Su padre siempre se lo había dicho, era un marica, no tenía cojones para nada. A los ocho años ni siquiera pudo dispararle al perro. Eso pensaba en la cama, en lo del perro. Su padre le dejó su pistola y le dijo que el perro estaba enfermo, que lo matase. Que no se iba a gastar una fortuna en el veterinario.
—Cuando te lo regalamos, te lo advertimos —dijo su padre—. Es tu perro, es responsabilidad tuya. Así que dispárale.
—Papá, no quiero matar a
Mr. Peeves
.
—Eres un marica. —Le soltó un bofetón—. ¿He criado a un hijo marica? ¡Dispara al perro!
Y cuando el arma le temblaba en la mano, apareció su madre. Su madre siempre aparecía en el último momento, salvándolo de su padre. Le quitó el arma de las manos y la tiró al suelo, le cogió en brazos y miró a su padre.
—Estás enfermo —le dijo.
Y su padre no respondió. Mientras los dos caminaban hacia la casa oyeron el disparo.
Estaba recordando eso cuando la puerta de la calle se abrió de golpe y su madre pegó un grito. Era la voz de su padre, gritando y soltando tacos. Oyó golpes y decidió levantarse de la cama, agarrando fuertemente su peluche. Abrió la puerta de su habitación y lo vio: su padre estaba de pie y su madre encogida en el suelo, un chorro de sangre le goteaba de la boca. Su padre bebía de una botella. Tenía la pistola en la mano.
El niño recordó las navidades anteriores. Su padre entró vestido de Papá Noel en el salón y le trajo un paquete envuelto en papel azul.
—¿Eres el verdadero Papá Noel?
—Claro que sí.
—¿Y por qué has venido aquí?
—Para traerte tu regalo.
—Pero ¿y los demás niños?
—Los demás niños también tendrán regalos.
—¿Y cómo se los vas a dar si estás aquí?
—¡Y yo qué cojones sé! ¿Quieres abrir el puto regalo?
Así que su padre se quitó la barba y se sentó en el sofá. Su madre le ayudó a abrir el regalo y le dio un beso en la mejilla. Después le dijo que irían a la cocina a preparar galletas. Miró a su padre y le dijo:
—No tienes corazón.
Ahora su madre intentaba arrastrarse por el suelo. No estaba seguro de si podía verle, con la puerta entreabierta. Su madre miraba al vacío, con la cara llena de sangre, llorando, y las manos extendidas, intentado agarrar la pistola. Su padre se puso encima de ella y se bajó los pantalones. Después se los bajó a ella. Él no sabía lo que estaba pasando porque era muy pequeño, pero sabía que esas cosas no tenía que mirarlas. Así que bajó la mirada. Miró su pantalón, estaba empapado porque se había meado encima. Oyó gritar a su madre y a su padre que la insultaba. Luego, de pronto, escuchó un último golpe, seco y muy fuerte. Algo golpeando contra el suelo. Y se atrevió a mirar de nuevo.
—¿Mamá?
Vio a su madre tendida en el suelo, con la cabeza inerte sobre un enorme charco de sangre y los pantalones bajados. Su padre cogió la botella y se fue a la cocina. Y él salió de su habitación y se dirigió hacia su madre. Se sentó al lado de ella y trató de despertarla. Se manchó las manos de sangre. La cara de su madre ya no parecía su cara. El charco de sangre era enorme, tanto que casi llegaba a la puerta de su habitación. Su madre no se movía y sabía que no se iba a volver a mover. Por algún motivo, lo sabía.
Cogió la pistola de su padre. Él no era un cobarde. No lo era. Su padre volvió de la cocina, tambaleándose y sosteniendo en la mano una botella casi vacía. Miró al niño con expresión de sorpresa. Luego miró el cuerpo de la madre. Y después la pistola que el niño tenía en las manos. Y eso fue lo último que vio.
Se mira en el espejo.
Es difícil mirarse a uno mismo.
Usa un cuchillo para afeitarse, con rapidez, casi sin mirar, no se corta ni una sola vez, limpia la hoja, se seca la cara con una toalla y se vuelve a guardar el cuchillo. Mirarse a uno mismo. Casi no puedes estar seguro de que ése seas tú, pero no tienes manera de comprobarlo. Coge su cuchillo y graba palabras en las rocas. Tal vez alguien, dentro de miles de años, pueda leerlo y enterarse de que antes los días eran cálidos y soleados y la lluvia era fresca y el mundo era hermoso.
Un amigo. Una vela encendida. Mientras recoge sus cosas, envuelve en pequeños paquetes de papel lo que le queda de comida, enciende la radio. Por instinto. Por costumbre. No porque tenga que hacerlo. Pero, a veces, es agradable escuchar a Fox. A veces Fox parece un salvador, y otras, parece un asesino. Pero de todos modos, es la única voz que ha oído durante años, aparte de la suya propia. Claro que esa voz no es real, o al menos él no la percibe como tal. Hasta donde sabe, Fox podría ser una invención, una grabación programada para alentar a los supervivientes a seguir con su vida.
Hasta donde sabe, Fox podría ser Dios.
