Amelia tose de nuevo y disimuladamente se limpia la sangre. Más tarde, la escupirá sin que Luis la vea.
Luis y Amelia caminan por una llanura estéril rodeada de gas tóxico de color verde. Amelia lleva puesta una máscara de gas y avanza dando tumbos de un lado para otro. Luis también está cansado y sostiene a la niña en los momentos en que ésta desfallece. Finalmente, Amelia no puede más y cae rendida al suelo. Luis la coge en brazos y la mece suavemente mientras sigue andando. La niña respira entrecortadamente tras la máscara que cubre su cara y gran parte de su cuello. A lo lejos, el mismo horizonte incierto y neblinoso, la misma calma silenciosa y muerta, el mismo camino. La llanura por la que caminan es de polvo seco, grisáceo, y el cielo está tapado por una nube verdosa que casi no deja pasar la luz. Es imposible determinar qué hora es. Luis deja a la niña en el suelo un instante y se deja caer sobre la tierra, con los brazos extendidos y la cara descompuesta. Tras un momento de descanso, Luis saca dos latas de comida de la mochila, abre una y empieza a darle de comer a la niña con una cucharilla.
—¿No puedo quitarme la máscara para comer?
—No.
—Pero es que casi no entra la cuchara.
—Cuanto menos respires este humo, mejor.
Luego él come un poco, deprisa y casi sin masticar. Sigue tumbado en el suelo, recuperando fuerzas. Amelia está sentada, mirando a lo lejos, buscando algo en el horizonte.
—¿Cuánto queda?
—Creo que podemos llegar al anochecer.
—Luis, tengo mucho miedo.
—Yo también, cariño.
—¿Y si no llegamos a África?
—Encontraremos un barco, no te preocupes, llegaremos. No será como aquella vez.
Se refiere al primer viaje que hizo en barco con la niña. Luis cierra los ojos y ve el océano, negro y amenazador, rodeado de esqueletos de criaturas deformes e inertes, un trago de esa agua negra que mata. Una tormenta de lluvia ardiente que hacía hervir la espesura del agua. Un infierno acuático. Tuvieron que pasar dos semanas en una barca a la deriva hasta que consiguieron llegar a Europa. Y cuando llegaron, el paisaje era prácticamente el mismo que habían dejado atrás, en América. El mundo se había convertido en algo uniforme, carente de vida, de sentido y de variación. Una eterna llanura desértica que se extiende a través de mares, océanos y montañas. Todo bajo el mismo cielo verdoso. Luis siente sus pulmones arder y comprueba que Amelia se ha quedado dormida. Rebusca en la mochila, saca la radio y la enciende. Pero no hay noticias de Fox; a salvo en su refugio, solamente contacta con los supervivientes cuando se aburre. Luis recuerda los días previos a las explosiones, cuando el nombre de Fox empezó a dar miedo. Pero no era el nombre lo que temían, sino los fanáticos que le siguieron, el miedo que sintió Luis al ver la primera explosión y saberlo.
Saber que esas explosiones las habían provocado los propios seres humanos.
Amelia vuelve a abrir los ojos y el cuerpo de Luis actúa como barrera entre el miedo y ella. Se encuentra arropada por su padre, cobijada de la espesura negra del mar. El barco se tambalea a un lado y otro, y la cubierta no es lo bastante grande como para ponerse de pie, pero al menos hay una bodega con una cama. Luis tiene una expresión seria, sin perderse ni un detalle a lo lejos, en el agua, negra y espesa como petróleo. Llegaron a la costa y encontraron un barco, y no fue difícil echarlo al mar, pero el panorama no parece mucho más esperanzador. Amelia lleva días durmiendo, casi sin comer, y se siente enferma. Mira a Luis y se da cuenta de que no se ha percatado de que está despierta. Así que cierra los ojos de nuevo y finge estarlo. A veces, Luis prefiere estar a solas con sus pensamientos, dejar viajar la mente. A veces Luis parece un fantasma, solitario, ausente, una neblina no más espesa que la toxina verdosa que respiran. Amelia todavía lleva la máscara de gas. Luis le dijo que los vapores del mar serían peores que los vapores del aire. Y ella insistió en dejarle a él la máscara, pero su padre no quiso ni oír hablar del tema. El mar, algo que debería ser hermoso, negro y apagado, muerto y expulsando veneno al aire. En su interior no había vida, no había ni un ápice de movimiento, nada bello, nada vivo o cálido. Sólo una extensión de oscuridad contenida, inerte, fría y muerta. Un trago de agua puede matar.
Da lástima pensar que hace tiempo la vida surgió en el agua.
El barco se zarandea y Luis baja la mirada hacia Amelia, que abre los ojos. Ambos se miran un instante infinito y sonríen. Están juntos, rodeados de muerte, pero juntos. Y eso es lo único importante. Luis le da un beso en la mejilla, por encima de la máscara. Amelia se recuesta un poco más sobre su pecho y suspira.
—¿Ves aquello?
—¿El qué?
—Aquellas montañas.
—No las veo.
—Aquello es África, no tardaremos mucho en llegar.
—Tengo sueño, Luis.
