A Nate le adoptó un matrimonio muy simpático que no había podido tener hijos. Habían pasado casi diez años desde que mató a su padre. En clase nadie lo sabía.
El pasado que se había inventado le hacía feliz.
—Los profesores dicen que seguís jugando a esa mierda —le dijo un día, durante el desayuno, su padre adoptivo.
—No sé a qué te refieres.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero, Nate. Estáis haciendo eso de asfixiaros.
—Te digo que no sé de qué me hablas.
—Tu madre ha encontrado tu cinturón atado a la lámpara de tu cuarto. ¿Me vas a decir que no sabes de lo que te estoy hablando? ¿También haces eso en casa?
—No, no lo hago.
—¿Y qué hacía tu cinturón ahí arriba, Nate?
—No te preocupes por mí, lo tengo controlado.
—Es peligroso, Nate. Ahora mismo me vas a dar tu cinturón.
Pero había más formas de asfixiarse. Usaría una bufanda. Y podía seguir jugando durante el recreo. La clase de anatomía era como un almacén, toda la mierda que sobraba de otras clases iba a parar allí. Se reunían unos cuantos chicos y chicas y se asfixiaban por turnos y luego fumaban hierba.
Un día se le acercó Dahlia y le preguntó:
—¿Puedo unirme a vosotros?
Nate sabía que se refería al juego de asfixia.
—¿Cómo?
—Que si puedo unirme a vosotros hoy, en el recreo.
Dahlia tenía el pelo largo y rubio y los ojos azules. Era una chica guapa, pero muy rara. Pertenecía a un grupo distinto al de Nate y no se habían hablado nunca, aunque iban a la misma clase. Era una chica muy callada, tenía aspecto de estar enferma, y siempre vestía de negro y con botas militares. No se parecía en nada a las otras chicas y aunque eso a Nate le gustaba nunca se había molestado en hablarle. Y no sabía que le gustaba el juego de asfixia.
—¿Estás segura? ¿Has jugado alguna vez?
—La verdad es que no. Pero me encantaría probar.
¿Y si era una trampa de los profesores? Dahlia nunca había jugado con ellos. Claro que también se le pasó por la cabeza que podía meterle mano mientras ella deliraba. Tenía comprobado que las chicas se ponían muy cachondas antes de desmayarse, pero no quería jugársela. No quería echar a perder su minuto de placer. Su minuto al otro lado.
—Oye, Dahlia, es algo peligroso y no creo que debas probarlo.
—Pero me apetece hacerlo, no le diré nada a nadie.
—Mira, es mejor que no. Hazme caso, te conviene.
—Pero…
—Nos vemos.
La frágil Dahlia. Siempre había sido la chica marginada, la que se quedaba al fondo de la clase dibujando y escribiendo poesías que luego nadie leía. Nate no quería que sus amigos abusasen de ella mientras jugaba con ellos y tampoco quería hacerlo él. Había algo trágico en ella. Parecía más pequeña de lo que realmente era y no tenía amigos en el instituto. La delicada Dahlia no estaba hecha para algo tan brutal.
Se le iba la cabeza, todo daba vueltas. Era el minuto perfecto. Le dolía el cuello, pero ya estaba hecho a ese dolor, escuchaba las risas de sus amigos, lejanas, en la clase de anatomía. Los ojos se le caían por su propio peso y entonces su cerebro se disparaba, podía ser consciente de todo, durante unos segundos. Era consciente de su situación en el mundo, podía ver su pasado, su presente y su futuro con claridad, como si todo fuese una película. Después de rememorar una y otra vez la peor noche de su vida, Nate veía a su madre viva y sonriente, le sostenía en brazos, como cuando era un bebé, le besaba la cara y le mecía suavemente hasta quedarse dormido. Todo era blanco y perfecto. Y ahí terminaba todo.
Después, volvía hacia atrás. Era como desandar un camino que conoces de memoria. Volvía a verlo todo gris y rojo, veía a su madre tumbada en el suelo, con los pantalones bajados y la cabeza machacada. Veía a su padre regresar de la cocina, con la botella en la mano. Y se veía así mismo, tumbado junto al cadáver de su madre. Todo esto lo veía desde la puerta de la habitación, como si nunca hubiera salido de ella. Y el ruido del disparo le devolvía a la realidad. Volvía a estar en la clase de anatomía, con el cinturón o la bufanda alrededor del cuello, colgado del perchero. Poco a poco volvía a ver a sus amigos. Le bajaban al suelo y todo era como antes.
—Dahlia quería jugar —dijo Nate.
—¿Quién?
—Dahlia, la chica rara de mi clase.
—¡Ah! ¡No me jodas! Con esa aquí seguro que nos pillan.
—Creo que sólo quiere integrarse.
—Bueno, a mí me da lo mismo. La próxima vez dile que venga, si quiere. Ahora me toca a mí.
Otro turno, las mismas reglas. Nate miraba por la ventana a la delicada Dahlia, que caminaba con gracia, sin mirar hacia ninguna parte. Había algo en su figura, en su pelo, en la ropa negra… algo que definitivamente le atraía. Pensaba que podría pasarse la vida mirándola caminar. Era como una flor, delicada y desvalida, y Nate se sentía empujado a abrazarla y protegerla.
