Edward Kennedy me abrazó entusiasmado y me besó en la sien.
Aprender a matar fue lo más difícil.
Las vacilaciones, decía el profesor, generalmente no proceden de una repugnancia natural, sino cultural. El profesor no era alemán, como ustedes podían haber supuesto. Era un ex relojero suizo que había obtenido su sabiduría en la directa contemplación de la naturaleza.
—El acto de matar es instintivo, vitalmente lógico. Luego, las inhibiciones se encargan de adulterarlo. Las inhibiciones se disfrazan con una capa de moralidad. Pero en realidad se trata de repugnancia por la mera formalización, desacreditada a lo largo de una educación visual. Recuerden la primera imagen de la muerte que fijaron en su cerebro: Caín, quizá feísimo, con una descomunal quijada de burro en la mano. Abel, barbilampiño, blanco, yaciente. Después la literatura, el cine, todo, tiende a desacreditar la muerte aunque proporcionalmente la avale si la suministra el héroe. Fíjense en que el villano mata sin contenciones, sin límites. En cambio las matanzas del héroe han de justificarse siempre, ética y estéticamente. A la muerte se le ha dado un carácter ultra: o es épica o es vergonzosa. Ustedes, a lo largo de una vida profesional, que les deseo sea dilatada, comprobarán que la muerte no es otra cosa que un ademán afortunado.
La teoría del ademán afortunado presidía las cinco horas de clase semanal destinadas al arte de matar. Presidía también mis irregulares conversaciones con Wonderful, el director de la escuela, siempre tan amable conmigo. Las clases prácticas fueron al principio muy enervantes. Comenzamos con enemigos de trapo, acabamos con cobayas humanas auténticas; ejercicio de fin de curso. Empezamos aprendiendo a disparar, a apuñalar, a estrangular con dogales hindús. Después los ejercicios admitían variantes. Fue muy comentada mi versión del estrangulamiento hindú sustituyendo el dogal por la cadena de un
water closet
. Un asesinato
in situ
y con material de mano, comentó el profesor, que no hubiera realizado mejor el malogrado Orestes Docali.
Pero matar con la mano era lo más difícil de todo. El cuerpo humano tiene veintidós puntos mortales. Puede llegarse a ellos mediante un golpe o mediante la aprehensión. La mano, si es experta, puede hundirse en los tejidos adversarios, aprisionar el bulto de la vida y tirar de él hasta desgajarlo. Los enemigos mueren entonces con una perfecta limpieza, los ojos cerrados, también los labios, sin una expresión que culpabilice al agresor. Sus brazos se doblan, las palmas de las manos se te oponen, pero sin tocarte. Es algo así como la prueba de multiplicar. Si se obtiene esta gesticulación, el ajusticiamiento ha sido perfecto.
Es muy importante apartarse del cadáver sin mirarle. Es un muerto que olvidarás pronto si pierdes el tacto del remordimiento.
Primero matábamos peleles, perfectas reproducciones humanas. Les dábamos nombres humanos. Convivíamos con ellos. Nos inyectaban drogas del afecto, les teníamos aprecio. De pronto nos llegaba la orden de matanza en una clave codificada: cada signo traducía un ademán.
Matar a seres humanos auténticos requería una destreza más psicológica que manual. Eran meridionales del mundo. No sé si este concepto es suficiente. El sur se caracteriza en casi todas partes por la poca valoración objetiva de su población. El sur es siempre una referencia geográfica relativa, porque el sur siempre es norte con respecto a otro sur. Pero cualquier sur, me había hecho observar míster Phileas Wonderful, siempre está degradado humanamente con respecto a su norte referencia!.
Ellos sabían de qué iba.
Se lo dejaban hacer a cambio de un seguro de vida. Nada individuados, tenían una obligatoriedad sentimental para alguien que les llevaba a sacrificios tan totales. Ya eran viejos perros sin raza, de nariz húmeda y ojos despoblados. Pese a su poquedad se hacían pagar caro el último trabajo, hasta tal punto que nuestro tesorero se quejaba del alza de precios y solía comentar lo necesario que sería la permisión de un sistema similar a las
razzias
de esclavos o a la liquidación científica de los prisioneros.
Después, ya profesional, has de matar continuamente. Entonces las víctimas se defienden, algunas saben tanto como tú.
Es lo que decía el viejo Wonderful el día en que celebramos su jubilación.
—En nuestro oficio cada día se aprende algo.
Wonderful ha sumado hasta diez bienios. Era el agente secreto mejor pagado, con todo merecimiento. Era un señor en esta profesión a la que llega tanto piernas. Supo guardar para la vejez que es la suprema sabiduría de un buen agente. Aunque, todo hay que decirlo, se soporten muchas cabronadas en este oficio, la paga de jubilación es bastante buena y los descuentos en los economatos, importantes. El otro día, sin ir más lejos, me compré un somier por cinco dólares.
