Yo maté a Kennedy (18 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

BOOK: Yo maté a Kennedy
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Vuestro fascismo abierto es como la quinta variedad de dedales que vuestra industria puede producir. Es algo así como vuestras izquierdas: un lujo de una economía de superproducción en la que el desperdicio es condición
sine qua non
para que continúe la mecánica de la superproducción. Tenéis de todo: desde el fascismo operante de algunos de vuestros militares y de Foster Dulles o Barry Goldwater, hasta fascistas poéticos que se disfrazan de Ku Klux Klan o cotizan a la John Birch. Igual que tenéis marxistas espiritistas y socialdemócratas de salón. Todo esto es un supermercado.

—Le contesté que me interesaba mucho su opinión y hasta qué punto le repugnaba el fascismo como estilo de vida.

Me repugnan pocas cosas. Ya casi nada. ¿Cuánto dinero te dan esos fascistas? Yo tengo un precio. Quiero jubilarme a los cuarenta años y ya me falta poco. Quiero agonizar después otros treinta años sin sobresaltos, coleccionando algo y dedicándome a la pesca.

—Algo muy parecido a lo que usted pretende, Morrison.

—Éramos del mismo oficio. Es lógico que los dos tengamos los mismos sueños de huida. Aquella conversación aclaró mucho las cosas.

—Después nuestro encuentro a trío.

—Carvalho salió muy impresionado por usted y muy despreciativo conmigo. Me comentó que siempre había estado equivocado sobre la verdadera valía de Hemingway y Scott Fitzgerald. En cierta ocasión, Scott Fitzgerald le dijo a Hemingway: «Los ricos son diferentes». Hemingway contestó: «Sí, tienen más dinero». Siempre había estado equivocado. Yo creía que el más listo era Hemingway y Scott Fitzgerald un advenedizo con complejo de vivir a este lado del paraíso. Pero el sabio era Scott Fitzgerald. Los ricos son diferentes. Bastaba ver a H en diálogo contigo y conmigo. Él era diferente. Tenía más dinero. Todo el dinero. Y ya es diferente por eso. Es el único poder sólido.

—La corrupción de Carvalho se acrecentaba día a día. Su disgusto por el trabajo que hacía era un acicate para dar el golpe definitivo. Cuando le propusimos matar a Kennedy vio la oportunidad de cobrar un doble sueldo con un solo tiro: el que ya había estipulado con Bacterioon y el que le ofrecía usted.

—La oportunidad de toda una vida.

