Werther (2 page)

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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

BOOK: Werther
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»También he hecho conocimiento con el juez, hombre excelente y de un carácter abierto y leal. Dicen que es delicioso verle rodeado de sus nueve hijos, y todo el mundo se hace lenguas de la hija mayor. Me ha ofrecido su casa, y un día de éstos le haré mi primera visita. Por permiso que le han concedido después de la muerte de su mujer, vive en una casa de campo, del príncipe, a legua y media de la ciudad. Ésta y la morada que en ella tenía habían llegado a serle insoportables. Por último también he encontrado aquí algunos entes en los cuales todo me parece fastidioso, y más fastidioso que nada, sus demostraciones de afecto.

»Adiós: esta carta te agradará; es historia desde el principio hasta el fin.»

22
DE MAYO

«Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos estriba en satisfacer nuestras necesidades, que éstas sólo tienden a prolongar una existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan; todo esto, Guillermo, me hace enmudecer. Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y de deseos sin formular, que de realidades y de fuerzas vivas.

»Cuantos se dedican a la enseñanza convienen en que los niños no saben darse cuenta de su voluntad; pero, por más que para mí sea una verdad inconcusa, no creerán muchos que los hombres como los niños, caminando a tientas sobre la tierra, ignorando de dónde vienen y adónde van, son poco menos que autómatas y, exactamente como los niños, se dejan gobernar con juguetes, confites y azotes.

»Te concederé desde luego (porque sé que me lo puedes objetar) que los más felices son los que no se curan del pasado ni del porvenir, los que pasean, visten y desnudan su muñeca, y los que, dando cautelosas vueltas alrededor del armario donde la madre ha encerrado las golosinas, cuando logran atrapar el manjar apetecido, lo devoran a dos carrillos y gritan: “¡Más!” Estas criaturas son envidiables. También lo son las que, encareciendo con títulos pomposos sus frívolas ocupaciones, o tal vez sus pasiones, reclaman gratitud al género humano, como si para su salud y su dicha hubieran llevado a cabo alguna empresa gigantesca. ¡Feliz el que pueda vivir de este modo! Sin embargo, el hombre humilde que comprende adónde va todo a parar; el que observa con cuánta facilidad convierte cualquiera su huerto en un paraíso, y con cuánto tesón el infeliz que gime encorvado bajo el fardo de la miseria prosigue casi exánime su camino, aspirando, como todos, a ver un minuto más la luz del sol, está tranquilo, crea un mundo, que saca de sí mismo, y también es feliz, porque es hombre. Podrá agitarse en una esfera muy limitada; pero siempre llevará en su corazón la dulce idea de la libertad y el convencimiento de que saldrá de esta prisión cuando quiera.»

26
DE MAYO

«Hace mucho tiempo que conoces mi modo de alojarme, mi costumbre de hacerme una cabaña en cualquier punto solitario donde me instalo, sin ningún género de comodidades. Pues bien, aquí he encontrado un rinconcito que me ha seducido.

»A una legua de la ciudad está la aldea de Wahlhelm
1
. Su situación al pie de una colina es muy agradable, y cuando, saliendo de la aldea, se sigue la vereda de una loma, llega a descubrirse todo el valle de una ojeada.

