudes, de todas las facultades que algún día les serán necesarias; cuando veo en su terquedad la constancia y la entereza futuras en su travieso desenfado el buen humor y la indiferencia con que más adelante sortearán los peligros de la vida…, todo esto tan puro tan entero…, entonces repito siempre, las admirables palabras del gran maestro de los hombres: “¡Si no os hacéis semejantes a uno de ellos!” Y, sin embargo, amigo mío, nosotros tratamos como a esclavos a estas criaturas, que son nuestros iguales, y que debíamos tomar por modelos. No les concedemos voluntad propia; pero ¿la tenemos nosotros? ¿Cuál es, pues, nuestra prerrogativa? ¿Acaso consiste en la mayor edad e inteligencia? ¡Oh Dios eterno! Desde tu cielo ves niños viejos, niños jóvenes, y nada más. Hace mucho tiempo que tu Hijo nos hizo saber cuáles son los que Tú prefieres. Pero los hombres creen en Él y no le escuchan —ésta es también una añeja costumbre— y hacen a sus hijos como ellos son y…
»Adiós, Guillermo: no quiero desatinar más sobre esta materia.»
1
DE JULIO
«Mi corazón, que sufre más que el que se consume en el lecho del dolor, comprende lo útil que debe de ser Carlota para un enfermo. Ésta va a pasar ahora algunos días en la ciudad, cuidando a una excelente señora, que, al decir de los médicos, está cerca de su fin, y desea llegar al amargo trance en brazos de mi amiga. La semana pasada hicimos una visita al cura de ***, aldehuela situada en la montaña, a una legua de aquí, Carlota llevaba consigo a la mayor de sus hermanas, cuando entramos en el patio de la casa, al que daban sombra dos grandes nogales; el buen anciano estaba sentado en un escaño, delante de la puerta. Pareció reanimarse a la vista de Carlota; olvidó su nudoso bastón, y se arriesgó a salir a recibirla. Carlota corrió hacia él le obligó a sentarse, haciéndolo ella a su lado: le dio mil recuerdos de parte de su padre y besó al hijo del cura, que es un mequetrefe muy mimado y muy sucio. Si tú la hubieses visto cómo entretenía al pobre viejo, cómo alzaba la voz para hacerla penetrar en sus oídos casi embotados; cómo le hablaba de jóvenes robustos que habían muerto de repente, y de la excelencia de las aguas de Carlsbad, aprobando la intención que tenía el cura de ir a tomarlas el verano del año siguiente; cómo le manifestaba que tenía mejor semblante y un aire más animado que la última vez que se habían visto… Mientras tanto, yo ofrecí mis respetos a la mujer del sacerdote. Éste se había puesto más contento que unas pascuas, y no pudiendo yo resistir el deseo de alabar los hermosos nogales que nos daban agradabilísima sombra, emprendió, no sin algún trabajo, la tarea de contarnos su historia.
»“No sabemos —dijo— quién ha plantado el más viejo; unos dicen que fue tal cura, otros, que tal otro. El más joven tendrá cincuenta años cuando llegue octubre: es de la edad de mi mujer. Su padre, que me precedió en este curato, lo plantó una mañana, y ella vino al mundo la noche del mismo día. No podré deciros cuánto quería él este árbol; pero os diré que no lo quiero yo menos. Siendo un pobre estudiante, vine aquí por primera vez hace veintisiete años; la que hoy es mi mujer estaba haciendo media debajo del nogal, sentada sobre una viga.”
