DOLORES.—¿Quién es?
VOZ.—Soy yo.
YERMA.—Abre.
(DOLORES duda.)
¿Abres o no?
(Se oyen murmullos. Aparece JUAN con las dos CUÑADAS.)
CUÑADA 2ª.— Aquí está.
YERMA.—Aquí estoy.
JUAN.—¿Qué haces en este sitio? Si pudiera dar voces levantaría a todo el pueblo para que viera dónde iba la honra de mi casa; pero he de ahogarlo todo y callarme porque eres mi mujer.
YERMA.—Si pudiera dar voces también las daría yo para que se levantaran hasta los muertos y vieran esta limpieza que me cubre.
JUAN.—¡No, eso no! Todo lo aguanto menos eso. Me engañas, me envuelves y como soy un hombre que trabaja la tierra no tengo ideas para tus astucias.
DOLORES.—¡Juan!
JUAN.—¡Vosotras, ni palabra!
DOLORES.—
(Fuerte.)
Tu mujer no ha hecho nada malo.
JUAN.—Lo está haciendo desde el mismo día de la boda. Mirándome con dos agujas, pasando las noches en vela con los ojos abiertos al lado mío y llenando de malos suspiros mis almohadas.
YERMA.—¡Cállate!
JUAN.—Y yo no puedo más. Porque se necesita ser de bronce para ver a tu lado una mujer que te quiere meter los dedos dentro del corazón y que se sale de noche fuera de su casa, ¿en busca de qué? ¡Dime!, ¿buscando qué? Las calles están llenas de machos. En las calles no hay flores que cortar.
YERMA.—No te dejo hablar ni una sola palabra... Ni una más. Te figuras tú y tu gente que sois vosotros los únicos que guardáis honra, y no sabes que mi casta no ha tenido nunca nada que ocultar. Anda. Acércate a mí y huele mis vestidos: ¡acércate! A ver dónde encuentras un olor que no sea tuyo, que no sea de tu cuerpo. Me pones desnuda en mitad de la plaza y me escupes. Haz conmigo lo que quieras, que soy tu mujer, pero guárdate de poner nombre de varón sobre mis pechos.
JUAN.—No soy yo quien lo pone, lo pones tú con tu conducta y el pueblo lo empieza a decir. Lo empieza a decir claramente. Cuando llego a un corro, todos callan; cuando voy a pesar la harina, todos callan y hasta de noche, en el campo, cuando despierto me parece que también se callan las ramas de los árboles.
YERMA.—Yo no sé por qué empiezan los malos aires que revuelcan al trigo; ¡y mira tú si el trigo es bueno!
JUAN.—Ni yo sé lo que busca una mujer a todas horas fuera de su tejado.
YERMA.—
(En un arranque y abrazándose a su marido.)
Te busco a ti. Te busco a ti, es a ti a quien busco día y noche sin encontrar sombra donde respirar. Es tu sangre y tu amparo lo que deseo.
JUAN.—Apártate.
YERMA.—No me apartes y quiere conmigo.
JUAN.—¡Quita!
YERMA.—Mira que me quedo sola. Como si la luna se buscara ella misma por el cielo. ¡Mírame!
(Lo mira.)
JUAN.—
(La mira y la aparta bruscamente.)
¡Déjame ya de una vez!
DOLORES.—¡Juan!
(YERMA cae al suelo.)
YERMA.—
(Alto.)
Cuando salía por mis claveles me tropecé con el muro. ¡Ay! ¡Ay! Es en ese muro donde tengo que estrellar mi cabeza.
JUAN.—Calla. Vamos.
DOLORES.—¡Dios mío!
YERMA.—
(A gritos.)
Maldito sea mi padre que me dejó su sangre de padre de cien hijos. Maldita sea mi sangre que los busca golpeando por las paredes.
JUAN.—¡Calla he dicho!
DOLORES.—¡Viene gente! Habla bajo.
YERMA.—No me importa. Dejarme libre siquiera la voz, ahora que voy entrando en lo más oscuro del pozo.
(Se levanta.)
Dejar que de mi cuerpo salga siquiera esta cosa hermosa y que llene el aire.
(Se oyen votes.)
DOLORES.—Van a pasar por aquí.
JUAN.—Silencio.
YERMA.—¡Eso! ¡Eso! Silencio. Descuida.
JUAN.—Vamos. ¡Pronto!
YERMA.—Ya está! ¡Ya está! ¡Y es inútil que me retuerza las manos! Una cosa es querer con la cabeza...
JUAN.—Calla.
YERMA.—
(Bajo.)
Una cosa es querer con la cabeza y otra cosa es que el cuerpo, ¡maldito sea el cuerpo!, no nos responda. Está escrito y no me voy a poner a luchar a brazo partido con los mares. ¡Ya está! ¡Que mi boca se quede muda!
(Sale.)
Telón rápido
(Alrededores de una ermita, en plena montaña. En primer término, unas ruedas de carro y unas mantas formando una tienda rústica donde está YERMA. Entran las mujeres con ofrendas a la ermita. Vienen descalzas. En escena está la vieja alegre del primer acto.) (Canto a telón corrido.)