En la corte de los Kennedy coexisten eunucos dálmatas —acojonados en las arenas de Long Island—, caleseros de Nanterre, cocineros suizos (excelentes), un embajador soviético,
pom pom girls
de California, viudas de cinco guerras mundiales, dos objetores de conciencia australianos, un campeón mundial de ping-pong que ha traído su mesa predilecta, tres camiseros maricas que duermen en habitaciones separadas, un gaucho disecado regularmente por Ted (precoz taxidermista desde que Rose le regaló un equipo completo el día de su primera comunión), un pelotari vasco cejijunto, media docena de cantantes suaves como un batido de vainilla, dos viejos marinos enamorados de dos gordísimas sirenas de Siracusa, diez defensores de derechos civiles con sus correspondientes defendidos, un sheriff malo, dos sheriffs buenos, un batería de jazz tuberculoso que se masturba en los retretes del todo Boston, un agricultor abisal especializado en injertos de alga Rosalind, un capador de polillas, un poeta concreto que cruje al andar, una virgen samoyeda que se perdió en el polo norte, una doctora española especializada en zonas erógenas, dos cantantes de jazz con cáncer de garganta, un defensa central del Manchester United y un interior izquierda del Manchester City, un filósofo alemán especializado en sí mismo (su mujer le precede por los pasillos pidiendo silencio a los que se les cruzan), dos presidentes de juntas de vecinos de Ankara, un primo hermano de Hitler, que se le parece mucho en el andar y en la especial entonación de la palabra espátula, un meteorólogo, un domador de gallinas, un dentista florentino, príncipes enanos abandonados en los cubos de la basura, un campeón de partidas simultáneas de ajedrez, el traductor de Oscar Wilde al ucraniano y la verdadera princesa Anastasia, definitiva baza legal que Occidente se reserva para reclamar el trono de la URSS, un segundo antes de la agresión nuclear.
La primera vez que hablé con Kennedy fue a los pies de la estatua de Lincoln. El presidente suele pasear dando vueltas a la estatua, seguido de sus doce ayudantes negros, que se mueven con la perfección de los boys de Ethel Merman. Allí fue mi presentación, de la mano padrinal de Alian Dulles, sempiterno comedor de bananas que le envía en cajas especiales la delegación de la United Fruit Company desde Guatemala. El presidente rehusó compartir la banana que le ofrecía Dulles y compuso una sonrisa de fotografía de Life. No de fotografía a toda plana, no de fotografía a dos columnas. Más bien era una sonrisa de pequeña fotografía, de esas pequeñas fotografías sin pie que suelen acompañar al subtítulo de un artículo kennedysta en una revista femenina y kennedysta. La sonrisa J. F. K. era una sonrisa de esas pequeñas fotografías con retícula, fotografías de rincón de reportaje, voluntariamente arrinconada para destacar su humildad expresiva y atraer la sabia atención de los lectores buscarrincones donde degustar la información con verdadero
human interesting
. Era una sonrisa de padre que lleva a su hijo sobre los hombros p de joven recién casado que se vuelve hacia la joven recién casada y en el destello de sus ojos pone brillo de atardecer en Mallorca, no muy alejados los acostumbrados humildes árboles de humilde fotografía de rincón propicio, ni tampoco muy alejado el estanque de aguas deliciosamente podridas con humildad de aguas podridas, con lotos en olor a sapo y un barquito de papel abandonado por un niño contratado por el Departamento de Estado para que abandone barcos de papel en estanques de aguas podridas, cercanos a presidentes de Estados Unidos susceptibles de ser fotogénicos, sobre todo con fotogenia especial de foto de rincón de Life, reticulada, con bruma artificial.
J. F. K. sonrió a Alian Dulles, decía, y Alian Dulles también sonrió. Era la suya una de las sonrisas más molotovianas que he visto en mi vida, incluida la de Molotov. Cuando Molotov sonreía, los
cameramen
de Hollywood filmaban con teleobjetivo, porque sabían lo apreciadas que eran sus sonrisas para el montaje de películas anticomunistas. La sonrisa de Dulles era molotoviana, hasta tal punto que los
cameramen
soviéticos nunca la filmaban para no hacer contrapropaganda. Dulles comía bananas con una grosería irritante. La reacción presidencial no se hizo esperar. Kennedy le quitó la banana de un manotazo que la situó, convenientemente destruida, sobre la aguileña nariz de Lincoln. Alian Dulles se puso en guardia con el brazo derecho caído, el izquierdo hostigando a su rival. Inútil. J. F. K. hizo un amago de darle en el hígado con el puño derecho y cuando Dulles se cubría, el izquierdo presidencial llegaba estruendoso hasta la nariz antagónica.
El anciano se sentó sollozante en las escalinatas. Gemía y perjuraba que de haber vivido su hermano mayor el presidente nunca se hubiera atrevido a tanto. Kennedy citó dos versos de Tennyson que no venían a cuento, como si recitara un guión malo de la Paramount en los años cuarenta. Alian Dulles sacó un Breviario del bolsillo y cantó algunos salmos de David. Fue entonces cuando Edgar Hoover retomó el asunto de mi presentación y sustituyó a Dulles en el papel de padrino. Kennedy me dio un apretón de manos. Cuando le dije que era español, el presidente recitó un verso y medio del Libro del Buen Amor. Cambió pronto de tema para demostrarme su total desacuerdo con Pérez de Ayala en el demoledor ataque a Cejador.