Un golpe brusco devolvió a Nate a la realidad. Su amigo había terminado el viaje demasiado pronto y ahora se sentía desorientado, con el cinturón alrededor del cuello, pataleaba y trataba de respirar. A veces ocurría. Regresas demasiado rápido a la conciencia y luchas por vivir, por no asfixiarte. No eres tú, es tu cerebro el que mueve tu cuerpo al sentir que estás en peligro. Nate y sus amigos redujeron al jugador y alguien le quitó el cinturón, con mucho cuidado. Después de unos segundos, todo volvió a la normalidad.
—En buena os habéis metido.
Todos miraron instintivamente hacia la puerta, a la figura opaca que se mostraba ante ellos como una aparición. Y menuda aparición, era el director del instituto, el señor Kaplinos, un hombre calvo y de mirada hueca que se masturbaba a todas horas en su despacho. Nate tragó saliva una vez, y después volvió a mirar hacia la ventana, un instante. Aún veía a Dahlia, sentada en un banco, con las piernas cruzadas y escribiendo algo en un cuaderno. Tenía los ojos tan azules que parecían faros desde el otro lado del instituto. Una mano cogió a Nate de la solapa de la chaqueta y le sacó de la sala de anatomía.
A Nate y sus amigos les expulsaron dos días. Al chico que estaba jugando en el momento en que les pillaron le expulsaron una semana. La junta de padres había decidido que la expulsión definitiva no era un método eficaz para impedir que los chicos jugasen al juego. Sus padres adoptivos tampoco dijeron gran cosa, no hablaron con él en toda la noche, ni en los días siguientes. Se limitaron a sacar de su habitación todo lo que pudiese servir para ahorcarse y le dejaron solo.
La mente de Nate era algo retorcido. Había puertas entreabiertas detrás de las que se escondían secretos, fantasías, bajezas y miedos. Cada vez que veía a Dahlia por el instituto, sus pensamientos se dividían: una parte de él sentía la necesidad de cuidar de ella, protegerla. La otra parte quería verla jugar, meterle la mano entre las piernas y abusar de ella. Sólo de pensarlo, la polla se le ponía dura. Nate sabía que había algo retorcido dentro de él. Había matado a su padre. Había visto cómo violaba y mataba a su madre. Y no quería que la delicada Dahlia formase parte de todo eso.
«En el futuro, la lluvia quema»
, escribe en la pared de la caverna.
—Nuestra generación tenía esperanza en el mañana, en su dominio del mundo. Creíamos en el control, en el poder del dinero y en la suerte. Creíamos en que el mundo era nuestro. El futuro era partícipe de nuestra voluntad. Todo el odio acumulado por vivir según las condiciones de nuestro cerebro nos hizo estallar en llamas. Jodimos nuestro propio mundo. Pero teníamos un motivo.
«El mundo se merecía la destrucción», escribe en la pared.
A lo lejos, tras las gotas de lluvia ácida, la llama de una de las velas todavía aguanta. Nate se pregunta a sí mismo cómo ha llegado hasta allí. Piensa en Dahlia, en el instituto y en el juego de asfixia. Piensa en la voz de Fox y en el tiempo que ha pasado desde que la escuchó por última vez. Piensa en el mundo en el que vivía antes y en el mundo en que vive ahora. Y se pregunta en qué momento empezó todo. Cuando sonaron las primeras explosiones. Qué sintió. Y qué sintió el resto del mundo. Se pregunta si todo tiene algún sentido.
Y no tiene respuesta para ninguna de esas preguntas.
La bicicleta que ha encontrado es vieja, pero espera que pueda aguantar lo suficiente como para llegar a Europa. El túnel aún tiene que estar en perfectas condiciones y es probable que haya gente viviendo en su oscuridad. Posiblemente, caníbales. Lleva el arma con suficientes balas como para sobrevivir por su cuenta. Nate se sienta en el suelo, al lado de la bicicleta, y medita las posibilidades reales de que él sea el último ser humano. La bicicleta, la carretilla, los paquetes de comida y agua, el camino, la lluvia, las malditas velas… Todo parece no llevar a ninguna parte. A lo mejor todo tenía que terminar así. Si Fox no hubiese encendido la mecha, otro lo habría hecho.
Nate se siente sin fuerzas de seguir preparando el viaje y se queda sentado, tirado en el suelo mirando al vacío. La primera gota de lluvia ácida cae en su mano y le quema, ligeramente, con un escozor que le deja la zona enrojecida. Nate mira hacia el cielo, que es de color verde oscuro, y se pregunta por qué llueve. Antes, el agua que caía del cielo era dulce. Abre la boca y varias gotas le queman la lengua. A lo mejor todo fue culpa de Dahlia. A lo mejor él no tendría que estar vivo y camino de África.
A lo mejor ha llegado el momento de olvidar.
Dahlia llevaba los ojos pintados de negro. Vestía una chaqueta de cuero negra, una camiseta rota y una falda. Nate no podía apartar los ojos de ella.
—A mí me gusta tu nombre.
