Werther (6 page)

Read Werther Online

Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

BOOK: Werther
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

30
DE JULIO

«Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque él fuese el mejor y más noble de los hombres, y yo me reconociera inferior bajo todos conceptos, me sería insoportable que a mi vista poseyese tantas perfecciones. ¡Poseer!… Basta, Guillermo; el novio está aquí. Es joven bueno y honrado a quien nadie puede dejar de querer. Felizmente, yo no he presenciado la llegada: me hubiera desgarrado el corazón. Es tan generoso, que ni una sola vez se ha atrevido aún a abrazar a Carlota en mi presencia. ¡Dios se lo pague! La respeta tanto, que debo quererle. Se muestra muy afectuoso conmigo, y supongo que esto es más obra de Carlota que efecto de su propia inclinación; las mujeres son muy mañosas en este punto y están en lo firme; cuando pueden hacer que dos adoradores vivan en buena inteligencia, lo que sucede pocas veces, lo hacen, y el provecho, indudablemente, es para ellas.

»Sin embargo, no puedo rehusar mi estimación a Alberto. Su exterior tranquilo forma marcadísimo contraste con mi carácter turbulento, que en vano desearía ocultar. Tiene una sensibilidad exquisita y no desconoce el tesoro que posee con Carlota. Parece poco dado al mal humor, que, como sabes es el vicio que más detesto.

»Me juzga hombre de talento, y mi amistad con Carlota, unida al vivo interés que pone en todas sus cosas, da más valor a su triunfo y la quiere cada vez más. No me meteré en averiguar si suele atormentarla a solas con tal o cual chispazo de celos; pero confieso que si yo estuviese en su lugar, no dejaría de sentirlos.

»Sea lo que quiera, la alegría que yo experimentaba al lado de Carlota se ha desvanecido. ¿Diré que esto es locura o ceguera? Pero ¿qué importa el nombre? La cosa no puede ser más clara. No sé hoy nada que no supiera antes de la llegada de Alberto; no ignoraba que no debía formar ninguna pretensión respecto a Carlota y tampoco la había formado…, quiero decir que únicamente sentía lo que es inevitable sentir al contemplar tantos hechizos, y así y todo, no sé qué me pasa al ver que el otro llega y se alza con la dama.

»Estoy que bramo, y mandaré a paseo a todo el que diga que debo resignarme, y que esto no podía suceder de otro modo… ¡Vayan al diablo los razonadores! Vago por los bosques, y cuando llego a casa de Carlota y veo a Alberto sentado junto a ella entre el follaje del jardinillo, y tengo precisión de detenerme, me vuelvo loco de atar y hago mil necedades. “En nombre del cielo —me ha dicho hoy Carlota—, os ruego que no repitáis la escena de anoche: estáis espantoso cuando os ponéis tan contento.” Te diré, para entre nosotros, que acecho todos los instantes en que él interviene; de un salto me meto entonces en su casa, y me vuelvo loco de alegría siempre que ella está sola.»

8
DE AGOSTO

«Te ruego, querido Guillermo, que te persuadas de que no pensaba en ti cuando calificaba de insoportables a los que recomiendan resignación, siempre que sucede lo que es lógico que suceda. Verdaderamente, no se me ocurría entonces que tú fueses del mismo parecer. Tienes razón en el fondo; pero escucha una palabra, amigo mío. En el mundo se sale pocas veces de un apuro con un dilema. Los sentimientos y las acciones tienen tantos matices como gradaciones hay entre una nariz aguileña y otra chata.

»No creo que te enojes si, admitiendo tu argumento en todas sus partes, procuro salvarme entre dos supuestos. “O tienes alguna esperanza respecto a Carlota —me dices— o no tienes ninguna. En el primer caso, trata de realizarla, esfuérzate para ver cumplidos tus deseos; en el segundo caso, ármate de valor y haz por librarte de una pasión funesta que te aniquilará.” Amigo mío, esto está muy bien… y se dice pronto.