«Pepe, hijo mío. ¿Es verdad todo lo que dice este señor? Nosotros siempre habíamos sido pobres, pero honrados. Tu abuelo paterno fue campesino. Yo fui modista desde los doce años y cuando la modistería se daba mal me dedicaba a la confección de ropa interior de caballero. Tu padre fue emigrante, de la UGT, policía secreta durante la guerra, preso político y mozo de almacén hasta el último suspiro. Cuando te aprendiste de memoria el
Diccionario Ilustrado Spes
comprendimos que estabas llamado a hacer grandes cosas. A los once años leías
El Criterio
, del padre Balmes y La vuelta al mundo de un novelista, de Blasco Ibáñez. A los quince años eras profesor de párvulos y cobrador dominguero de recibos del seguro de entierro. Cuando entraste en la Universidad yo misma te hice unos pantalones nuevos, te compraste una chaqueta todo-tiempo en los almacenes más prestigiosos del barrio y tu padre te fue a ver en secreto cuando hacías cola para matricularte. Después te dio por la política y una noche se te llevaron porque habías ido pintando las paredes de toda la ciudad. Después te casaste y a los cinco meses volvieron a llevársete y no te soltaron hasta un año y medio después. Nada en tu vida respondía a las esperanzas que tu padre y yo habíamos concebido. No nos habías comprado un piso, aunque hubiera sido a plazos. No nos habías comprado un coche para ir al pueblo a enseñarlo a los parientes. Tu mujer fumaba y enseñaba las piernas como yo nunca las había enseñado. Te contestaba mal en nuestra presencia. Venías a comer a casa más para ahorrarte una comida que para hacernos compañía y cuando tu padre te propuso enchufarte en un banco a través del señorito Paco, el hijo de don Licinio Prat, te pusiste hecho una fiera y dijiste que el pobre hombre no entendía nada de nada. Pero, Pepe, por todo habríamos pasado de no haberle hecho aquella marranada a Muriel. ¿Por qué te fuiste de pronto y la dejaste plantada con la nena? Desde que tú te fuiste apenas si hemos visto a la niña, de ti sólo sabemos de tarde en tarde, cuando escribes dos letras o envías algún dinero que yo ingreso en una cartilla de ahorros para la niña. Y ahora nos enteramos que has matado al presidente de América. Ya no me quedan lágrimas para llorarte. Además no entiendo cómo con tus ideas has atentado contra un presidente de la República. Tu padre siempre había sido republicano y aunque mi padre era de derechas (se metió en un lío de la CEDA nada menos que en 1937 y en zona roja) a mí siempre me había tirado políticamente la república y sentimentalmente la monarquía. La república es más cosa nuestra, pero la monarquía es, cómo te diría yo, más bonita. ¿Qué te había hecho el presidente de América, Pepe? ¿No te das cuenta que dejas una viuda y dos hijos sin padre? No sabes tú, desgraciado, la falta que hace un padre en una casa. Yo tuve que sacarte adelante mientras tu padre estaba en la cárcel y sé lo que cuesta. Ya sé que la familia del presidente tiene dinero, pero el dinero no lo es todo. He estado engañada hasta el final. Ya debía suponer que si eras capaz de dejar abandonadas a tu mujer y a la niña eras capaz de todo. Sin embargo, pase lo que pase, ya sabes que estoy a tu lado. Te envío una manta y una fiambrera con carne empanada para cuando te detengan. Dime si te dejan meter termos y te haría un buen caldo gallego. Ya hablaré con Muriel por si quiere ayudarme a encontrar un abogado. Escríbeme pronto y dime si te parece bien el señor Ruiz Jiménez como abogado. Estuvo muy simpático y comprensivo en las anteriores ocasiones.

»Te abraza tu madre que te quiere.»

—Santa mujer.

—Muy emotivo.

Mister H solloza a hurtadillas mientras finge arreglar unos papeles sobre la mesa palisandro. Morrison mira entristecido la falsa ventana donde las falsas torres de petróleo lanzan falsos chorros de oro negro. Entra en la estancia un caballero de la Orden de Malta que recauda fondos para los niños poliomielíticos de Guinea Ecuatorial. Morrison le da mil dólares y míster H un millón.

—¿Qué debe hacer nuestro hombre?

En el televisor, Pepe Carvalho prosigue su decidida conducción. Probablemente se estén forjando una falsa opinión de mí. En realidad más que ganar dinero persigo destruir cualquier asomo del obsceno sentido de la solidaridad. La conducta perfecta es la más aséptica y predico con el ejemplo. No hay mejor prueba de asepsia que el asesinato. Predico con el ejemplo.

—¿Ha oído usted a ese cínico?

—Le he oído. Es inadmisible.

—¡Qué desfachatez!

Y si acepto cobrar es porque de esta manera destruyo en mí mismo cualquier coartada de moralidad convencional. Si ustedes tienen una formación religiosa y cultural sólida, ya me entenderán. Voy a matar a ese viejo. Nadie me lo impedirá y después dejaré todo esto. Entre lo que me paga Bacterioon y lo que me paga míster H tengo una espléndida madurez y una tranquila vejez aseguradas. Como en las películas bonitas, volveré a mi tierra, intentaré recuperar a Muriel y a la niña, cambiaremos de nombre y emprenderemos una nueva vida sin que nada nos falte. Disculpen la torpeza de mi madre. Los proletarios son impúdicos, cometen la cotidiana obscenidad de su miseria objetiva, para decirlo en términos que ustedes, con la formación religiosa y cultural que les supongo, sabrán degustar con tan exquisito paladar.