—Ya, es lo único que me gusta de mí misma.
—A mí me pareces preciosa. Tu mirada tiene algo que me gusta.
Estaban sentados en su cama y Nate se sentía un poco confuso.
—A veces pienso que todo lo que hago es una estupidez.
—¿Como jugar a ahogarse?
—Se llama juego de asfixia.
—¿Y por qué juegas?
—Es como flotar lejos de ti. Lo ves todo de una manera muy diferente, como desde lejos, desde detrás de un cristal. Nada te importa. Puedes volver a revivir los mejores momentos de tu pasado como si estuvieras allí de nuevo.
—¿Qué te gustaría revivir de tu pasado?
—A mi madre.
—¿Murió?
—Sí.
—Lo siento.
Dahlia se recostó un poco en la cama, con una mano sobre su vientre. Nate había visto alguna película porno y pensaba alargar su mano para meterla debajo de su falda. Tenía ganas de besarla, de acariciar su cuerpo. No pudo evitar que una erección se abriese paso en sus pantalones. Dahlia pareció notarlo, pero no hizo caso y sonrió.
—Los recuerdos de lo que nos hizo felices nunca desaparecen, no tengas miedo.
—¿Adónde van las personas cuando las olvidamos?
—No lo sé. Mis padres se separaron hace unos años y mi padre se fue a vivir con otra mujer. Antes le veía en verano, pero ahora ya no. Tengo miedo de que me olvide.
—Nadie podría olvidarse de ti.
Nate se quedó en silencio. Dahlia se acercó un poco más y le besó. Nate no sabía qué hacer, así que apretó más los labios contra ella y abrió un poco la boca. Se besaron acariciándose el pelo. Nate rodeó con una mano temblorosa la cintura de Dahlia y la atrajo hacia sí. La ropa negra de Dahlia, su falda, sus medias, todo hacía que en Nate se despertase un deseo que no había sentido hasta entonces. No pensaba en nada, era algo parecido al juego de asfixia, pero más real. Tumbó a Dahlia sobre su almohada y se puso encima. Ella guiaba sus manos a través de su ropa, se incorporó un poco y le ayudó a quitarse la camiseta. Nate quiso contemplarla un poco más. Era la primera vez que estaba así con una chica, Dahlia sonreía y le acariciaba la espalda suavemente. No sabía cómo quitarle la ropa, pero ella le ayudó. Estaban desnudos sobre la cama; con su lengua Nate recorría su cuerpo delicado y perfecto. Sus manos se metieron entre sus piernas, Dahlia estaba húmeda y caliente. Hicieron el amor, primero cuidadosamente y después con desenfreno. No escuchaban nada a su alrededor, ella gemía y él no dejaba de mirarla.
—Creo que te quiero.
—Yo a ti también.
—¿Estás bien?
—Nunca había estado mejor.
—Quiero que te quedes un poco más.
—Entonces me quedaré.
Permanecieron estirados con las cabezas juntas y las piernas entrelazadas. De lejos les llegaba el sonido de la televisión, una voz hablaba lentamente, llena de confianza y de firmeza. Nate se quedó dormido escuchándola.
La pared rocosa está plagada de las inscripciones de Nate. Casi no queda espacio para nada más. Aun así, Nate sigue escribiendo.
«Nos has salvado de nosotros mismos.»
Últimamente siempre piensa en lo que le dirá a Fox cuando le vea. Aquella voz que escuchaba en el televisor el día que hizo el amor con Dahlia era la voz de Fox. Al día siguiente, el mundo no hablaba de otra cosa. Nate intenta escribir algo más en la pared, pero se corta en la palma de la mano, pega un grito y coge una piedra y la arroja a la ciudad. Desde lo alto de la cueva, puede distinguir perfectamente otra vela luciendo en la oscuridad. Hace frío y Nate está desnudo. Le gusta sentir el contacto de la piedra contra su cuerpo desnudo. Hoy se ha estado preguntando si estará perdiendo la cabeza por pasar tanto tiempo solo.
—Nos salvaste. La gente no lo sabía, pero nos salvaste.
La panorámica de la ciudad es desoladora. Nate empieza a pensar que nadie coloca las velas. Que se colocan ellas solas. Y se pregunta si creer eso es otro síntoma de locura. Entre la niebla y la lluvia, se distingue el inmenso Big Ben. Cierra los ojos y puede verse en lo alto de la torre, sintiendo el ardor de la lluvia y guiado por cientos de velas, que forman una especie de dibujo en forma de X.
Cuando se despierta se da cuenta de que ha estado toda la noche sonámbulo, hablando solo y escribiendo en la pared frases sin sentido. Sigue estando oscuro. No sabe si volverá a ver la luz alguna vez. Entonces vuelve a pensar en las velas. Baja por el desfiladero, desnudo completamente, y corre por las calles de la ciudad.
—¿Dónde estás?
Grita con todas sus fuerzas y mira a su alrededor buscando una pista. Todo podría ser una broma o un experimento, y él, un conejillo de Indias. Se imagina a toda una nación mirando fijamente a sus televisores, viéndole correr desnudo por el decorado de un Londres postapocalíptico. Y grita: