—¿Le molesta la visita de Kennedy?
—Prefiero a Bop Hope.
Los otros tres se echaron a reír. Uno alcanzó el punto de las lágrimas y se sujetaba el vientre con las dos manos. Sobre un dedo, a semejanza de un botón que cerrase el secreto de aquel vientre inmenso, un enorme sello de oro que reproducía la cabeza de un comanche.
—No se enfade, «fede». ¿Usted es un «fede»? Aquí, en Texas, no nos dejamos impresionar por los presidentes de Washington. Por eso vienen tan pocas veces de visita. Eso les gusta a los caballeros del este. Y a las tías del este. Hay que ver cómo les gusta John a las tías del este.
Saqué la cabeza y me vi envuelto en una girándula de gentes bicolores y tricolores, banderas del Estado, algunos cantos, papelinas de maíz tostado, surcos de reactores en el cielo, un estrato de sol roto sobre las cabezas, y sobre el estrato, el puente. Fui hacia el puente, cada vez a mejor paso. Mi cabeza se dividía entre la contemplación balanceante del puente que se acercaba y el ruido de las sirenas que avanzaban a mi espalda. Cerca de la base del puente me detuve porque el ruido de las sirenas casi me despellejaba el cogote.
Vi los insectos motorizados rompiendo el túnel de aire entre el gentío. Al fondo avanzaban los ojos muertos de los primeros coches de la caravana. Las motos rasgaron mi inmediata zona de visión y por el jirón se metió un coche, y otro, y otro… en el que iban John, Jacqueline y Connally avanzaba a marcha algo más lenta. Estaba a unos cien metros.
Entonces me eché el fusil a la cara y apunté con seguridad de robot. De mi ojo brotaba un cañón metálico que brilló mil veces más que el sol. El estampido llegó a mis oídos mucho después que el griterío de la gente. Vi a Jacqueline tendida sobre el cuerpo inclinado del presidente y a un agente saltar de su coche al presidencial casi sin que se detuviera la marcha. Pero yo no estaba quieto. Desde que había desaparecido el estampido ya corría hacia el puente y sólo cuando agarré la baranda de la escalera metálica para dar impulso a mi subida, me di cuenta que en el otro extremo la estela del gas se iba del tubo de escape de una berlina.
—No hay duda de que ha trabajado usted muy bien, Morrison. Ni siquiera yo era uno de los entusiastas de su plan. Pero las cosas han salido muy bien. Pepe Carvalho ha actuado en el momento oportuno, ha estado donde usted quería que estuviera. Se ha comportado como usted, como yo, queríamos que se comportara….
—Como él mismo quería comportarse. No lo olvide.
—Es cierto. Incluso eso. Como él mismo quería comportarse. Es un final feliz.
Mister H enciende las luciérnagas de sus ojos y despide rayos dentales. Tira a un blanco de corcho dianas de plumas caras, pintadas de verde de music-hall. Morrison se trabaja las manos con un cortaúñas cromado.
—Ha trabajado usted muy bien, Morrison. Desde el instante en que metió a ese hombre en nuestro plan hasta el instante en que está a punto de salir. Alguien pintará esta noche de purpurina triunfal las mejores estrellas de Texas. Ha llegado el día de la liberación y el oxígeno. Fíjese, fíjese. Respiro como si tuviera quince años y en mis pulmones pudiera entrar todo el aire del mundo y salir un huracán sin piedad.
Mister H derrumba pisapapeles y encendedores pesados como catedrales. Le basta respirar para introducir el vaivén en el cuerpo de su mesa palisandro, los globos de opalina pendulean y hasta los tabiques prefabricados se comban como velas de una nave imaginaria.
—Me comería una vaca.
—Cómasela.
Morrison se pasa las manos por la cara, pero no se le borran las pecas. Se estremece por el viento provocado por míster H y hunde el cuello entre las solapas de su chaqueta a cuadros.
—El hijo de perra ha muerto.
—Quiero cobrar y marcharme.