»Habiéndole preguntado Carlota por su hija, dijo que había ido con el señor Schmidt al llano a ver a los trabajadores; luego continuó su discurso, refiriéndonos cómo le habían tomado cariño en aquella casa, cómo llegó a ser vicario de su antecesor y cómo, por último, lo había reemplazado. Apenas dio punto a su relato, cuando vimos llegar por el jardín a su hija, acompañada del señor Schmidt. Saludó a Carlota con la mayor cordialidad, y debo confesar que me fue muy simpática. Es una morenita vivaracha y esbelta, capaz de hacer pasar a cualquiera en el campo una deliciosa temporada. Su novio (pues el señor Schmidt se presentó desde luego como tal) es un joven de buen aspecto, pero taciturno; en vano le incitó varias veces Carlota a que tomase parte en nuestra conversación. Lo que más me enfadó fue que creí notar en su tono que aquella tenacidad con que se oponía a comunicarse, no era hija de la falta de talento, sino del capricho y el mal humor. Por desgracia, tuve bien pronto ocasión para convencerme de ello; pues mientras Federica paseaba y charlaba con mi amiga, e incidentalmente conmigo, la cara del señor Schmidt, que era de suyo algo morena tomó un tinte sombrío, tan pronunciado, que Carlota se vio en el caso de llamarme la atención y hacerme comprender que no debía mostrarme tan galante con aquella joven. No hay nada que me disguste tanto como ver a los hombres martirizarse unos a otros, sobre todo cuando en la flor de la edad, pudiendo abrirse fácilmente los corazones a todos los deleites del contento, pierden por tonterías aquellos días hermosos, sin percatarse hasta muy tarde de que semejante prodigalidad no tiene reparación posible. Esta idea me atormentaba, y cuando al anochecer volvimos al presbiterio y nos sentamos a una mesa, donde nos sirvieron lacticinios, aprovechando la circunstancia de estar hablando sobre los placeres y penas de la vida, troné con todas mis fuerzas contra el mal humor.
»“Los hombres —dije— nos quejamos con frecuencia de que son muchos más los días malos que los buenos, y me parece que casi nunca nos quejamos con razón. Si nuestro corazón estuviera siempre dispuesto para gozar de los bienes que Dios nos dispensa cada día, tendríamos bastante fuerza para soportar los males cuando se presentan.”
»“El buen o mal humor no obedece a nuestra voluntad —exclamó la mujer del cura—. ¡Cuántas cosas hay que dependen del cuerpo!… Todo nos fastidia cuando no estamos bien.”
»Manifesté que pensaba lo mismo, y añadí:
»“Consideremos ese fastidio como una enfermedad, y veamos si hay manera de curarla.”
»“Eso es hablar razonablemente —dijo Carlota— y por mi parte, creo que podemos hacer mucho: hablo por experiencia. Cuando alguna cosa me mortifica y comienzo a ponerme triste, corro a mi jardín, me paseo tarareando algunas contradanzas, y se acabó la pena.”
»“Eso quería yo decir —repuse al instante—. Sucede con el mal humor lo que con la pereza. Hay una especie de pereza a la cual propende nuestro cuerpo, lo que no impide que trabajemos con ardor y encontremos un verdadero placer en la actividad, si conseguimos una vez hacernos superiores a esa propensión”.
»Federica estaba muy contenta: su novio me replicó que no siempre es el hombre dueño de sí mismo, y sobre todo, que no hay remedio conocido para manejar los sentimientos.
»“Aquí se trata —respondí— de una sensación desagradable, que ninguno querría experimentar, y mal podemos conocer la extensión de nuestras fuerzas si no las ponemos a prueba. Todo el que está enfermo consulta con los médicos, y nunca rechaza el tratamiento más penoso ni las medicinas más amargas, si cree recobrar la salud que desea.”
»Adivirtiendo que el buen anciano aplicaba el oído para participar en la conversación, levanté la voz, y le dirigí estas palabras:
»“Se predica contra muchos vicios; pero no sé que nadie haya predicado contra el mal humor.”
5
»“Esto toca a los párrocos de las ciudades —dijo el padre de Federica—; los aldeanos no tienen ni noticia de tal achaque. Sin embargo, no vendría mal alguna que otra vez un sermoncito: a lo mejor, seria una lección para el juez y para nuestras mujeres.”
»Todos nos reímos de este final; él mismo hizo lo propio, y tanto que rompió a toser, con lo cual quedó interrumpida la conversación por algunos minutos. Después tomó la palabra el señor Schmidt, y me dijo:
»“Habéis dado el nombre de vicio al mal humor, y me parece que eso es exagerar.”
»“De ningún modo —repliqué—, ¿cómo he de calificar una cosa que daña a nuestro prójimo y a nosotros mismos? ¿No basta con que no podamos hacernos felices los unos a los otros? ¿Es también preciso que acabáremos al placer que cada uno puede procurarse aún a sí propio? Citadme un atrabiliario que sepa disimular su mal humor y soportarlo sólo para no turbar la alegría de los que le rodean, ¿no es más bien un despecho oculto, hijo de nuestra pequeñez, un descontento de nosotros mismos loca vanidad? Vemos gente feliz que no nos debe su felicidad, y esto nos es insoportable.”