Entonces, de pronto, el niño abre los ojos y mira a Luis. Tiene las cuencas oculares vacías. El feto levanta la mano y trata de tocar a Luis. La pistola le tiembla en la mano y no sabe qué hacer. Y, por fin, grita y echa a correr.
Cuando vuelve a la tienda de campaña con Amelia, Luis prepara las mochilas. Oyen pisadas dentro del recinto formado por las tiendas de campaña. Hay gente dentro del campamento. Luis agarra a la niña y se esconden debajo de las cajas de comida. Y entonces los ve. Uno de ellos lleva una máscara de gas con unos tubos saliendo de la base y con grandes aberturas en los ojos. Si esperan un minuto más, llegarán hasta el fondo del campamento y verán los cadáveres de sus compañeros, las cadenas rotas y la jaula volcada en el suelo. Estarán muertos. Un minuto más y se termina el viaje. Ambos saben que no sobrevivirán, que dejarán la vida como fantasmas. Les queda un minuto más. El último minuto.
¡No!
No es momento para temblar. No es momento para dudar.
Luis se levanta y empieza a correr dejando a Amelia sola en la oscuridad. El reguero de sangre que va dejando a su paso entre las tiendas de campaña se convierte en un rastro seguro para sus perseguidores. Son más de dos o tres y escucha sus pasos y sus gritos tan cerca que casi puede sentir su aliento. Pero Luis corre y corre y reza, para que todos le persigan a él. Para que Amelia se quede oculta en la oscuridad. Ya no le importa la muerte, ya no le teme a nada. Luis corre lo más rápido que puede. Entonces, mira hacia atrás un instante: ¡sí, todos le persiguen a él! El tipo de la máscara de gas, que va delante, saca su rifle y empieza a disparar. Pero Luis no se detiene, los disparos pasan a su alrededor, pero no se detiene. Otra bala más podría matarle, lo sabe. Pero su último aliento será para protegerla.
Luis corre tropezando de vez en cuando, levantando la pistola y abriendo fuego. No sabe cuántas balas le quedan, pero dispara y consigue darle en la pierna a uno de ellos. Y entonces, resbala y su cara golpea contra el suelo. Y sabe que ya está muerto. Amelia estará bien, él la ha salvado. Cierra los ojos y vuelve caer en los recuerdos, un instante de paz, mientras sus verdugos se aproximan.
Los primeros días fueron muy duros, casi insoportables. Lo que recuerda Luis de esos días es la soledad, el silencio. Caminaba solo por carreteras que no conducían a ninguna parte. Se había llevado suficiente comida para no pasar una necesidad extrema y aún conservaba el rifle con el que se había librado de Hammer. Pese a eso, se sentía inseguro, rodeado de miles, de cientos de miles de kilómetros de nada.
Y entonces llegó hasta él el sonido más maravilloso que sus oídos habían escuchado jamás: el llanto de un bebé, una niña casi recién nacida. Lo oyó tan cerca que pudo guiarse por el llanto hasta determinar su posición exacta. La primera vez que vio a Amelia fue en los brazos de una mujer que la sostenía sentada en el pavimento, con la ropa andrajosa y la mugre tapándole la cara casi por completo. De fondo se veía el desierto, verdoso y desnudo. Las toxinas bailaban alrededor de las dos niñas, una recién nacida y la otra demasiado joven para ser madre. Luis se acercó y dijo:
—¿Es tu hermana?
—No.
—¿Quién es?
—Es mi hija.
Luis permaneció en silencio un momento. Recuerda perfectamente aquella pausa, se quedó un instante sin aire y después se obligó a sí mismo a pensar que esas cosas pueden ocurrir.
—¿Dónde está su padre?
—No sé quién es.
—Escucha, tengo algo de comida aquí.
Luis abrió su mochila, sacó algunas latas y se las dio a la madre de la pequeña.
—Tenéis que comer algo.
—No puedo cogerlo.
—¿Por qué?
—¿Y si eres uno de ellos?
—¿Uno de ellos?
—Hay hombres malos que quieren hacerle cosas horribles a la niña.
—¿A qué te refieres?
—Meten a los bebés en tubos para mantenerlos vivos y luego se los comen. Y a sus madres las matan. ¡Yo no quiero morir!
—Escúchame, tranquila, no voy a haceros daño.
La madre soltó al bebé y Luis pudo cogerlo a tiempo. La niña que sostenía en brazos dejó de llorar, le miró a los ojos y sonrió con una de esas sonrisas que el mundo ya no confía en ver. Y Luis la abrazó con ternura, como si todo el propósito de su vida se redujese a sostener a la niña en brazos, alejarla de todo peligro. Entonces sintió el amor más poderoso que había sentido en toda su vida. Y en ese preciso momento lo supo: Amelia era ella, la mujer de la que hablaba la canción, su amor verdadero, su hija.
—Oiga —dijo la madre de la niña—, le doy a la niña a cambio de su arma.
Luis se dio cuenta de que el bebé no tenía brazos, sus hombros morían en un vacío que llenaba la sábana en que estaba envuelto.
—¿Qué le ha pasado?