—Cejador es un hombre honrado.
Con todos los respetos le objeté que apañada estaba la literatura con críticos exclusivamente honrados.
—La honradez es una gran cosa.
—Pero muy poca cosa en crítica literaria.
El presidente insistió en que, de momento, la crítica literaria dependía sólo de la honradez crítica, por una parte, y de la inteligencia acumulativa del crítico, por otra. El fracaso de la metodología crítica es ostensible, remachó Kennedy.
—Claro es —añadió— que puede resultar de sumo interés una síntesis entre la crítica ideológica y las abstracciones y generalizaciones conseguidas por la rudimentaria neoestilística ya que…
La palidez del presidente nos comunicó la llegada de un molestísimo lapsus que corrigió inmediatamente uno de sus
boys
negros con los ojos cerrados…
—…ya que en las conquistas de Leo Spitzer y sus muchachos sobra un mucho de timidez ante el predominio de la crítica ideológica en el período de entreguerras. Yo sigo…
Pero ya el presidente había recogido el hilo y proseguía con una simpática voz, voluntariamente fallona por lo estrangulada…
—…con sumo interés los vanos esfuerzos del estructuralismo para llegar a una ciencia literaria. El estructuralismo es un vano esfuerzo neopositivista, escogido por el capitalismo imperialista para meter una cuña ideológica dentro del pensamiento marxista. Y sobre todo para restar votos al partido comunista francés, votos procedentes de los
normaliens
de izquierda y de toda la pequeña burguesía intelectual en general.
La socarronería del presidente me alertó sobre lo que descubriría días después. Uno de los secretos más celosamente guardados por la CIA es una academia de agentes estructuralistas, posteriormente infiltrados en las universidades europeas. Uno de los mayores éxitos de estos agentes fue el ataque cardíaco que sufrió Pierre Vilar cuando un alumno norteamericano le aseguró que Marx había frustrado, y por lo tanto usurpado, la posibilidad coyuntural de otro Marx más inteligente y más marxista; la época estaba en condiciones de proporcionarlo.
No fue éste el único descubrimiento que me confirmó la rotunda eficacia del
trust
de los cerebros al servicio de Kennedy. Vivir en la atmósfera próxima a Kennedy era lo equivalente a vivir en la corte siciliana del gran Federico arabizado. Si el gran Federico se vestía con turbante y adoptaba costumbres árabes, Kennedy era un apasionado coleccionista de toda clase de noticias sobre la personalidad de Fidel Castro. No ocurría otro tanto con Kruschev. Y es que frente a Castro entraba en competencia su juventud y su
. Kennedy se miraba al espejo que le había enviado La Begum y preguntaba cada noche
:
—Dime, espejo mágico, ¿soy el más hermoso de los presidentes?
Y el espejo contestaba:
—Depende. Para Latinoamérica el más hermoso sigue siendo Fidel Castro.
Kennedy, más al día que la madrastra de Blancanieves, no respondía con un alarido colérico. Sonreía con dos gotas de melancolía en cada juntura de los labios y se pasaba la mano por el despoblado mentón, en una pose extraída de la portada de su obra: Perfiles del valor. Soñaba con una invasión de Estados Unidos por imperialistas de Costa Rica. Entonces, Kennedy, con doce de los suyos, huiría a las Montañas Rocosas y organizaría la reconquista popular de los Estados Unidos. Se dejaría la barba, como Castro, y como Castro improvisaría un discurso tan redondo como La Historia me absolverá. Ya veremos cómo el talento de Walter P. Reagan conseguía periódicamente satisfacer el sueño de Kennedy.
Tardíamente, a punto de conciliar el sueño, se consolaba al comprender que el rasurado es a un sistema democrático capitalista lo que el ceño fruncido al stalinismo. Rezaba tres padrenuestros a Fray Junípero Serra y entregaba su coraza humana al pegajoso oscuro vaho de la noche.
Champolión —me decía lady Bird—, ¿es cierto que
orejear no dispuye la tros ta dura dar carnavaco domi-nodo
?
Do yon der tupe diarianai do poyo. Do yon dai fago dura trosta chita. ¡Sai, sai, la sota direta
!
Jacqueline escribe poemas en francés. En varias ocasiones ha estado a punto de dejármelos leer, pero su intención inicial no ha prosperado, tal vez no inspiro confianza como lector amable. Temo que mi impasibilidad no haya sido tan total como yo creía. Quizás haya visto en mis ojos la punta del estilete del escepticismo. Jacqueline es tímida y no muy brillante, aunque su inglés tiene una entonación de inglés apto para decir cosas brillantes. Es una frustración similar a la de lady Churchill, a quien acompañé en las jornadas que pasó en las Bermudas en 1959, apenas iniciada mi carrera profesional. Lady Churchill es el continente del aplomo como una piel falsa sobre la carne de la irresolución.