»¿Puedes exigir al desdichado cuya vida se extingue poco a poco por irresistible influjo de una enfermedad lenta, puedes exigir, digo, que en un instante ponga fin a sus dolores con una puñalada? El mal que debilita sus fuerzas, ¿no le quita al mismo tiempo el valor necesario para librarse de él? Es verdad que puedes contestarme con una comparación análoga. ¿Habrá quien no prefiera cortarse un brazo a arriesgarse a perder la vida por indecisión y cobardía? No lo sé; y como no hemos de entablar una lucha de comparaciones, hago punto. Sí. Guillermo, tengo algunas veces momentos de un valor súbito y vehemente, y cuando esto sucede, me bastaría saber adónde he de ir…, para irme sin vacilar.

»
POR LA TARDE
. Me he encontrado hoy con mi diario entre las manos, del que apenas me ocupo hace tiempo, y noto con estupefacción el modo que he tenido de avanzar a sabiendas paso a paso, en este asunto, conduciéndome como un muchacho, a pesar de haber visto siempre con claridad mi situación. Hoy mismo la veo tan clara como la luz, y, sin embargo, no hay un solo síntoma de alivio.»

10
DE AGOSTO

«Si yo no fuese uno loco, podría pasarme la vida más feliz y sosegada. Pocas veces se reúnen para alegrar un corazón circunstancias tan favorables como las que me rodean. Esto afirma mi creencia de que nuestra felicidad depende de nosotros mismos. Formar parte de esta amable familia ser querido de los padres como un hijo, de los niños como un padre, y de Carlota… y de este excelente Alberto que no turba mi dicha con celos ni mal humor, que me profesa verdadera amistad y que ve en mí a la persona que más estima en el mundo después de Carlota… Guillermo, es un placer oírnos cuando vamos de paseo y hablamos de ella; nunca se ha imaginado nada tan dichoso como nuestra situación, y, sin embargo, las lágrimas algunas veces humedecen mis ojos.

»Cuando me habla de la virtuosa madre de Carlota, y me refiere que poco antes de morir dejó al cuidado de ella la casa y los niños, y al de él a Carlota; que desde entonces la joven ha revelado dotes inusitadas; que se ha vuelto una verdadera madre para la dirección de los asuntos domésticos, que todos los momentos de su vida están esmaltados por la ternura y el trabajo, sin que jamás hayan sufrido alteración su buen humor y su alegría… Yo camino junto a él, cogiendo las flores que encuentro al paso, con las cuales hago un bonito ramillete y lo arrojo al cercano río, siguiéndolo con la mirada mientras se aleja sobre las ondas mansamente. No sé si te he dicho que Alberto permanecerá en esta ciudad, y que espera de la corte, donde es muy querido, un buen empleo. Conozco pocas personas que le igualen en el orden y el apego a los negocios.»