—Nació así. ¿Me va a dar el arma? Yo no puedo cuidarla y no quiero cargar con ella. Por favor, la niña a cambio del arma.
Luis sabía que aquello no estaba bien, la niña era víctima de las circunstancias y no merecía ser tratada como moneda de cambio, y menos por su propia madre. Pero dejó caer el rifle al suelo y abrazó con más fuerza a la niña. Vio a la madre de la pequeña coger el rifle y echar a correr y ya no prestó atención a nada más. Sólo a los ojos de la pequeña Amelia, que no dejaban de mirarle. Era injusto que algo tan inocente y lleno de vida fuera intercambiado por algo destructivo. La madre de la niña le había dicho que había personas que querían experimentar con ella. Amelia tendría apenas un mes de edad. Había nacido después del colapso y pertenecía al nuevo mundo. Luis sabía lo que podía pasarle a ella, que era única, si caía en manos de esos hombres.
Precisamente ese mismo tipo de hombres que ahora están frente a Luis y le apuntan con sus armas. Abre los ojos un momento y murmura algo: «Amelia.» Luis ve al tipo de la máscara acercarse, cerrando el círculo de los tres hombres que le tienen acorralado. Pero él ya no quiere más lucha inútil. Amelia estará a salvo y él ha cumplido con su papel.
—¿Dónde está la niña?
—¿Para qué la queréis? —responde Luis.
—Ella es de las pocas que han nacido en este mundo. ¿Sabes lo que vale eso hoy en día? Ha nacido en un mundo de caos, forma parte de él. ¿Dónde está?
—Estáis locos. —Luis empieza a reírse histéricamente—. ¡Estáis todos locos!
—Matadlo.
Luis sigue riéndose y mantiene los ojos bien abiertos. Entonces, de repente, un grito rasga el aire.
—¡No!
Es la voz de Amelia. Luis estaba a punto de conseguir alejarlos de ella, de dar su vida por su seguridad. Y todo ha sido en vano. La delgadísima figura de Amelia aparece frente a los cuatro tipos. No hay miedo en su cara, no hay vacilación en su mirada. Luis la mira y siente el mismo amor que siempre ha sentido por ella. La niña está allí plantada sin intención de moverse y mira a los hombres con desprecio. En ese momento, parece más adulta de lo que nunca ha sido, más valiente y más poderosa que nunca. Nadie podría traspasar esa mirada con facilidad, nadie podría hacer nada más que bajar la cabeza y sentirse miserable. El tipo de la máscara se ha dado la vuelta y está mirando directamente a la niña. Luis saca fuerzas de donde puede y se levanta de golpe y aprieta el cuello del hombre de la máscara, le rodea con su brazo y apunta con la pistola directamente a su cabeza. Amelia apenas se mueve, los otros tres hombres se giran, asustados, al oír el grito de sorpresa de su líder.
—Un paso y le vuelo la cabeza, hablo en serio. Dejad las armas. ¡Ahora!
Obedecen y dejan las armas sobre el suelo y levantan las manos. El tipo de la máscara está inmóvil.
—Amelia, acércate.
La niña esquiva a los hombres y se reúne con Luis, que recoge uno de los rifles que los hombres han tirado al suelo. Le ordena al tipo de la máscara que se la quite y la arroje al suelo, y éste obedece. Su cara está plagada de cicatrices y tiene los labios deformados. Luis aprieta el gatillo de la pistola y la sangre del tipo le salpica toda la cara. Luego encañona con el rifle a los otros tres. Están lo suficientemente lejos como para que no les dé tiempo a reaccionar, pero aun así, el instante se vuelve interminablemente largo. Parece que Luis tarda una eternidad en ir apretando uno a uno el gatillo y viendo los cuerpos de sus enemigos caer a plomo contra el suelo. Luis dispara con precisión, una bala para cada uno, todas dan en el clavo. Y después llega el silencioso paso de la muerte. Ninguno de ellos se mueve y Luis respira hondo llenando sus pulmones de las toxinas del aire. Pero al menos puede seguir respirando, sigue siendo de los ganadores. Amelia le dice algo, pero no consigue oírla. O tal vez no puede hacerlo todavía. Sosteniendo el rifle a la altura del pecho, se acerca a los cadáveres abatidos y los registra. No hay mucho que llevarse, munición y una botella de agua destilada. Luis da un trago y se vuelve hacia la niña.
—¿Quieres agua?
Amelia niega con la cabeza y Luis se guarda la botella y se acerca a la niña. Las heridas de las balas le duelen, pero se siente vivo y bien consigo mismo. Además se siente orgulloso de ella.
—Gracias. Me habrían matado si no hubieras aparecido.
—No lo pensé. Sólo lo hice.
—Bueno, igualmente has sido muy valiente. Vamos, será mejor que nos vayamos.