—Duerme un rato. Te avisaré cuando lleguemos.
Amelia ya no vuelve a despertar.
Cuando el barco da un brusco revés, la niña cae inerte a la cubierta y no se mueve. A Luis se le encoge el corazón y contiene la respiración mientras le quita la máscara de gas a la niña. Entonces la ve, con los ojos cerrados y los labios muy juntos, la cabeza colgando, las piernas débiles y frías. Luis empieza a zarandearla por los hombros, intentando hacerla despertar, pero la niña no abre los ojos. Las lágrimas de Luis caen en la cara de la niña. Amelia parece un ángel silencioso. No ha sufrido, no se ha enterado de nada. Ha muerto mientras dormía. Luis se desespera y grita, golpea la cubierta del barco con las manos y en un arrebato de rabia tira la máscara de gas al agua. Luego llora desconsoladamente encogido en un rincón. Ahora Luis quiere morir porque ya no tiene nada. Coge el cuerpo de la niña en brazos y la abraza. No es justo. ¿Y ahora qué? No tiene sentido seguir viviendo. Luis trata de ponerse en pie, pero no puede, así que se queda de rodillas en la cubierta del barco y mira hacia el agua. Sería justo dejarse llevar por la oscuridad y acabar sumergidos los dos, inseparables. Luis toma aire y se prepara para dejarse caer al agua, y mira la cara de su hija una vez más.
Y entonces se da cuenta. Amelia siempre quiso vivir. No es justo que ella amase la vida y que la vida la haya abandonado. Morir no es una buena forma de compensarla. Luis sabe lo que debe hacer. Debe llegar hasta el final. Deja caer lentamente el cuerpo de su hija al mar hasta que desaparece hundido en la oscuridad.
El barco se encalla en unas rocas y el golpe hace que Luis se despierte. Durante los primeros segundos, no recuerda nada. Se incorpora y mira a su alrededor. La cubierta del barco ha quedado arruinada, pero está donde Amelia quería que estuviera. En África.
Luis salta de la cubierta del barco, el camino es ahora mucho más duro, pero Amelia merece que su última voluntad se cumpla.
«Les habla Fox, en la radio, desde África para el mundo del mañana. Da risa pensar en el pasado. Hace tiempo, me hubiese dado miedo enfrentarme al resultado de mis actos. Me hubiese asustado al mirar a los ojos del mundo que he creado. Pero el mundo ya era así. Cuando miras a alguien el tiempo suficiente, te das cuenta de que todo es una máscara y que esa máscara siempre estuvo ahí. Me da risa pensar en lo que nos hemos estado perdiendo.
Los años sesenta me vieron crecer. No tengo miedo de pensar en cómo era yo antes, porque siempre he sido la misma persona, oculta tras muchas máscaras diferentes. Así era yo. Así soy yo. Podéis venir para adorarme o para odiarme. No me importa.
El mundo también ha sido siempre así. Sólo necesitábamos quitarle la máscara, desnudarlo y dejarlo así ante nuestros ojos, con toda su vulnerabilidad, con toda su delicadeza, con toda su fealdad. El mundo siempre ha sido un yermo estéril y frío, lleno de vida absurda. Parecía un lugar cómodo y seguro, parecía un hogar. Pero no os dejéis engañar.
No echo de menos la máscara. No echo de menos las televisiones ni los ordenadores. No echo de menos a la gente. El veneno que ahora respiramos es el veneno que nosotros creamos. Merecemos morir por él. Y todos moriremos, os lo puedo asegurar.
Cuando era niño, solía rezar por las noches con mi madre. Me decía que Dios era bueno, y que nunca dejaría que nos pasara nada malo. Mentía. Mi padre me decía que Dios guiaba nuestras vidas, pero nos dejaba la libertad para decidir si seguir su camino o no. Mi padre eligió el camino más difícil. La muerte de un niño puede cambiarlo todo. Pienso en lo diferentes que habrían sido nuestras vidas si siguiese vivo.
¿Yo soy el monstruo? Si queréis ver un monstruo, miraos en un espejo.
Llueve.
En estos días es cuando más necesita dormir. El frío casi no le deja ni respirar, le dobla por la mitad y le obliga a mantenerse quieto para conservar el calor. Fuera, la lluvia produce un sonido parecido al chasquido de un látigo, como si fuera cuero frotado a gran velocidad, como un golpe seco que retumba en el eco del cráneo. Sobre la piedra el sonido aún es soportable, pero sobre el metal de los edificios y la chatarra, parece un grito de dolor. Apenas puede aguantarlo.
La lluvia ácida ha acabado derritiendo las estructuras más poderosas, pero por alguna razón que su mente es incapaz de determinar, la roca de la zona se muestra imperecedera ante la amenaza de las precipitaciones. Por eso, vivir en cuevas es más lógico. Por eso el futuro significa la vuelta al pasado: a las cuevas, a encender el fuego frotando madera o roca, al frío y a la soledad del lobo que caza en solitario. Ahora, la lluvia ácida y sus chasquidos no le dejan dormir. Es inútil determinar si es de noche o de día. Aquí siempre está oscuro, el tiempo se ha detenido en un idílico momento entre el atardecer y la noche profunda, y el paso de los días ha dado lugar a un único día eterno. Siempre es el primer y único día del resto de su vida.