—¡Morrison! ¡Mátele! ¡Inmediatamente!

—Cada cosa a su tiempo. Aún no me han avisado de la llegada del helicóptero. En diez minutos estoy allí. Dos después de que él haya liquidado al viejo Fred.

—Por favor, Morrison, le pagaré mejor, pero no se vaya con Nancy. Le he cobrado afecto a la muchacha. Morrison, por favor. A mi edad esas cosas se agradecen tanto que no es preciso ni comprobar su sinceridad. ¿Usted me comprende?

—¿Cuánto paga por Nancy Flower?

—Dos millones.

—Bien. Pero quiero también algo para ella. No sería justo que no sacara algo.

—Otros dos.

—Trato hecho.

—No sabía cómo decírselo. Le he dado vueltas y vueltas. Todo lo demás era secundario. Bueno, hasta cierto punto. Pero yo quería a Nancy Flower.

—Coloque usted un renacuajo en su escudo de armas: la cabeza de Kennedy y la cola de Nancy Flower.

El renacuajo nada en el aire de la Habitación. Tiene el cabezón sólido y aperillado, como los cabezones de las monedas, y la cola carnal y casi transparente, blanda y con un rojo intermedio entre la sangre y la carne despellejada. Huele a loción capilar y a flujo. Diríase que su talante es pensativo de no agitar tanto la cola y lanzar tantas esporas de renacuajos que crecen al calor de los ceniceros, las papeleras y las vacías fundas de las máquinas de escribir.

—Sólo queda algo por aclarar, Morrison. El asesinato de un presidente de los Estados Unidos traerá mucho lío. Habrá investigaciones. Será precisa una explicación lógica de todo ante la opinión pública.

—Si la explicación puede montarse por la línea Carvalho-Fred, ahí se para todo. En el misterio de un ajuste de cuentas en una
roulotte
, en un descampado. Si la torpeza de Poverty ha dejado el otro cabo suelto, cualquier idea de conspiración será sofocada desde el poder. En este país las alarmas ponen en marcha, automáticamente, los proyectiles dirigidos de cabeza atómica. A nadie le interesan nuestras alarmas. Cuatro o cinco moralistas protestarán y exigirán la verdad. Pero envejecerán y dentro de cuarenta o cincuenta años el caso Kennedy será un tema curioso del Reader's Digest o lo que sea. Los nombres de usted y Carvalho no querrán decir nada a nadie, y Kennedy será en la memoria de las gentes un renacuajo con la cabeza del rey Midas y la cola del rey Arthur de Bretaña.

—Habla usted como un buen vendedor, Morrison. Le hago una oferta especial como vendedor. La jefatura de la costa oeste. Jefe de ventas. Ya está dicho.

—Lo siento. Cobro y me marcho.

¿Por qué te vas y me dejas con este viejo rico y asqueroso? Todo lo he hecho por ti. Desde hace casi diez años toda mi vida la he puesto a tu disposición. He corrido peligros por tu culpa. He ido con otros hombres cuando tú me lo pedías.

Eso no es cierto. Nadie te pidió que te acostaras con míster H y lo hiciste. Nunca te he dicho nada, pero me sentó muy mal, Nancy. Una cosa era todo lo que conllevaba nuestro trabajo, otra el capricho, y el acostarte con míster H fue muy mortificante para mí.

—Nancy y yo le escribiremos.

—No pienso darles mis señas.

—Vamos, Morrison, no sea usted quisquilloso. Soy tan feliz que quiero compartir con todo el mundo mi felicidad.

Estaba harta de tus juegos. Estaba harta de que me utilizaras sin ninguna esperanza de final feliz, sin ninguna esperanza de que aquello realmente nos uniera algún día, al fin solos, tú y yo.