—Ahora sería contraproducente. Todo el mundo olería el pastel.
—Sé disimular. Mi oficio es, básicamente, saber disimular. Quiero cobrar y marcharme. Queda poca cosa por hacer. No se preocupe, lo haré y en paz. Después me iré.
—Déjeme soñar a su lado, Morrison. El mundo sin Kennedy es más mío, no sé cómo explicárselo.
—El mundo sin Mussadecq también fue más suyo.
—Gracias, gracias, Morrison.
—El mundo sin Enrico Mattei, también fue más suyo.
—Gracias, gracias, Morrison.
—Pero aún le queda mucho por hacer. Y esta vez no seré yo el que lo haga. Estoy cansado. Este montaje ha excedido mi capacidad de aguante. Lo termino y en paz. Quiero cobrar y marcharme. Ya queda poco por hacer.
—¿Se quiere jubilar?
—Llámele como quiera. Quiero recuperar mi capacidad de relación con los demás. No quiero volver a tratar con gentes como usted o Pepe Carvalho. Quisiera ser farmacéutico o
croupier
, padre de familia o
playboy
de medio tono.
—Y sin embargo, tiene un raro talento para dirigir intrigas. Es usted temible.
—Soy un técnico. Eso es todo.
—Con lo que cobre tendrá, el futuro asegurado.
—Si usted lo dice.
—Yo pago bien. No puede usted quejarse.
—Yo quiero la parte de Pepe Carvalho.
—¿Por qué?
—No estaba previsto que yo le matara. Su muerte le cuesta a usted su parte.
—Aún no lo ha hecho.
—Es cuestión de minutos.
Morrison desenfunda el reloj de la manga que lo ocultaba y sale un sonido de información horaria telefónica. Morrison da las gracias sin sorprenderse y vuelve a frotarse las pecas sin que desaparezcan. Se pone en pie para acercarse a un cuadro-cromo en el que unas bañistas saltan sobre olas esmeralda en una playa caliente bajo la luz de un mar del sur.
—Tal vez me vaya ahí.
—No se está mal, pero le recomiendo Acapulco.
—¿Tiene usted hoteles allí?
—Alguna cosa.
Del cuadro empieza a salir música mediterránea. Una voz en
off
relata las excelencias turísticas de la Costa Azul italiana.
—¿Se irá usted con Nancy Flower?
—Es posible. Sobre todo si puedo ocultarle que he sido yo el que ha matado a Pepe Carvalho.
—¿Se había encariñado con él?
—No es exactamente la palabra. Si sabe que yo le mato es demasiado evidente la posible fealdad de su juego.
—¿Fealdad?
—Llámelo como quiera. Nosotros, al fin y al cabo, no defendemos poder ni ideas, como usted. Defendemos un tren de vida aceptable.
—Nancy Flower… Nancy Flower…
Mister H ha adoptado maneras de poeta lakista evocador y aparece Nancy Flower desnuda, como la Venus de Botticelli, naciente de lo alto de un pozo petrolífero. Nancy Flower se tapa un seno con la cabellera y el sexo con una mano. Aparta el cabello del seno y sale un chorro de leche evaporizada. Aparta la mano del sexo y sale una ráfaga de ametralladora. Todo ello a los acordes del segundo concierto para piano y orquesta de Rachmaninof.
—Me desagrada que evoque usted a Nancy con tanta familiaridad.
—Reacciona usted como un adolescente, Morrison.
—Usted no paga por controlar mis reacciones. Además, su imaginación erótica no me interesa. Yo quiero cobrar y marcharme.
—Primero ha de matar a Carvalho.
—Primero, Carvalho ha de matar a Carvalho.
Se enciende un televisor gigante disfrazado de ventana abierta a una inmensidad de torres petrolíferas. En el televisor, un hombre conduce un coche de matrícula oficial por una carretera de tierra. Morrison se acerca a la agrandada imagen y juega a entorpecer los giros del volante.
—Este desgraciado no sabe a dónde va.