12
DE AGOSTO

«Alberto es indudablemente, el mejor de los hombres que cobija el cielo. Ayer me pasó con él un lance peregrino. Había ido a su casa a despedirme, porque se me antojó dar un paseo a caballo por las montañas, desde donde te escribo ahora. Yendo y viniendo por su cuarto, vi sus pistolas. “Préstamelas para el viaje”, le dije. “Con mucho gusto —respondió—, si quieres tomarte el trabajo de cargarlas, aquí sólo están como un mueble de adorno.” Tomé una; él continuó: “Desde el chasco que me ha ocurrido por mi exceso de precaución, no quiero cuentas con esas armas”. Tuve curiosidad de saber esta historia, y él dijo: “Habiendo ido a pasar tres meses en el campo con un amigo, llevé un par de pistolas; estaban descargadas, yo dormía tranquilo. Una tarde lluviosa, en que no tenía nada que hacer, se me ocurrió la idea, no sé por qué, de que podían sorprendernos, hacer falta las pistolas, y… tú sabes lo que son apreciaciones. Di mis armas al criado para que las limpiase y las cargara. Jugando éste con las criadas, quiso asustarlas, y al tirar del gatillo, la chimenea, Dios sabe cómo, dio fuego, y despidiendo la baqueta que estaba en el cañón, hirió en un dedo a una pobre muchacha. Sobre consolarla tuve que pagar la cura, y desde entonces dejo siempre las pistolas vacías. ¿De qué sirve la previsión, querido amigo? El peligro no se deja ver por completo. Sin embargo…” Ya sabes cuánto quiero a este hombre; me encocoran sus sin embargo. ¿Qué regla general no tiene excepciones? Este Alberto es tan meticuloso, que, cuando cree haber dicho una cosa atrevida absoluta, casi un axioma no cesa de limitar, modificar, quitar y poner hasta que desaparece cuanto ha dicho. No fue en esta ocasión infiel a su sistema; yo acabé por no escucharle, meciéndome en un mar de sueños, con súbito movimiento, apoyé el cañón de una pistola sobre mi frente, más arriba del ojo derecho. “Aparta eso —dijo Alberto, echando mano a la pistola—. ¿Qué quieres hacer?” “No está cargada”, contesté. “¿Y qué importa? ¿Qué quieres hacer? —repitió con impaciencia—. No comprendo que haya quien pueda levantarse la tapa de los sesos. Sólo pensarlo me horroriza.” “¡Oh hombres! —exclamé— no sabréis hablar de nada sin decir: esto es una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra es mala. ¿Qué significan todos estos juicios? Para emitirlos, ¿habéis profundizado los resortes secretos de una acción? ¿Sabéis distinguir con seguridad las causas que la producen y que lógicamente debían producirla? Si tal ocurriese, no juzgaríais con tanta ligereza.” “Tú me concederás —dijo Alberto— que ciertas acciones serán siempre crímenes sea el que quiera el motivo que las produzca.” “Concedido —respondí yo, encogiéndome de hombros—. Sin embargo, advierte, amigo mío que ni eso es verdad en absoluto. Indudablemente, el robo es un crimen; pero si un hombre está a punto de morir de hambre, y con él su familia, y ese hombre por salvarla, se atreve a robar, ¿merece compasión o merece castigo? ¿Quién se atrevería a tirar la primera piedra contra el marido que en el arrebato de una cólera justa mata a su infiel esposa y al infame seductor? ¿Quién puede acusar a la sensible doncella que en un momento de voluptuoso delirio se abandona a las irresistibles delicias del amor? Hasta nuestras leyes, que son pedantes e insensibles, se dejan conmover y detienen la espada de la justicia.” “Eso es distinto —respondió Alberto—, el que sigue los impulsos de una pasión pierde la facultad de reflexionar, y se le mira como a un ebrio o un demente.” “¡Oh hombres de juicio! —exclamé sonriéndome—. ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia! ¡Todo esto es letra muerta para vosotros, impasibles moralistas! Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del que sacrifica, y dais a Dios, como el fariseo, porque no sois ni locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento, porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de beodo o insensato a todos los hombres extraordinarios que han hecho algo grande, algo que parecía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable ver que de quien piensa dar cima a cualquier acción noble generosa, inesperada, se dice con frecuencia: ‘¡Está borracho! ¡Está loco!’ ¡Vergüenza para vosotros los que sois sobrios, vergüenza para vosotros los que sois sabios!”

»“¡Siempre extravagante! —dijo Alberto—. Todo lo exageras, y esta vez llevas la humorada hasta el extremo de comparar con grandes acciones el suicidio, que es de lo que se trata, y que sólo debe mirarse como una debilidad del hombre; porque, indudablemente es más fácil morir que soportar sin tregua una vida llena de amarguras.”

»Estuve a punto de cortar la conversación: no hay nada que me ponga más fuera de mí que razonar con quien sólo responde trivialidades, cuando yo hablo con todo mi corazón. Sin embargo, me contuve porque no era la primera vez que le oía decir vulgaridades y que me sacaba de mis casillas. Le repliqué con alguna viveza: “¿A eso llamas debilidad? Te suplico que no te dejes seducir por las apariencias. ¿Te atreverías a llamar débil a un pueblo que gime bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin estalla y rompe sus cadenas? Un hombre que al ver con espanto arder su casa, siente que se multiplican sus fuerzas, y carga fácilmente con un peso que sin la excitación apenas podría levantar del suelo, un hombre que, furioso de verse insultado, acomete a sus contrarios y los vence: a estos dos hombres, ¿se los puede llamar débiles? Créeme, amigo mío: si los esfuerzos son la medida de la fuerza, ¿por qué un esfuerzo supremo ha de ser otra cosa?”