Luis pasa el brazo por los hombros de la niña y ambos empiezan a caminar alejándose del campamento. El parque parece un reflejo grotesco de tiempos mejores. El paisaje sólo es el recuerdo de algo muy lejano. En la oscuridad del atardecer se asemeja a una fotografía borrosa y descolorida, una sombra de lo que alguna vez fue. Como Luis, que antes era un chico joven y sano y ahora se encorva al caminar y le pesa cada año como un siglo entero. Tiene el rostro macilento y la barba larga, el pelo desaliñado y encrespado, muy canoso; la piel arrugada y marchita. Sus ojos profundos y oscuros tienen la mirada de una persona sometida, sobrepasada por todo; la mirada de una persona que sigue luchando pese a que la batalla se ha perdido hace mucho tiempo. La mirada de la esperanza de los que siguen creyendo que el camino no está marcado sino que se construye paso a paso.
Amelia, sin lograr articular palabra, tose y escupe una gran bocanada de sangre. Luis apenas reacciona a tiempo para sujetarle en brazos cuando se desmaya y cae inerte al suelo.
Buenos días, supervivientes. ¡Podéis decirlo bien alto, gritarlo y sentirlo eternamente: supervivientes! Eso es lo que sois, los seres humanos más poderosos de la tierra. Sois mucho más ricos e inteligentes que todas las personas que conocisteis. ¿Por qué? Porque seguís con vida.
Hoy lanzo un ultimátum. Ayer sufrí un atentado contra mi vida. Fui víctima de seres cobardes, pretenciosos y desagradecidos que ahora alimentan la tierra estéril. Hoy desafío a todos los supervivientes. Quien quiera venganza que venga a por mí. Me encuentro en la embajada americana de Igoli, la ciudad de oro, antigua Johannesburgo. Dispongo de comida, suministros y medicamentos. Si alguien quiere desafiarme o si alguien quiere unirse a mí y vivir en este paraíso, sois todos bienvenidos. Os espero, supervivientes, en África.
Lo primero que escucha Amelia al despertarse es la voz de Fox a través de la radio. Es una voz acompasada y suave y tiene una dicción perfecta. Parece un hombre mayor pero también tiene un aplomo, una confianza y una seguridad que infunden temor. Amelia ha escuchado esa voz muchas más veces. A Fox le gusta aparecer en la radio y soltar sus discursos de salvador, pero es la primera vez que su voz calma a Amelia. Abre los ojos y ve a Luis, acurrucado junto a una roca, abrazándose las rodillas, con la camisa abierta y las vendas mohosas tapándole las heridas de bala. Inspira un segundo, mira hacia arriba y ve un techo rocoso. Se encuentran en una cueva, rodeados de toxinas. Amelia se mueve un poco y le duele un costado. Siente un dolor interno, agudo como un pinchazo, y no puede ahogar un grito. Luis se levanta, sobresaltado, y sonríe al verla.
—¿Cómo te encuentras?
—Me duele…
—¿El qué?
—El costado.
Luis examina el cuerpo de la niña buscando señales de golpes o heridas. Lo que le duele es la enfermedad, el cáncer.
—¿Por qué Fox ha dicho eso de la venganza?
—Amelia, esas cosas no nos incumben. Nosotros tenemos que seguir unidos y ya está.
—¿Quién es Fox en realidad?
—No lo sé.
—¡No, Luis! ¡Ya basta! No voy a permitir que me sigas tratando como a una niña, porque hace tiempo que no lo soy, ya soy adulta, me violaron y me quitaron la inocencia. Si hay algo que no me has contado, quiero saberlo. Llevo escuchando a ese hombre por la radio desde que me alcanza la memoria y no sé por qué. Luis, tienes que decirme quién es Fox.
Luis se queda en silencio un instante y después guarda la radio en la mochila. El nombre de Fox le trae tantos recuerdos que no sabe por dónde empezar.
—Ya antes de que todo comenzara, el mundo empezó a conocer el nombre de Fox. Se hablaba de él por la calle, en los periódicos, todo el mundo hablaba de lo mismo. Fox había lanzado un mensaje destructivo y, unos días más tarde, comenzaron las explosiones. Y el resto ya lo sabes. Fox siguió alentando a la gente para que destruyese su mundo y echara abajo los cimientos de la sociedad. La gente se volvió loca, muchos le hicieron caso. Yo no seguía bien lo que pasó, porque no tenía televisor ni radio, pero leía los periódicos y escuchaba las conversaciones de la gente. Nadie hizo nada y Fox consiguió manipular a todo el mundo hasta que el mundo se convirtió en esto.
Amelia no dice nada, Luis parece haber soltado todo lo que se guardaba. Ella le observa en silencio y luego apoya su cabeza en el hombro de Luis, que la abraza mientras unas lágrimas le recorren la cara. En este momento, él se siente como un niño, perdido en la inmensidad de unos recuerdos que le atormentan. Sabe que Amelia es el motivo por el que sigue vivo. Pero ¿tienen sentido sus vidas? Andar, correr, huir, pasar hambre y frío, la enfermedad. Es una lucha para nada, para vivir como fantasmas.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Amelia.
—No tengo ni idea. No tenemos ningún sitio al que ir.
—Podríamos ir a África. Fox ha dicho que allí tiene comida y refugio.
—¿Y qué hacemos con Fox?
—Lo pensaremos cuando lleguemos —termina Amelia.
—Entonces, tenemos que ir hacia el sur. Y habrá que volver a cruzar el mar.