—A veces he pensado que era demasiado inteligente para usted.
—Me ha favorecido esa impresión. Sobre todo porque él participaba de ella. Su espíritu de superioridad me ha ayudado mucho. Moralmente, ha constituido un estímulo inapreciable para mí.
Mete un dedo en el ojo del conductor del coche. Pero continúa su marcha sin darse por aludido. Diríase que silba una melodía, aunque la imagen no tiene sonido.
—¿Cómo sospechó usted de él?
—Por una información de Phileas Wonderful. Usted no le conoce. Fue un viejo agente nuestro y ahora vive retirado en España. Su única actividad es intelectual. Defiende con la pluma la estrategia universal de los Estados Unidos. Wonderful había sido director de la escuela donde se había formado Pepe Carvalho antes de ser Pepe Carvalho. Allí mantuvieron cierta relación por su paisanaje. Nuestro hombre tenía todo el encanto del joven intelectual nihilista que asume su pesimismo hasta el punto de invertir su moral y su conducta. De ser un aprendiz de revolucionario pasó a ser un aprendiz de contrarrevolucionario. Después, al salir de la escuela tuvo una irregular trayectoria de apariciones y desapariciones. Trabajos muy efectivos por cuenta nuestra en Santo Domingo, en el Líbano. Mientras tanto crecía la leyenda de Pepe Carvalho. Las grandes acciones de Pepe Carvalho coincidían con los períodos de descanso de nuestro hombre. Él justificaba sus desapariciones como lógicos períodos de desintoxicación y retorno a las fuentes. Lo cierto es que sus reaparaciones eran éxitos seguros. Sabíamos que Pepe Carvalho trabajaba por cuenta de Bacterioon y lo más misterioso de su conducta era precisamente lo misterioso. Normalmente tenemos ficha completa de agentes amigos y enemigos. El jaque mate es cuestión de situación, las fichas nos las sabemos de memoria. Pero no la de Pepe Carvalho. La primera sospecha de que podía tratarse de una doble vida la tuvimos cuando estuvo a punto de ser asesinado Frondizi durante su gira europea. Pepe Carvalho era el encargado de matarle y nuestro hombre era jefe de la guardia personal del presidente. Wonderful se encontró a su ex alumno en Madrid y mantuvieron un breve encuentro. Fue lo suficiente para que Wonderful advirtiera algo desconcertante en el personaje: llevaba una cápsula de veneno adosada a los dientes delanteros.
Mister H sonríe con malicia de ama de llaves y crispa la mano y el antebrazo en un clarísimo gesto indicativo de la última rigidez que precede al orgasmo. En su pantalla cinematográfica cerebral, míster Wonderful besa apasionadamente a un agente secreto y le descubre una cápsula adosada a las encías.
—No, no. Simplemente, compartieron en noches sucesivas la misma secretaria de embajada. A pesar de la diferencia de edad la muchacha era mucho más fiel a Wonderful, un viejo garañón de galope espaciado y seguro. Pero tenemos otra fuente de comprobación, la esposa del agregado cultural de la embajada austríaca. Es una trituradora de hombres, cuando los deja no hay rincón que desconozca. Los deja limpios de cuerpo y alma. Ella también confirmó lo de la cápsula.
—Pero supongo que esas cápsulas deben ser muy frecuentes entre nuestros propios agentes secretos.
—Sólo cuando realizan misiones en territorio enemigo. No era éste el caso de nuestro hombre. En Madrid cumplía una misión en tierra amiga. ¿Y aquí? La cosa era evidente: un agente de doble juego.
—Pero de ahí a deducir que fuera Pepe Carvalho.