»Alberto me miró, y dijo: “No te enojes; pero esos ejemplos que citas no tienen aquí verdadera aplicación.” “Puede ser —le contesté—; no es la primera vez que califican mi lógica de palabrería. Veamos si podemos representarnos de otro modo lo que debe experimentar el hombre que se resuelve a deshacerse del peso, tan ligero para otros, de la vida, porque no raciocinaremos bien sobre ello mientras nos andemos por las ramas. La naturaleza —proseguí— tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto punto, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe. No se trata, pues, de saber si un hombre es débil o fuerte, sino de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral, sea física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre maligna.” “¡Paradoja! ¡Rara paradoja!” dijo Alberto. “No tanto como crees —respondí—. Convendrás conmigo en que llamamos enfermedad mortal a la que ataca a la naturaleza de tal modo, que sus fuerzas destruidas en parte, paralizadas, se incapacitan para reponerse y restablecer por una evolución favorable el curso ordinario de la vida… Pues bien querido amigo: apliquemos esto al espíritu. Mira al hombre en su limitada esfera, y verás cómo le aturden ciertas impresiones, cómo le esclavizan ciertas ideas, hasta que arrebatándole una pasión todo su juicio y toda su fuerza de voluntad, le arrastra a su perdición. En vano un hombre razonable y de sangre fría se compadecerá de la situación del infeliz; en vano le exhortará; es semejante al hombre sano que está junto al lecho de un enfermo, sin poderle dar la más pequeña parte de sus fuerzas.” Estas ideas parecieron a Alberto poco concretas. Le hice recordar a una joven que había encontrado ahogada hacía poco tiempo, y le conté su historia.

»“Era una criatura bondadosa, encerrada desde su infancia en el estrecho círculo de las ocupaciones domésticas, de un trabajo siempre igual, que no conocía otros placeres que los de ir algunas veces a pasearse los domingos por los contornos de la ciudad con sus compañeras, engalanada con la ropa que poco a poco había podido adquirir, o bailar una sola vez en las grandes fiestas, y charlar algunas horas con una vecina, con toda la vehemencia del más sincero interés, sobre un chisme o una disputa. El ardor de su juventud le hace experimentar deseos desconocidos, que aumentan con las lisonjas de los hombres; sus antiguos placeres llegan paso a paso a serle insípidos; al cabo encuentra a un hombre hacia el cual le empuja con incontrastable fuerza un sentimiento nuevo para ella, y fija en él todas sus esperanzas; se olvida del mundo entero, nada oye nada ve, nada ama sino a él, sólo a él; no suspira más que por él, sólo por él. No está corrompida por los frívolos placeres de una inconstante vanidad, y su deseo va derecho a su objeto: quiere ser de él; quiere, en una unión eterna, encontrar toda la dicha que le falta, gozar de todas las alegrías juntas al lado del que adora. Promesas repetidas ponen el sello a todas sus esperanzas; atrevidas caricias aumentan sus deseos y sojuzgan su alma por entero; flota en un sentimiento vago, en una idea anticipada de todas las alegrías; ha llegado al colmo de la exaltación. En fin, tiende los brazos apara abrazar todos sus deseos… y su amante la abandona. Mírala delante de un abismo, inmóvil, demente: una noche profunda le rodea; no hay horizonte, no hay consuelo, no hay esperanza: la abandona el que era su vida. No ve el inmenso mundo que tiene delante ni los numerosos amigos que podrían hacerle olvidar lo que ha perdido; se siente aislada, abandonada de todo el universo, y ciega, acongojada por el horrible martirio de su corazón, para huir de sus angustias se entrega a la muerte, que todo lo devora. Alberto, ésta es la historia de muchos. ¡Ah!…, ¿no es éste el mismo caso de una enfermedad? La naturaleza no encuentra ningún medio para salir del laberinto de fuerzas revueltas y contrarias que la agitan, y entonces es preciso morir. Infeliz del que lo sepa y diga: ‘¡Insensata!, si hubiera esperado, si hubiera dejado obrar al tiempo, la desesperación, trocada en calma, hubiera encontrado otro hombre que la consolase.’ Esto es lo mismo que decir: ‘¡Loca! ¡Morir de una fiebre! Si hubiera esperado a recobrar sus fuerzas, a que se purificasen los malos humores, a que cediera el arrebato de su sangre, todo se hubiera arreglado y todavía viviría.’”

Other books

On His Terms by Rachel Masters
Elijah: The Boss's Gift by Sam Crescent
Married in Seattle by Debbie Macomber
Winner Takes All by Erin Kern
The Immortal Game by David Shenk