Ahora hay un incendio a unos kilómetros de la cueva y la lluvia aviva las llamas. Se dedica a rescatar frases ingeniosas que ha escuchado a lo largo de su vida. Expresiones que alguna vez le hicieron gracia como «peor que pegarle a un padre con un calcetín» o «Le reconocería incluso de espaldas y con el culo abierto». Ésa era su favorita. Mientras las va recordando, se va riendo. No es precisamente una buena herramienta para curar el insomnio, pero al menos se olvida de que fuera llueve ácido del cielo.
Lo bueno de los ríos es que el agua nunca se queda quieta. Sigue corriendo y no se detiene en ningún momento. Y lo bueno de los ríos, además, es que los hay pequeños. Tan pequeños que no llegan a contaminarse. Hace tiempo había visto el mar y le pareció repulsivo. Los pequeños ríos y manantiales, sin embargo, son la única fuente de agua que queda en el planeta. Así que cada mañana lo primero que hace es ir al río y comprobar si la lluvia ácida lo ha estropeado. Hoy llena un par de botellas de litro y las guarda en su mochila. El agua helada en la cara le despeja y le deja listo para otro día de supervivencia. De fondo, el contorno retorcido y malogrado de la ciudad. Se acerca a un risco y arranca con las manos una enredadera negra. No hay duda de que esas plantas están vivas. La naturaleza no está tan muerta como parece. Y se está comiendo los restos de la ciudad.
A cada paso que da sobre el asfalto pisa una de esas plantas negras. Las enredaderas impiden que la lluvia ácida destruya todos los edificios y los convierte casi en rocas. Levanta la vista hacia el cielo y ve el reloj, el imponente túmulo que ahora corona la ciudad de Londres. Las agujas se han caído y la lluvia ha derretido gran parte de la superficie. El edificio del Parlamento ya no es reconocible más que por la torre del reloj. Casi no ve más allá de sus propias manos, pero la idea de la destrucción le reconforta cuando piensa que la alternativa es peor: el vacío.
Todos los días, camina por la ciudad, trazando un mapa mental del nuevo aspecto del mundo. Cada día, espera oír la voz de alguien. Hace tanto que no escucha una voz humana que se obliga a hablar en voz alta. Para no olvidarse de lo que es un ser humano. Hoy, mientras camina, se cae al suelo de rodillas, con la mano en el estómago. Cierra los ojos con fuerza y se sienta un instante. La muerte crece dentro de él. No cree que vaya a vivir mucho tiempo más. Se dice eso mismo cada día. Desde los últimos diez años. Demasiado tiempo sin saber que hay más cosas en el mundo aparte de la soledad. Se levanta y sigue su camino, con una mano sujeta a la pistola que lleva en el pantalón. Es un fantasma de pelo negro y tiene los ojos tan hundidos que parece una calavera.
—Espero que cuando me muera no me entere de nada.
A lo lejos, entre la niebla, ve una luz distante, intermitente. Si fuese parte de un incendio, lo sabría. Está seguro de que debe de ser una vela. ¡Tiene que ser una maldita ve-la! Así que corre, atraviesa lo que fue el centro de Londres, Picadilly Circus, y avanza en dirección a la luz. Cuando llega, encuentra en el suelo una vela encendida. ¡Encendida recientemente!
—¡Hay alguien! ¡Aquí hay alguien! ¡Hola! ¡Hola!
No responde nadie. Su propio eco rebota contra las rocas y las paredes quemadas, y cuando oye su voz siente asco y tiene que agacharse y vomitar. La boca le sabe a muerte, a algo podrido. Va a vomitarse a sí mismo, a vomitar el cáncer, a vomitar hasta que se cure. La idea le hace gracia, así que se ríe mientras sigue vomitando. Piensa en vomitar sus propias tripas, en escupir sangre y en cagarse encima mientras se muere de una vez. A lo mejor vomita porque se da asco, pero le da igual, le gusta sentirse enfermo. Le gusta sentir algo, por pequeño o asqueroso que sea. A lo mejor hay alguien y le está viendo vomitar.
—¿Estás ahí?
No. Si hubiera alguien, ya habría ido a ayudarle. O a lo mejor, si hay alguien, le importa una mierda que muera entre su propio vómito. A lo mejor es un bastardo que quiere verle morir. O a lo mejor disfrutará comiéndose lo que quede de él. Vomita. A lo mejor no ha estado todo este tiempo solo. A lo mejor se ha convertido en una presa. Para de vomitar y ve que ha vomitado sobre la vela.
—¿Mamá?
—¿Mamá?
—Vuelve a la cama, cariño, por favor.
—¿Qué pasa, mamá?
—Vuelve a la cama, no pasa nada.
Al final, volvió a la cama. Se tapó con las sábanas y escuchó a su madre en la cocina, trasteando con los cuchillos. Incluso se meó encima. Tendría que haberse levantado, como un hombre, y ver qué ocurría.