—Nos está saliendo perfecto, míster H. Estamos componiendo un perfecto diálogo deductivo entre Sherlock Holmes y el doctor Watson. Elemental, míster H. Nuestras sospechas habían nacido y yo tomé personalmente el caso. En seguida comprendí sus aplicaciones prácticas. En seguida adiviné para qué podía servirnos un agente doble puesto al descubierto y en él séquito de Kennedy. Me limité a comprobar los silencios de nuestro hombre con las acciones de Carvalho. Eran de coincidencia total. Fue entonces cuando hice circular el rumor de que Carvalho quería matar a Kennedy y pedía al propio Carvalho si quería encargarse personalmente de la defensa del presidente. Hizo alguna comedia.
—Pero había un margen de error, Morrison. Podía ser un agente doble y no Carvalho.
—Su tibieza era evidente. Tenía maneras de vencido. No es un espectáculo agradable. Carvalho era uno de ellos y los datos que nos facilitó Nancy Flower, Robert Kennedy, Edward.
—Los Kennedy también.
En el televisor aparece ahora la foto colectiva de los Kennedy. En el lugar de John hay una vacía silueta con su pose fotográfica. Robert musita con los dientes apretados: Yo nunca me fié de él.
—Los Kennedy no podían saber si era Carvalho. Desconfiaban de su eficacia. Por eso le pegaban de vez en cuando y él jamás se volvió. Es difícil que usted entienda este dato, míster H. Usted tal vez haya subido desde la más absoluta pobreza hasta la nada, pero siempre ha sido americano. Nunca ha dejado un golpe por devolver. En Carvalho era muy coherente que no se volviera. Tenía que proseguir su empresa sin llamar la atención, y la llamaba precisamente por su sentido de la sumisión. Inexplicable. Como era inexplicable que lo aceptara todo sin inmutarse. El presidente pegaba a Allan Dulles: él ni pestañeaba. Jackie le enseñaba poemas de protesta… no se inmutaba.
—¿Jackie escribía poemas de protesta?
—Eran míos, míster H. Yo se los daba a Jackie para que se los pasara a Carvalho y así comprobaba su identidad. Era grotescamente imperturbable.
En la pantalla aparece un hombre de traje bicolor, sentado sobre una maleta de madera, con la fiambrera abierta y pugnando con la navaja para pinchar algo de su contenido. Cuando sonríe a Morrison y míster H enseña la bandera de la nicotina y las mellas de sus dientes bailones y delgados: ¿Gustan? Les ofrece un pedazo de lengua estofada que gotea salsa fría desde la punta de la navaja que lo sostiene.
—Nancy Flower…
Morrison se interrumpe y se estremece: Nancy Flower reaparece desnuda, sentada en cuclillas, de frente, con los brazos semitendidos, como en espera de un cuerpo que se le complementa a la usanza del coito balanza de la iconografía hindú. Morrison parece algo angustiado y solloza con histeria liberadora, controlada.
—Nancy Flower. Decía que Nancy Flower fue un personaje decisivo para la evidencia. Si hay algo que distinga al hombre fuerte del débil es su comportamiento en la cama.
—Ya lo puede usted decir, Morrison.
Nancy Flower ya tiene acompañante. El propio míster H la bascula. Morrison llora completamente arrodillado e intenta separar a la pareja de la pantalla sin llegar a tocarles, es una gesticulación muerta en el aire, blanda, como los intentos fallidos de los sueños.
—No hay mejor test para un hombre, Morrison. ¿Qué tal es usted?
—Discreto.
—¿Suave?… Psssseeeee… ¿Insuficiente? Tiene usted cara de irregular.
—Soy normal y en ocasiones algo superior a lo normal.
—Yo me cuido mucho. Era de las cuestiones que más me preocupaban a medida que llegaba la madurez. Afortunadamente vengo preparándome hace tiempo. Lo importante es no caer en trampas sicológicas. La última vez que fracasé estrepitosamente fue la última vez que me enamoré. Yo se lo dije a mi hijo mayor cuando se casó. Ahora te saldrán bien las cosas porque las hormonas no conocen sus propias motivaciones. Pero en cuanto se sepan el camino de memoria… A partir de cierta edad hay que mecanizar totalmente el asunto. Cuanto más mecánico, más fisiológico, más seguro el buen resultado.