El extractor de la
roulotte
empezó a expeler humo. Saqué la pistola de la sobaquera y quité el seguro. A unos cinco metros de la
roulotte
pensé en lo que diría: ¡No oponga resistencia! O, tal vez: ¡Manos arriba y mucho ojo! Tal vez no dijera nada y me limitara a pincharle los riñones con la punta de la pistola. Pero algo tendría que decirle para que acabara de interpretar mi acto. ¿Un culatazo? Quizá recurriría a la voz del juego infantil: ¡Manos! Nunca el lenguaje gangsteril ha llegado a tal economía expresiva como en el lenguaje de los niños que juegan a gangsters y policías. Ya no dicen ¡manos arriba! Les basta el ¡manos! Dentro de la convención del juego, ¿para qué otra cosa pueden servir las manos sino para ponerlas arriba? De pie, con la pistola en la mano, a cinco metros de la
roulotte
, me di cuenta que estaba a tiro, bastaba que el viejo hubiera oído el ruido del coche. Di dos ridículos saltos para situarme tras la parte ciega de la roulotte y me senté en el suelo. Con unas piedrecitas desvié la ruta de un hormiguero; me planteé una vez más el tema de las relaciones familiares entre las hormigas. Si frustras el recorrido de las hormigas puedes provocar tragedias familiares. Madres hormigas que pierden a sus hijos. Padres hormigas que nunca más se reúnen con su familia. Parejas de hormigas recién casadas que quedan separadas por kilómetros y kilómetros hormigueros. Las hormigas me fascinaban desde pequeño. Mi padre las adoraba. Se ponía en cuclillas ante el pueblo errante y malgastaba algunas oraciones líricas que el pobre hombre guardaba para estas situaciones. Tenía una cierta manía (más verbal que práctica) al género humano y eso le llevaba a entusiasmarse excesivamente por las hormigas, las abejas y los gatos pequeños. También le gustaban las estatuas de escayola, las ciudades a lo lejos y andar por alamedas en compañía de doscientas cincuenta mil personas con gustos muy afines a los suyos. Le gustaba con locura la cerveza con gaseosa, el caldo gallego, el escaso fresco barriobajero de una noche de verano, quedarse en camiseta sin mangas, limpiarse los zapatos, limpiarme los zapatos, pelar manzanas al resto de los comensales, ofrecer su pañuelo para que los demás se sonaran, hacerse chancletas con zapatos viejos, defender a Stalin, recomendar la lectura del padre Balmes y del barón de Holbach, estimular el ahorro entre los niños, regalar relojes a todos sus parientes, quedarse callado con los codos apoyados sobre la baranda de un estrecho balcón, los ojos juguetones sobre las gentes que pasaban por la calle con la confianza del que atraviesa un desfiladero formado por nichos de viejas familias comanches muertas.
El fresco del césped me enfrió el culo. Me puse en pie. Volví a meter la pistola en la sobaquera. Palpé la plancha de la
roulotte
por si a ella llegaba algún eco de la escasa vida que se desarrollaba dentro. No recibí ninguna sensación digna de que le dedique una línea. Amigo lector, usted, con su inteligencia innata y con la costumbre de la coparticipación literaria que ha adquirido bajo la influencia de los profetas de la hora del lector, ya habrá adivinado que yo no tenía ningunas ganas de consumar mi propósito. Que por eso me hacía el remolón, agotando los últimos rincones de mi capacidad de recuerdo y olvido. Y si usted, amigo lector, es un apasionado de la literaturametría, o ciencia de medir la literatura, ya se habrá dado cuenta de que la presente parrafada se alarga más que las inmediatamente anteriores, precisamente para aplazar todo cuánto puedo el momento de enfrentamiento con el viejo.