No te pude ver cuando eras soltera,
mas de casada te encontraré.
Te desnudaré casada y romera,
cuando en lo oscuro las dote den.
VIEJA.—
(Con sorna.)
¿Habéis bebido ya el agua santa?
MUJER 1ª.—Sí.
VIEJA.—Y ahora a ver a ése.
MUJER 1ª.—Creemos en él.
VIEJA.—Venís a pedir hijos al Santo y resulta que cada año vienen más hombres solos a esta romería; ¿qué es lo que pasa?
(Ríe.)
MUJER 1ª.—¿A qué vienes aquí si no crees?
VIEJA.—A ver. Yo me vuelvo loca por ver. Y a cuidar de mi hija. El año pasado se mataron dos por una casada seca y quiero vigilar. Y en último caso, vengo porque me da la gana.
MUJER 1ª.—¡Que Dios te perdone!
(Entran.)
VIEJA.—
(Con sarcasmo.)
Que te perdone a ti.
(Se va. Entra MARÍA con la MUCHACHA 1ª)
MUCHACHA 1ª.—¿Y ha venido?
MARÍA.—Ahí tienes el carro. Me costó mucho que vinieran. Ella ha estado un mes sin levantarse de la silla. Le tengo miedo. Tiene una idea que no sé cuál es, pero desde luego es una idea mala.
MUCHACHA 1ª.—Yo llegué con mi hermana. Lleva ocho años viniendo sin resultado.
MARÍA.—Tiene hijos la que los tiene que tener.
MUCHACHA 1ª.—Es lo que yo digo.
(Se oyen voces.)
MARÍA.—Nunca me gustó esta romería. Vamos a las eras, que es donde está la gente.
MUCHACHA 1ª.—El año pasado, cuando se hizo oscuro, unos mozos atenazaron con sus manos los pechos de mi hermana.
MARÍA.—En cuatro leguas a la redonda no se oyen más que palabras terribles.
MUCHACHA 1ª.—Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita.
MARÍA.—Un río de hombres solos baja esas sierras.
(Salen. Se oyen voces. Entra YERMA con seis mujeres que van a la iglesia. Van descalzas y llevan cirios rizados. Empieza el anochecer.)
MARÍA.—Señor, que florezca la rosa, no me la dejéis en sombra.
MUJER 2ª.—Sobre su carne marchita florezca la rosa amarilla.
MARÍA.—Y en el vientre de tus siervas la llama oscura de la tierra.
CORO DE MUJERES.—Señor, que florezca la rosa, no me la dejéis en sombra.
(Se arrodillan.)
YERMA.—
El cielo tiene jardines con rosales de alegría,
entre rosal y rosal la rosa de maravilla.
Rayo de aurora parece,
y un arcángel la vigila,
las alas como tormentas,
los ojos como agonías.
Alrededor de sus hojas
arroyos de leche tibia juegan
y mojan la cara
de las estrellas tranquilas.
Señor, abre tu rosal
sobre mi carne marchita.
(Se levantan.)
MUJER 2ª.—
Señor, calma con tu mano
las ascuas de su mejilla.
YERMA.—
Escucha a la penitente
de tu santa romería.
Abre tu rosa en mi carne
aunque tenga mil espinas.
CORO.—
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.
YERMA.—
Sobre mi carne marchita
la rosa de maravilla.
(Entran.)
(Salen muchachas corriendo, con largas cintas en las manos, por la izquierda. Por la derecha, otras tres mirando hacia atrás. Hay en la escena como un crescendo de voces y de ruidos de cascabeles y colleras de campanilleros. En un plano superior aparecen las siete muchachas que agitan las cintas hacia la izquierda. Crece el ruido y entran dos máscaras populares. Una como macho y otra como hembra. Llevan grandes caretas. El macho empuña un cuerno de toro en la mano. No son grotescas de ningún modo, sino de gran belleza y con un sentido de pura tierra. La hembra agita un collar de grandes cascabeles. El fondo se llena de gente que grita y comenta la danza. Está muy anochecido.)
NIÑOS.—¡El demonio y su mujer! ¡El demonio y su mujer!
HEMBRA.—
En el río de la sierra
la esposa triste se bañaba.
Por el cuerpo le subían
los caracoles del agua.
La arena de las orillas
y el aire de la mañana
le daban fuego a su risa
y temblor a sus espaldas.
¡Ay, qué desnuda estaba
la doncella en el agua!
NIÑO.—¡Ay, cómo se quejaba!
HOMBRE 1° —
¡Ay, marchita de amores
con el viento y el agua!
HOMBRE 2° — ¡Que diga a quién espera!
HOMBRE 1° —¡Que diga a quién aguarda!
HOMBRE 2° —¡Ay, con el vientre seco y la color quebrada!
HEMBRA.—
Cuando llegue la noche lo diré,
cuando llegue la noche clara.
Cuando llegue la noche de la romería
rasgaré los volantes de mi enagua.
NIÑO.—
Y en seguida vino la noche.
