XXI (13 page)

Read XXI Online

Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

BOOK: XXI
13.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Papá, ¿cómo era la cárcel?

A mi madre se le cae algo al suelo. Mi padre se detiene y deja el tenedor con un trozo de asado suspendido en el aire un momento.

—¿Por qué quieres saberlo?

—¿Hablaste alguna vez con Al Capone?

—No.

—¿Por qué?

—Nadie quería tener que ver mucho con él. Era un hombre muy rudo, te podías meter en problemas si le mirabas mal. Me mantuve muy alejado de él.

—Dicen que Vincent Clarence es sobrino de Al Capone.

—Al Capone no tenía ningún sobrino.

No conocí a mi padre hasta que tuve cinco años. Se había juntado con la gente indebida y le mandaron a la cárcel a San Francisco. Allí estuvo encerrado con Al Capone. Luego le soltaron. Siempre fue un hombre raro, distante y frío, pero no era violento, jamás levantaba la voz, ni decía nada inapropiado. Mi madre le quería mucho.

Esos días, sueño con los senos de Mary y me masturbo por primera vez.

—¿Por qué no puedo ver ninguna de tus películas?

—No son apropiadas para ti. Son de adultos.

—Pero, Mary, yo quiero verlas.

—Eres un cielo, Colin. Algún día te dejaré ver alguna.

Mary está sentada con las piernas cruzadas. Fuma un cigarrillo con filtro rosa, lo levanta con dos dedos y se lo lleva delicadamente a la boca, dejando una mancha de carmín rojo en el filtro. Me mira con sus ojos azules y no puedo quitarle la mirada de encima. Su pelo rubio es como un destello dentro de la habitación. Los carteles de sus películas cuelgan de las paredes y me miran, todos y cada uno de ellos, la cara de Mary una y otra vez sobre mí. Mary toma té, y yo, un vaso de leche.

—Mi padre conoció a Al Capone.

—¿En serio?

—Sí, estuvo en la cárcel con él.

—¿Tu padre estuvo en La Roca?

—No lo sé. Mary.

—Dime.

—El día que los chicos me pegaron, te vi desnuda, por la ventana.

—¿Y te gustó?

—Sí. Mucho. ¿No estás enfadada?

—No, me gusta que a la gente le guste mi cuerpo.

Mary echa su silla hacia atrás y pone una pierna sobre mí. Siento un bulto en mis pantalones a punto de estallar. Sus piernas son suaves, largas y muy femeninas. Tiene las uñas de los pies pintadas de rojo. Se levanta un poco la falda.

—¿Te gustan mis piernas?

—Sí.

—Algún día, te enseñaré más.

San Francisco es ruidoso y sucio. La gente se empuja por la calle y todos parecen llevar prisa. Es una ciudad inmensa y mire a donde mire siempre hay un puesto de periódicos o un policía. Mi padre me lleva a la carrera agarrado bien fuerte de la mano, recorremos varias calles y nos metemos en un bar oscuro donde la música jazz se impone a la voz de mi padre, dirigiéndose al camarero:

—¿Está Tony?

—¿Quién?

—Tony. Le llaman de Florida.

Es una contraseña. Los hombres que a mi alrededor se emborrachan en sus mesas de madera no reparan en nosotros cuando cruzamos el bar y nos metemos por una puerta del fondo en una habitación muy pequeña, iluminada solamente por una bombilla. Hay una mesa y varios hombres sentados a ella.

—Tony, perdona el retraso.

—No pasa nada, hombre. ¿Éste es tu chaval?

—Sí.

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Alfred.

—No le haga caso, siempre se está inventando nombres.

—No te preocupes, los niños son así. Escucha, pequeño, tu papá tiene que salir a hacer un recado para el tío Tony. ¿Quieres quedarte aquí con nosotros y aprender a jugar al póquer?

—¡Claro!

Mi padre y Tony se alejan de la mesa y Tony le da un sobre a mi padre.

—No me falles. Que ese cabrón lo pague.