Así que enciende la radio. Y escucha a Dios hablando a través de las ondas invisibles del aire. Y comprende que el futuro no es más que una prueba. En el instante mismo en que la voz de Fox empieza con su discurso, comprende que el futuro es tan descorazonador porque las pruebas son difíciles. Porque no todos somos capaces de superarlas. Fox dice:
Buenos días, supervivientes. ¡Podéis decirlo bien alto, gritarlo y sentirlo eternamente: supervivientes! Eso es lo que sois, los seres humanos más poderosos de la tierra. Sois mucho más ricos e inteligentes que todas las personas que conocisteis. ¿Por qué? Porque seguís con vida.
Hoy lanzo un ultimátum. Ayer sufrí un atentado contra mi vida. Fui víctima de seres cobardes, pretenciosos y desagradecidos que ahora alimentan la tierra estéril. Hoy desafío a todos los supervivientes. Quien quiera venganza que venga a por mí. Me encuentro en la embajada americana de Igoli, la ciudad de oro, antigua Johannesburgo. Dispongo de comida, suministros y medicamentos. Si alguien quiere desafiarme o si alguien quiere unirse a mí y vivir en este paraíso, sois todos bienvenidos. Os espero, supervivientes, en África.
Y se queda mudo durante horas con la pistola medio desmontada en la mano, el cargador en la otra, sentado sobre una roca con los fardos de comida ordenados en el suelo. Mira al vacío, sus ojos son inexpresivos, ausentes. Fox ha dicho que vayan a verle a África. Allí donde hace cientos de miles de años surgió la vida. Es justo: la vida acabando donde empezó. Parpadea un instante. Un minúsculo y rápido parpadeo. Apaga la radio. Así que Fox quiere conocer a los supervivientes. A los que claman venganza y a los que están agradecidos. Se pregunta qué tipo de superviviente es él. Indiferente sería la mejor manera de llamarlo. Él piensa que el futuro tenía que llegar de una forma u otra.
Decide despedirse de Londres para encaminarse a África. A responder la llamada de Fox. Pero los víveres son un problema, pues con la comida de que dispone ahora mismo no podría llegar muy lejos. Hay que calcular la ruta, preparar el equipaje, encontrar a la persona que deja las velas.
—¿Dónde estás?
Se inclina y observa la última vela que ha encontrado, cerca de un estanque seco. Una vela roja, aún encendida y casi sin consumir. Siempre va un paso por detrás y por muchas pistas que deje o por mucho que grite nadie responde a sus llamadas. Sin embargo, todos los días siguen apareciendo velas. Hay alguien en la ciudad, y sabe que no está solo. Pero se esconde. Tal vez por miedo, o por precaución. O porque es alguien a quien temer.
—¿Dónde te escondes? ¡Háblame! ¿Dónde estás?
Tira la vela contra uno de los edificios y cae de rodillas al pavimento. Si alguien le deja esas velas, si no son producto de su imaginación, entonces es que alguien juega con él, con su soledad y con su vida. Y muy probablemente, ese alguien es más poderoso que él. Probablemente, ese alguien sea alguien de quien tener miedo. Como su padre. Y todavía aparece otra vela. Ha perdido la cuenta de todas las que ha recogido, de las que ha tirado, de las que simplemente ha ignorado. Pero son como una locura, algo que le quita el sueño. Hay velas por todas partes.
La única forma en que se puede cruzar el mar es por el túnel que une la isla de Inglaterra con el continente europeo, el camino es largo y se debe realizar en la más absoluta oscuridad. Después, desde el final del túnel hasta África tardará mucho más y deberá cruzar el mar de nuevo. En total, el viaje puede durar medio año. Tal vez más. Necesita una gran cantidad de comida, y reservas de agua. Es casi imposible realizar el viaje a pie, pero también es imposible encontrar un vehículo que funcione. Aunque encontrase alguno, no hay gasolina.
La cacería, las preparaciones, encontrar suministros, llenar botellas de agua, ir recogiendo las velas que se encuentra en el camino… todo eso le hace recuperar un poco la emoción de vivir. Sigue encontrando más y más velas.
—¿Dónde estás? ¿Me oyes? Tienes que salir, porque me voy a ir. Te vas a quedar solo. ¡Te vas a quedar solo! Me llamo Nate. ¿Me oyes? Me llamo Nate. Quiero conocerte.
Se ríe y añade:
—Y tú, ¿no tienes nombre? ¿O eres sólo una maldita vela? ¡Joder! Dime tu maldito nombre, ¡sal de una vez!
Y los días empiezan a parecerse a fotocopias, velas, comida, cálculos en kilómetros, en días, en meses. Velas por todas partes, dos o tres diarias. Y no llevan a ninguna parte, vuelven sobre sus pasos, viajan en círculos, aleatoriamente. Nate. Se llama Nate. Tiene el pelo largo, no lleva barba, los ojos profundos. La piel blanca. Y tiene cáncer. Como todos los supervivientes, es el precio a pagar por ser libre. Y está solo. Pero eso no es parte del futuro, ése es su destino. Siempre ha estado solo. Las velas no llevan a ninguna parte, dan vueltas en círculos, aparecen aleatoriamente. A veces está haciendo algo, cazando o lo que sea, se da la vuelta y allí hay otra vela. Por las noches, cuando la lluvia no deja moverse a nada vivo, ve las débiles llamas de las velas, aguantar la tempestad de fuego mientras sigue escribiendo en la pared de la cueva. Velas. Fuego. Como si fuesen faros, a lo mejor las velas simplemente están allí para que no se sienta solo. No, tiene que haber alguien. Hay alguien que enciende esas velas para que no se sienta solo.