¡Ay, que la noche llegaba!
Mirad qué oscuro se pone
el chorro de la montaña.
(Empiezan a sonar unas guitarras.)
MACHO.—
(Se levanta y agita el cuerno.)
¡Ay, qué blanca la triste casada!
¡Ay, cómo se queja entre las ramas!
Amapola y clavel será luego
cuando el macho despliegue su capa.
(
Se acerca.)
Si tú vienes a la romería
a pedir que tu vientre se abra,
no te pongas un velo de luto
sino dulce camisa de Holanda.
Vete sola detrás de los muros
donde están las higueras cerradas
y soporta mi cuerpo de tierra
hasta el blanco gemido del alba.
¡Ay, cómo relumbra!
¡Ay, cómo relumbra,
ay, cómo se cimbrea la casada!
HEMBRA.—
Ay, que el amor le pone
coronas y guirnaldas,
y dardos de oro vivo
en su pecho se clavan.
MACHO.—
Siete veces gemía,
nueve se levantaba,
quince veces juntaron
jazmines con naranjas.
HOMBRE 3° — ¡Dale ya con el cuerno!
HOMBRE 2° —¡Con la rosa y la danza!
HOMBRE 1° —¡Ay, cómo se cimbrea la casada!
MACHO.—
En esta romería
el varón siempre manda.
Los maridos son toros.
El varón siempre manda.
¡Dale ya con la rama!
Y las romeras flores
para aquel que las gana.
NIÑO.—¡Dale ya con el aire!
HOMBRE 2° —¡Dale ya con la rama!
MACHO.—Venid a ver la lumbre de la que se bañaba!
HOMBRE 1° —Como junco se curva.
HEMBRA.—Y como flor se cansa.
HOMBRES.—¡Que se aparten las niñas!
MACHO.—Que se queme la danza y el cuerpo reluciente de la linda casada.
(Se van bailando con son de palmas y sonrisas. Cantan.)
El cielo tiene jardines con rosales de alegría,
entre rosal y rosal la rosa de maravilla.
(Vuelven a pasar dos muchachas gritando. Entra la VIEJA alegre.)
VIEJA.—A ver si luego nos dejáis dormir. Pero luego será ella.
(Entra YERMA)
¡Tú!
(YERMA está abatida y no habla.)
Dime, ¿para qué has venido?
YERMA.—No sé.
VIEJA.—¿No te convences? ¿Y tu esposo?
(YERMA da muestras de cansancio y de persona a la que una idea fija le quiebra la cabeza.)
YERMA.—Ahí está.
VIEJA.—¿Qué hace?
YERMA.—Bebe.
(Pausa. Llevándose Las manos a la frente.)
¡Ay!
VIEJA.—¡Ay, ay! Menos ¡ay! Y más alma. Antes no he podido decirte nada, pero ahora sí.
YERMA.—¡Y qué me vas a decir que ya no sepa!
VIEJA.—Lo que ya no se puede callar. Lo que está puesto encima del tejado. La culpa es de tu marido. ¿Lo oyes? Me dejaría cortar las manos. Ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo, se portaron como hombres de casta. Para tener un hijo ha sido necesario que se junte el cielo con la tierra. Están hechos con saliva. En cambio, tu gente no. Tienes hermanos y primos a cien leguas a la redonda. Mira qué maldición ha venido a caer sobre tu hermosura.
YERMA.—Una maldición. Un charco de veneno sobre las espigas.
VIEJA.—Pero tú tienes pies para marcharte de tu casa.
YERMA.—¿Para marcharme?
VIEJA.—Cuando te vi en la romería me dio un vuelco el corazón. Aquí vienen las mujeres a conocer hombres nuevos. Y el Santo hace el milagro. Mi hijo está sentado detrás de la ermita esperándote. Mi casa necesita una mujer. Vete con él y viviremos los tres juntos. Mi hijo sí es de sangre. Como yo. Si entras en mi casa todavía queda olor de tunas. La ceniza de tu colcha se te volverá pan y sal para las crías. Anda. No te importe la gente. Y en cuanto a tu marido, hay en mi casa entrañas y herramientas para que no cruce siquiera la calle.
YERMA.—¡Calla, calla, si no es eso! Nunca lo haría. Yo no puedo ir a buscar. ¿Te figuras que puedo conocer otro hombre? ¿Dónde pones mi honra? El agua no se puede volver atrás ni la luna llena sale al mediodía. Vete. Por el camino que voy, seguiré. ¿Has pensado en serio que yo me pueda doblar a otro hombre? ¿Qué yo vaya a pedirle lo que es mío como una esclava? Conóceme, para que nunca me hables más. Yo no busco.
VIEJA.—Cuando se tiene sed, se agradece el agua.
YERMA.—Yo soy como un campo seco donde caben arando mil pares de bueyes y lo que tú me das es un pequeño vaso de agua de pozo. Lo mío es dolor que ya no está en las carnes.
VIEJA.—
(Fuerte.)
Pues sigue así. Por tu gusto es. Como los cardos del secano, pinchosa, marchita.