Mi padre se marcha y a mí me traen un vaso de zumo. El ambiente de la habitación está muy cargado. El señor Tony me enseña todo lo que hay que saber del póquer y me da un cuarto de dólar para que lo apueste en la partida. Las paredes de la habitación tienen grietas, y el humo de los cigarros hace que me maree. Me doy cuenta de que hay algo en lo que no me había fijado: un cartel de película enmarcado, colgado de la pared. Es un cartel que ya he visto antes. Es Mary dentro de la cabina de un avión, un caza americano de la Segunda Guerra Mundial.

—Señor Tony, ¿conoce usted a Mary?

—Claro que conozco a Mary, he producido muchas de sus películas. ¿Cómo la conoces tú?

—Es amiga mía. Vive cerca de mi casa.

—¿Has visto alguna de sus películas?

—No, señor.

—Claro, eres muy pequeño. ¿Sabes lo que son las películas para adultos?

—No del todo.

—Son películas donde jovencitas como Mary se acuestan con hombres.

—¿Mary se acuesta con hombres?

—¡Adoro a este crío! Hijo, todas las mujeres se acuestan con hombres.

Sigo mirando el cartel de la pared hasta que la música del club se va apagando. El ruido de clientes, medio borrachos, que salen del local ahoga las risas que produce la partida de póquer, de la que ya estoy aburrido. Una de las camareras, una chica de pelo moreno y muy corto, con unos labios muy grandes, me prepara la cena. Como en silencio, en el local vacío. Entonces, la puerta de la calle se abre de par en par y mi padre entra por ella, sudando, jadeando y mirando a su alrededor. La camarera le hace un gesto con la cabeza, indicándole la habitación del póquer. Mi padre entra, no lleva su sombrero y tiene la camisa ligeramente manchada de sangre. Pero no es su sangre.

Varios años después, empiezo a trabajar en la tienda del señor Goldman, un judío hijo de puta que me tiene todo el día detrás del mostrador de pie y que siempre tiene algo supuestamente ingenioso que decir. A Vincent Clarence le metieron en la cárcel las navidades pasadas por robar en una casa y agredir a un policía que trató de detenerlo. Yo sigo visitando a Mary, prácticamente a diario. En cuanto salgo de la tienda, corro hasta su casa. Sigue igual de preciosa, los años no han pasado para ella.

Cuando me abre la puerta va vestida con una bata, que deja ver sus pechos y sus piernas suaves y firmes. Tiene un pitillo en la mano, con su filtro de dama.

—Hoy es el día, Mary. ¿Voy a poder verla?

—Así es. Lo tengo todo preparado. ¿Quieres beber algo primero?

—No, quiero verla ya.

—Pasa.

Su casa es como mi propia casa. He dormido muchas noches en su sofá, he cocinado para ella y hemos estado hablando hasta tarde en la sala de estar. Ahora la mesa de madera y las cuatro sillas han desaparecido para dejar espacio a una pantalla de proyección y a un viejo proyector. El sofá está pegado a la pared, de tal forma que es como estar en el cine. Mary coloca la película en el proyector y lo enciende. Me hace un gesto con la cabeza para que me siente y yo me siento.

—¿La vas a ver conmigo?

—Claro.

Mary se sienta a mi lado y la película comienza. He visto pocas películas en mi vida. Mary aparece en pantalla, vestida con una falda muy corta y una blusa casi transparente y habla con un hombre alto y fornido sobre unas joyas robadas. El hombre empieza a quitarle la ropa. Es la primera vez que le veo el pubis a Mary, perfectamente depilado. Cuando aparece desnuda en la pantalla, Mary agarra mi mano con suavidad y la desliza bajo su bata, entre sus piernas.

—Te has convertido en todo un hombre, Colin. A tu edad, la mayoría de los chicos ya lo han hecho.