Un amigo en la soledad.
El edificio está tan afectado por la lluvia que apenas se tiene en pie. Alguna vez, hace años, aquí vivía gente. A lo mejor era gente buena, con sueños e ilusiones. Con miedos. Pero seguro que no le tenían miedo al futuro. Nadie le tenía miedo al futuro. El futuro era lo único que nos quedaba. Registra la casa de arriba abajo, en busca de medicinas que llevarse para el viaje. Hay dos habitaciones, una con una cama de matrimonio y la otra con una cama pequeña. Juguetes tirados por el suelo, libros infantiles. En el salón hay un sofá que casi no soporta el peso de Nate al sentarse. Al lado de la lámpara, donde un viejo teléfono roto acumula polvo, hay un cuaderno. Nate lo abre y lee la última página. La fecha es de hace diez años:
Cariño, volvemos enseguida, he ido con Susie a comprar leche y huevos. Quiere que hagamos tortitas. Cuando te despiertes llámame. Eres preciosa.
Te queremos.
Vida. En esa casa hubo vida. Hubo un televisor frente al sofá, y seguramente hubo un perro. Una niña y un matrimonio joven. Nate se pregunta si la pequeña Susie y su padre llegaron a preparar las tortitas. A qué sabían, si llevaban mucha miel o caramelo. La cocina está intocable, ni siquiera la lluvia la ha estropeado lo suficiente. Londres se ha convertido en un pueblo fantasma. La vida se ha convertido en un fantasma. En uno de los armarios de la casa, Nate encuentra una vieja bicicleta. Vieja, pero todavía funciona. Puede ser el vehículo perfecto para el viaje. La deja a un lado, en el salón, y vuelve a sentarse. Finge ser parte de la casa. Parte de la familia. Se imagina a sí mismo como el tío Nate, sentado en el sofá, viendo una película tranquilamente en su casa. La familia ha salido, a comprar huevos y leche. Volverán pronto y todos se pondrán a cocinar. Hoy le toca fregar a él. Mirando al televisor inexistente dice:
—Esta película es muy buena.
Se imagina al perro, yendo hacia él con una pelota en la boca, para que se la arroje. Una cerveza en la mano. El aire acondicionado puesto. Y fuera hace sol. El futuro no da miedo. Nada da miedo. En la habitación de matrimonio hay un cinturón de cuero. Tirado en el suelo, como por casualidad. Sólo que la hebilla da la vuelta, como formando una horca. Un nudo. Asfixia. Mira por la ventana y ve la llama de una vela, resplandeciente entre la neblina. Abandona la habitación y coge la bicicleta del salón, pero antes de salir vuelve a abrir el cuaderno y coge el bolígrafo que hay cerca, esperando que funcione. Escribe:
4Familia, volveré pronto, me voy a África.
Os quiero,
Nate
Cuando perdía el conocimiento, no podía ver ni oír ni pensar en nada. Era como convertirse en un ordenador apagado. No existía el mundo. Al principio la sensación era algo desagradable, pero aun así tenía una erección. Todos la tenían. Después se desmayaban.
Para Nate, aquello era como visitar la muerte, saludarla y después volver por el mismo camino. Sus amigos tenían que ayudarle a deshacer el nudo y a descolgarle del perchero. Pero cuando volvía a la realidad, se había quitado un peso de encima. Era como irse con todos sus problemas a través de un túnel y volver al mundo sin ellos.
El juego de asfixia era lo mejor del instituto.
Entre las clases no se podía jugar porque los profesores estaban muy atentos. Hacía un par de meses un chico de segundo curso había estado a punto de morir y desde entonces los profesores habían llamado la atención a los padres de que el juego se estaba extendiendo. La mayoría de los chicos jugaban, o habían jugado alguna vez, y muchas chicas también. Para las chicas era más placentero, decían que tenían un orgasmo. Algunos chicos de la clase de Nate aprovechaban para meterles mano y hacerles fotos mientras estaban inconscientes.
Los profesores habían reunido a todos los padres y les explicaron que el juego había llegado a los chicos a través de revistas y programas de televisión y que consistía en colgarse del cuello con un cinturón o algo similar hasta provocar el desmayo por asfixia. Eso proporcionaba una sensación de placer sexual comparable a tomar drogas.
Los chicos jugaban en grupo para que los amigos pudiesen ayudarse en caso de emergencia. Nate llevaba jugando desde antes de que se pusiera de moda y creía que era la mejor experiencia que un chico de instituto podía tener. No podían estar colgados más de un minuto desde que se desmayaban, porque era muy peligroso. Pero ese minuto merecía la pena. Ese minuto era lo mejor en su vida.