»Una viejecita muy servicial y de muy buen humor vende en un ventorrillo vino, cerveza y café. Lo que más me encanta son dos tilos que dan sombra con su amplio ramaje a una plazoleta que hay delante de la iglesia, rodeada de casas rústicas, de cortijos y de chozas. Conozco pocos parajes tan ocultos y tranquilos. Hago que desde mi albergue me lleven a él mi mesita y mi silla, y tomo café y leo a Homero. La primera vez que la casualidad me condujo bajo los tilos, era una hermosa siesta y encontré desierta la plaza: los aldeanos estaban en el campo. Sólo vi a un muchacho, como de cuatro años de edad, que se había sentado en el suelo, estrechando contra su pecho a otro niño de seis meses. Le tenía entre sus piernas, formando así una especie de asiento. A pesar de la vivacidad con que sus ojos miraban a todas partes, permanecía sentado y tranquilo. Este espectáculo me cautivó. Sentéme yo en un arado que había enfrente y dibujé con sumo gusto este episodio fraternal. Añadiendo los setos cercanos, la puerta de una cabaña y algunos pedazos de ruedas de carretas, todo con el desorden en que estaba; vi al cabo de una hora que había hecho un dibujo bien compuesto y lleno de interés, sin haber añadido nada de mi propia invención. Esto me aferró a mi propósito de no atenerme en adelante más que a la naturaleza. Sólo ella posee una riqueza inagotable; sólo ella forma a los grandes artistas. Mucho puede cacarearse en favor de las reglas; casi lo mismo que en alabanza de la sociedad civil. Un hombre formado según las reglas, jamás producirá nada absurdo y absolutamente malo, así como el que obre con sujeción a las leyes y a la urbanidad nunca puede ser un vecino insoportable ni un gran malvado; sin embargo, y dígase lo que se quiera, toda regla asfixia los verdaderos sentimientos y destruye la verdadera expresión de la naturaleza. “No tanto —dirás tú—; la regla no hace más que encerrarnos en justos límites; es una podadera que corta las ramas inútiles.” Amigo mío, permite que te haga una comparación. Sucede en esto lo que en el amor. Un joven se enamora de una mujer, pasa todas las horas del día a su lado, le prodiga sus caricias y sus bienes, y así le prueba sin cesar que ella es para él todo en el mundo. Llega entonces un vecino, un empleado, que le dice: “Caballerito, amar es de hombres; pero es preciso amar a lo hombre. Divide tu tiempo; dedica una parte de él al trabajo, y no consagres a tu querida más que los ratos de ocio; piensa en ti, y cuando tengas asegurado lo que necesites, no seré yo quien te prohíba hacer con lo que te sobre algún regalo a tu amada; pero no con mucha frecuencia; el día de su santo por ejemplo, o el aniversario de su nacimiento…” Si nuestro enamorado le escucha, llegará a ser un hombre útil, y hasta yo aconsejaré al príncipe que le dé algún empleo; pero ¡adiós el amor!…, ¡adiós el arte!, si él es artista. ¡Oh amigos míos! ¿Por qué el torrente del genio se desborda tan de tarde en tarde? ¿Por qué muy pocas veces hierven sus olas y hacen que vuestras almas se estremezcan de asombro? Queridos amigos: porque pueblan una y otra orilla algunos vecinos pacíficos, que tienen lindos pabelloncitos, cuadrados de tulipanes y arriates de hierbajos que serían destruidos, cosa que saben ellos muy bien, por lo cual conjuran con diques y zanjas de desagüe el peligro que los amenaza.»

27
DE MAYO

«Ahora caigo en que entregado al éxtasis, a las comparaciones y la declamación, he dado al olvido referirte hasta el fin lo que fue de los dos muchachos. Sumergido en el idealismo artístico de que en desaliñado estilo, te daba razón mi carta de ayer permanecí dos horas largas sobre el arado. Una joven, con una cesta al brazo, vino por la tarde a buscar a los pequeñuelos, y gritó desde lejos: “Felipe, eres un buen chico.” Me saludó, le devolví el saludo, me levanté, me acerqué a ella y le pregunté si era la madre de aquellas criaturas. Me contestó afirmativamente, y después de haber dado un bollo al mayor, tomó al otro en sus brazos y le besó con toda la ternura de una madre. “Había encargado a Felipe que cuidase de su hermanito —me dijo—, y yo con el mayor de mis hijos he estado en la ciudad a comprar pan blanco, azúcar y un puchero —todo esto se veía en la cesta, cuya tapa se había caído—. Quiero dar esta noche una cena a mi Juan —éste era el nombre del más pequeño—. El mayor es un aturdido que me rompió ayer el puchero, peleándose con Felipe por arrebañarlo.” Le pregunté dónde estaba el mayor, y mientras me contestaba que corriendo en el prado detrás de un par de patos, apareció dando brincos y trayendo a Felipe una varita de avellano. Seguí hablando algunos momentos con esta mujer, y supe que era hija del maestro de escuela, que su marido estaba en Suiza en busca de una herencia que le había dejado un primo. “Querían engañarle —dijo— y no contestaban a sus cartas: por eso ha ido. ¡Con tal que no le suceda nada malo! Hasta ahora no he recibido noticias suyas.” Me separé con pena de esta mujer; di un kreutzer a los niños mayores, y otro a la madre para el más pequeño, diciéndole que cuando volviese a la ciudad le comprase en mi nombre una tortita. Después de esto nos separamos. Te juro, amigo mío, que cuando no estoy en calma basta para apagar mis arrebatos la presencia de una criatura como ésta, que recorre en un abandono feliz el círculo estrecho de su vida, sin pensar en el mañana, y sin ver en la caída de las hojas de los árboles otra cosa que la proximidad del invierno.

»Desde ese día voy frecuentemente a aquel paraje. Los muchachos se han acostumbrado a verme; yo les doy azúcar cuando tomo el café, y por la tarde ellos parten conmigo su pan con manteca y su cuajada. Ningún domingo dejo de darles un kreutzer, y si no estoy en casa cuando salen de la iglesia, lo reciben de mi pupilera, a quien dejo el encargo de hacerlo.

»Son cariñosos; me cuentan toda especie de cuentos y me divierto, sobre todo, con sus pasiones y la cándida explosión de sus deseos, cuando se reúnen con otros chicos de la aldea. Mucho trabajo me ha costado convencer a la madre que no debe inquietarse con la idea de que sus hijos puedan, como ella dice, incomodar al señor.»