Sabías que éste era el final de la aventura. Que aquí ponía punto final. Te lo dije: Nancy, he pescado algo gordo, si me ayudas, ésta es la definitiva. Lo sabías y, sin embargo, te acostaste con míster H.

Me fascinó su prepotencia. Tiene demasiado dinero para merecer un no, Morrison, debes entenderlo. No me dejes con él. Llévame contigo. Si me dejas no sabré decirle que no.

Lo siento. Ya estoy decidido. Me ha ofrecido demasiado dinero. Si no me hubiera enterado de que fingías ante él orgasmos patéticos aún habría podido prescindir de la tentación de los dos millones. Pero ha sido excesivo. Además te dejo bien arreglada. Él te da otros dos millones.

—¿Dos millones?

¡Dos millones!

No lo sabía. Me ha desconcertado tanto tu actitud que no he escuchado lo que yo sacaba ganando. Así la cosa cambia.

Considerablemente.

Pero me cuesta renunciar a ti. Podríamos dejar pasar un año. Después me deshago de míster H y voy en tu busca.

No está mal pensado.

Espérame.

Lo intentaré.

Entra en la estancia un chófer de Dodge español. Lleva la gorra respetuosamente sobre el brazo en ángulo recto.

—Señor, el helicóptero ha llegado.

—Gracias, Paco: la hora de la verdad, Morrison.

—Ha llegado.

—No falle.

—No fallaré. Será casi instantáneo y simultáneo. Aún no haya matado a Fred, yo ya habré disparado sobre Pepe Carvalho. Adiós, míster H, y no olvide lo del dinero.

Se va volando por la ventana falsa, seguido del chófer, que luce ahora unas bruñidas alas metálicas. Nancy Flower sale entonces desnuda del tintero y besa líquidamente a míster H.

La
roulotte
estaba aparcada en un pequeño prado, junto a una hilera de álamos que seguían la ruta de un seco canal. Era una
roulotte
verde, con letreros publicitarios de ungüento de serpiente de los Apalaches. Puñados de vencejos perseguían el rastro de la noche cercana y en los desmontes envejecía la tierra a medida que el sol se retiraba tras las colinas. Al cerrar la portezuela del coche pensé que el ruido era muy similar al que se oía en las películas americanas cuando el protagonista cierra la portezuela del coche. Es el ruido más característico del cine americano; prueba de ello es que cuando en el resto del mundo se realizan películas con pretensiones de perfección norteamericana, el ruido del cierre de portezuelas de coche se multiplica sin ton ni son. Mientras descendía por el prado hacia la
roulotte
pensaba que hay dos clases de ruido de cierre de portezuela de coche, según dos clases de significados dentro del contexto de la trama-intriga. Uno es el ruido de secuencias de enlace dentro de la descripción: secuencias conjunción, en general, copulativa. Por ejemplo: Doris Day llega a un gran supermercado. Aparca el coche. Sale del coche. Se inclina ofreciendo al espectador la perspectiva de su culito proporcionadísimo y cierra la portezuela. Toe. Es un ruido que promete la compra de un gran bistec y de latas de cerveza. Otra secuencia. La misma Doris Day ya ha hecho la compra, vuelve a subir al coche, con el consiguiente ruido y se va a su casa. Llega a la casa. Primer plano de una ventana abierta (Doris Day la había dejado cerrada).

Plano medio de Doris Day sentada al volante y con el ceño fruncido. Doris Day sale del coche. Ahora ofrece al público sus pechos acuarentados, su rostro preocupado de adolescente de cuarenta años, sus pecas con cuarenta años a cuestas. Cierra la portezuela. Toe. Ese ruido promete el hallazgo de un cadáver en el hall, el cadáver de Raymond Burr, pongamos por caso, con un hilillo de sangre descendiente de cada juntura de labios, como si se tratase de un bigote mongol de defectuoso arranque.

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