Yo me dejo llevar. Imito al hombre de la película y acaricio el interior de sus muslos. Mary comienza a gemir en voz baja, se recuesta sobre mí y desabrocha los botones de mi pantalón. Aprieta sus labios rojos y suaves en torno a mi miembro y siento una tremenda sacudida cuando empieza a chuparla con fuerza. Me lanzo sobre ella y empiezo a pasar mis labios por sus pechos, tal como había imaginado el día que Vincent Clarence y su banda me pegaron. Empezamos a hacer el amor en el sofá y después acabamos en el suelo. La película termina y le pido que ponga otra. Y después otra. Vemos todas sus películas y hacemos todo lo que aparece en ellas. Y cuando ya estamos exhaustos, me dice al oído:

—Es la primera vez que me acuesto con un hombre por amor.

3

Trent dice que le dan miedo los americanos. Charlie se ríe en su cara y escupe en el suelo. Yo no digo nada, sonrío un poco, forzado, para seguirles el rollo. Charlie dice que le da miedo el mundo. Y las bromas. Que una broma puede terminar en algo más serio. Yo me seco la frente con un pañuelo de tela doblado, barato, de color azul espantoso. Hace un calor de demonios. Charlie dice que Dios es americano. Y Trent, que no oculta que es polaco, le manda a tomar por culo.

—¿Has oído eso? —me dice—. Este hijo de puta se cree que bromeo. ¡Vete a tomar por culo de una vez, aún me debes las apuestas del mes pasado! Si mañana no tienes la pasta me follaré a tu hermana.

—Oye, Charlie…

—¡Que te jodan! Y dile a tu hermana que vaya abriendo el culo.

Espero hasta que Trent se ha ido y entonces espero un poco más, porque a Charlie no le gusta que le desvíen del hilo de pensamientos, por maníaco y retorcido que sea, que tiene con la hermana de Trent. Con cualquiera de las hermanas de Trent.

—Charlie. Necesito la pasta.

—Te pago los veinte que te debía del otro día y ya está.

—Con eso no tengo ni para empezar. Debo casi quinientos y con el de esta noche podría ganarlos. Hazme el favor.

—No puede ser. Ya has pasado de los cuarenta, eres viejo para esto.

—No soy ningún viejo.

—En este mundo, sí lo eres. Te has ido dejando, no puedes dejar K.O. a nadie. Vete a dormir un poco.

Charlie no me va a ayudar. El gimnasio está a rebosar de niños pijos con cuerpos esculturales dispuestos a dejarse noquear por quinientos pavos. Incluso por menos. No subo a un ring desde hace dos años y me prometí no volver a hacerlo. Pero necesito el dinero.

Imagina que no puedes cumplir ni las promesas que te haces a ti mismo.

La calle es una jungla de asfalto. Tengo una sensación extraña al salir del gimnasio. A medio camino hacia el semáforo me doy cuenta de que Charlie ni siquiera me ha pagado los veinte que me debía. Mi coche hace un ruido extraño cuando arranco. Un ruido de trescientos dólares, por lo menos. Me miro en el retrovisor y veo que tengo papada. Tengo que meter barriga para entrar en el asiento.

Cuando llego a casa algo no va bien. Encuentro una carta en el buzón con un membrete dorado. Si no pago pronto la factura del nicho de mis padres, tendrán que transportar los restos a otro lugar. Rompo en dos la carta. Me la sudan mis padres.

Llevo varios días sin dormir sobreviviendo a base de cocaína y tranquilizantes. Entro a mi casa y me encuentro a un gorila de dos metros husmeando en la nevera y a un tipo pequeño en el sofá, vestido con traje blanco. El gorila gira su enorme cabeza hacia mí:

—Vaya, si es el señor Wallace. No pensé encontrarte hoy aquí —dice el tipo sentado en el sofá.

—Hola, Chamán. ¿A qué debo el placer? —digo.

—Sabemos que no te llamas Wallace y que nos la metiste doblada con el trapicheo de las drogas del puerto. Me debes los doscientos que te fie y seiscientos que perdí aquella noche. En total ochocientos dólares, más los intereses. Así que si me das mil dólares ahora mismo, olvidaremos este feo asunto.

—Estás mal de la cabeza, yo no tengo mil dólares.

—Ése es tu problema.