30
DE MAYO

«Lo que te dije el otro día sobre la pintura es aplicable a la poesía: basta con conocer lo que es bello y atreverse a expresarlo. En verdad, no se puede decir más en menos palabras. He asistido hoy a una escena que, fielmente referida, sería el mejor idilio del mundo; pero poesía, escenario, idilio…, ¿qué falta hacen? ¿Es preciso, cuando debemos interesarnos en una manifestación de la naturaleza, que se halle artísticamente combinada?

»Si después de este exordio esperas oír algo grande y sublime, te llevas un gran chasco: es pura y simplemente una joven aldeana que me ha inspirado esta irresistible simpatía… Como de costumbre, referiré mal, y, como de costumbre me encontrarás, según creo exagerado. Culpa es de Wahlheim, y siempre de Wahlheim el que suceda así.

»Se había formado una reunión bajo los tilos para tomar café. Esto no me hacía gracia, e inventé un pretexto para echarme fuera.

»Salió un joven de una casa inmediata y se puso a componer el arado donde yo había dibujado poco antes. Me agradó su aspecto y le dirigí la palabra preguntándole por su manera de vivir. Pronto nos hicimos amigos, como siempre sucede con esta clase de gente; en seguida hubo intimidad entre los dos. Me contó que servía a una viuda que le trataba a maravilla. Por lo que de esto me dijo y por los grandes elogios que hizo de ella, conocí al punto que el pobre diablo estaba enamorado. Decía que no era joven, que había sufrido mucho con el primer marido y que temblaba ante la idea de contraer segundas nupcias. Su relato hacía verse de tal modo hasta qué extremo era a sus ojos bella y encantadora, y con cuánto afán deseaba que se dignase elegirle para borrar el recuerdo de las faltas de su primer marido, que yo debería repetírtelo palabra por palabra, para darte cabal idea de la inclinación desinteresada, del amor y de la fidelidad de este hombre. Necesitaría el talento del mejor poeta para pintar, al mismo tiempo, de una manera expresiva, la animación de sus gestos, la armonía de su voz y el fuego celestial de sus miradas. No, no hay palabras que puedan reproducir la ternura que rebosaba todo su ser y su lenguaje: cuanto yo te dijera sería pálido. Llamaba particularmente mi atención verle temeroso de que yo pudiera formar injustos pensamientos sobre sus relaciones o dudase de la intachable conducta de la viuda. El placer que experimenté oyéndole hablar de su figura y de su belleza, que, sin tener el encanto de la juventud, le atraía irresistiblemente y le encadenaba, no puedo explicármelo más que con el corazón. Nunca había visto un deseo apremiante, una pasión ardiente, unidos a tanta pureza; sí, puedo decirlo; nunca había imaginado ni soñado que existiese tal pureza. No hagas burla de mí si te confieso que al recuerdo de esta inocencia y de este candor me abraso en oculto fuego, languidezco y me consumo. Ahora deseo encontrar pronto ocasión de conocerla…; mejor dicho, y pensándolo bien, deseo evitarlo. Más vale que la vea por los ojos de su amante: acaso los míos no la verían de la manera que ahora la veo, ¿y qué gano en privarme de esta hermosa imagen?»

16
DE JUNIO

«¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas; ¡tú, que te cuentas entre nuestros sabios! Debes adivinar que me encuentro bien y que…, en una palabra, he hecho una amistad que interesa a mi corazón. Yo he…, yo no sé…

»Difícil me será referirte de por sí cómo he conocido a la más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento; por lo tanto, seré mal historiador.

»¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la que aman, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo no podré decirte cuán perfecta es y por qué es perfecta; en resumen, ha esclavizado todo mi ser.

»¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta bondad con tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida real, de la vida activa!

»Cuando digo de ella no es más que una palabrería insulsa, una helada abstracción, que no puede darte ni remota idea de lo que es. Otra vez…, no quiero contártelo en seguida. Si lo dejo, no lo haré nunca, porque (dicho sea para nosotros), desde que he comenzado esta carta, tres veces he tenido ya intención de soltar la pluma, hacer ensillar mi caballo y marcharme. Y, sin embargo, esta mañana me había jurado a mí mismo no ir; así y todo, a cada momento me asomo a la ventana para ver la altura a que se encuentra el sol.

»No he podido vencerme: he ido a hacerle una visita. Heme ya de vuelta, Guillermo, estoy cenando y escribiéndote.

»Si continúo de este modo, no sabrás al fin más que al principio. Escucha, pues: procuraré sosegarme para poderte hacer una detallada relación de todo.

»Te dije últimamente que había hecho conocimiento con el juez S. y que me había invitado a visitarle en su retiro, o por mejor decir, en su reinezuelo. No me acordaba de esta visita, y acaso no la hubiera hecho nunca si la casualidad no me hubiese descubierto el tesoro escondido en este paraje solitario.

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