El gorila se abre paso hasta mí y me agarra por las solapas de la camisa. Le apesta el aliento a mierda pura. Es más feo de cerca de lo que me esperaba. Imagina estar suspendido en el aire por una mezcla entre hombre mono y marsupial. Esto podría sacar de quicio a cualquiera. Hoy me siento un poco decaído y es porque no he tomado una sola pastilla desde el desayuno. Mientras el gorila me zarandea pienso que me muero por un Valium o por algo más fuerte, Lorazepam con un chorro de whisky. Pienso en qué llevará la petaca del Chamán. El gorila levanta el brazo y me golpea directamente en la cara, me caigo al suelo sangrando y la moqueta hace que la caída apenas sea dolorosa. El gorila me levanta, pero me quedo a medio camino, de rodillas, sonriendo mientras escupo sangre.

—Y ahora —dice el Chamán— dame mis mil dólares.

—No los tengo.

—¿Cómo te llamas de verdad?

—Beltrand.

El gorila me larga otro puñetazo.

—Perdón, perdón. Me llamo Gabriel.

—Este tipo no aprende.

El gorila vuelve a pegarme y yo escupo sangre.

—Me llamo Tim. Me llamo Kurt. Me llamo Dylan.

Imagina que sacas una pistola que llevabas escondida en los pantalones, con el metal frío y grasiento rozándote el culo. Sacas esa pistola semiautomática y la aprietas directamente contra la sien izquierda del gorila, que se queda estupefacto unos segundos y te mira con los ojos desorbitados, sabiendo que le queda un pelo del culo para acabar bajo tierra. Imagina que te pones en pie, poco a poco, sin apartar la pistola de la cabeza del gorila.

—Me llamo Sigfrid.

—Estás loco.

Puede ser. Tengo una pistola, insomnio y debo miles de dólares.

—No voy a pagarte nada.

El gorila trata de quitarme la pistola, pero le encajo una bala en el pecho antes de que pueda ni siquiera pestañear. El Chamán echa mano a su chaqueta y le disparo en toda la pierna.

—¿Dónde quieres que te abra otro agujero?

—Por favor…

—No estoy para súplicas hoy. ¿Tienes algo para mí?

—¿Qué?

—Algo. Una pastilla. Algo de droga. O algo para fumar.

—Tengo un par de gramos en mi chaqueta.

—¿En qué lado?

—¿Cómo?

—¿En qué lado de la chaqueta están los gramos?

—En éste. —Se señala el lado derecho.

—Vale. Por cierto, me llamo Ethan. Me llamo Don.

Un golpe de suerte. Pero en vez de venderlo y tratar de cubrir mis deudas me voy al baño corriendo, tratando de quitarme la camisa a causa del calor. Y me siento en la taza del váter, sólo que está levantada y se me mojan los pantalones, así que me los bajo y siento el culo frío. Saco la cocaína y me la meto por la nariz aspirando de golpe. Y el golpe es sutil, porque está muy floja, pero es algo relajante y excitante a la vez. Y frente a mí, tengo el espejo del baño, en el que me veo sentado en el retrete con tres o cuatro gramos de cocaína, con los pantalones bajados y la barriga colgándome. Igual que la polla. Me cuelga inerte. Así que me la meneo un poco, pero no consigo que se me ponga dura, por lo que dejo de darle y decido cagar. Y me meto otra raya, que me sienta como un tiro. Y hablando de tiros, la pistola está sobre el lavabo, a punto de caerse. Pero no me levanto a recogerla, trato de limpiarme el culo pero me siento perezoso, así que imagina que dejas la cocaína en el suelo y te la meneas un poco más.

Other books

Elisabeth Kidd by A Hero for Antonia
The Rasputin File by Edvard Radzinsky
Her Lucky Love by Ryan, Carrie Ann
They Met in Zanzibar by Kathryn Blair
The Seven Gifts by John Mellor
A Faraway Island by Annika Thor
Close Your Eyes by Ellen Wolf
Uncovering Annabelle by N. J. Walters