La noche había subido desde mis pies hasta el cielo enlunado. Sentí el suficiente frío como para cruzar los brazos sobre el pecho y complacerme con mi propio calor. Me acerqué hasta la primera ventanilla. Pero las cortinas estaban corridas y nada se veía. Un débil ruido de cosa en estado de fritura. Un olor. O tal vez el olor lo suponía porque no supe diferenciarlo. Seguí andando hasta llegar a la portezuela. Probé con el pomo. Cedía y retiré la mano con precipitación. Pensé en volver atrás, en dejar la cosa para la policía o para Morrison y los demás. De hecho me aparté unos pasos de la
roulotte
. Me detuvo el paso veloz de un coche por la carretera. No. Aquél era un asunto mío. Un asunto que me interesaba a todos los niveles. Me volví resueltamente hacia el cajón metálico. Desanduve lo andado, empuñé el pomo con decisión y mi brazo se tensó para tirar de la portezuela, mientras mis pies se afirmaban en el suelo para dar el salto. Algo hizo que toda mi estructura física se relajara y que protegiera mi cabeza contra un hombro. Traté de pensar algo, pero no pensaba nada. Ante mi imaginación una laguna negra sin agua, mis ideas rotas, ni palabras ni sonidos en ningún rincón de mi cabeza más que regular. Me metí las manos en el bolsillo. Saqué una mano, la dejé colgada del pomo. La mano cobró libertad de acción, manipuló y tuve que apartarme para dejar sitio a la portezuela abierta. El rectángulo iluminado estaba poblado por una pequeña cocina de gas, por la bombona, por la sartén de la que salía poco humo y olor a tocino frito. Zambullí la cabeza en el rectángulo. A mi izquierda, las cortinas corridas sobre la gran ventana central; a mi derecha, la espalda enchaquetada de un hombre sentado y sin pantalones que tenía los pies metidos en un barreño humeante. Subí quedamente, pero sin propósito. El techo me obligaba a inclinar la cabeza. Me quedé con el techo por sombrero, empotrado entre techo y suelo, con la mano a medio camino hacia la espalda del hombre o hacia su cabeza cana. Di un difícil paso, sin abandonar el ficticio raíl entre techo y suelo. Mis dedos rozaron primero la vieja hombrera izquierda, después se posaron sobre ella. El hombre volvió la cara. Sus arrugas, sus ojos deformados por las lentes de hipermétrope, me miraban a la cara. Volvió la cabeza hacia el barreño y chapoteó suavemente con los pies. Sacó los pies del agua y se los miró cuidadosamente. Eran unos pies desvencijados. Con venas a punto de estallido. Llenos de lomas y de rojeces.
Los dos primeros tiros se insertaron casi en el mismo orificio, bruscamente abierto entre los sucios pliegues del cogote. Se derrumbó casi al mismo tiempo que se derramaba el agua jabonosa por toda la roulotte.
El tercer tiro arrancó un jirón de ropa quemada a la altura espaldar del corazón. Sólo se estremeció una vez.
Barcelona, La Garriga, 1967-1971
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Juan Diego Moya Bedoya
.
Escuela de Filosofía, Universidad de Costa Rica
Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) fue un destacado literato y periodista español contemporáneo, autor de una cuantiosísima producción teórica, ensayística y narrativa, amén de poética. Vázquez Montalbán, que participó significativamente del ideario político del Partido Comunista español, escribió unas
Cuestiones marxistas
(1974) y una biografía de Dolores Ibárruri, la Pasionaria:
Pasionaria y los siete enanitos
(1991). Vázquez Montalbán se reveló lúcido crítico respecto del modo de producción capitalista, y del liberalismo económico. A la política, a la crítica de la cultura, a la teoría social, a la gastronomía, consagró numerosos libros, ensayos, reflexiones, etc. Su
Informe sobre la información
(1963) es un texto capital en el contexto de la reflexión del periodista acerca de su quehacer. En cambio,
Manifiesto subnormal
(de 1970) es un vehemente alegato contra el racionalismo.
Crónica sentimental de España
(1970) se consagra a explorar aspectos y facetas varias de la cultura popular española. Escribió además
El arte de comer en Cataluña
(1977), libro inspectivo respecto de asuntos propios de la cultura popular. Del año 1998 data, por su parte,
La literatura en la construcción de la sociedad democrática
.
Entre sus textos poéticos, figura
Una educación sentimental
(1967), mediante la publicación del cual poemario adquirió una destacada posición entre los
novísimos
, los poetas vanguardistas de la época.
Una educación sentimental
lo consagró entre estos.
Su obra narrativa contempla múltiples producciones textuales, entre ellas
Recordando a Dardé
(1969),
El pianista
(1985),
Cuarteto
;(1988),
Galíndez
(1990). Con
Galíndez
obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1990.
Es, asimismo, el creador de un personaje emblemático dentro de la literatura española contemporánea: el detective, de ascendencia gallega, Pepe Carvalho. Las dieciesiete novelas policíacas de Vázquez Montalbán se inscriben, ciertamente, en el género de la literatura policíaca o, por mejor decir, detectivesca. Empero, son de manera preponderante novelas ideológicas, escritas desde el punto de mira de un acerbo y despiadadamente lúcido crítico de la sociedad burguesa contemporánea. En acuerdo con el
Diccionario de literatura universal
, de la casa editorial Anaya,
Yo maté a Kennedy
es una obra de género mixto: tanto novelística cuanto ensayística (cf. José Jesús de Bustos Tovar [Director]:
Diccionario de literatura universal
. Anaya, Madrid, 1985: 624).
La saga de Carvalho ha principiado con la obra que hemos leído:
Yo maté a Kennedy
, redactada entre 1967 y 1971, y publicada en 1972. Este complejo y breve texto es, en realidad, una inmisericorde caricatura de la sociedad estadounidense contemporánea; de sus valores, obsesiones y estereotipos. La saga de Carvalho prosiguió con dieciséis obras más, entre ellas
Tatuaje
(1975),
La soledad del manager
(1978) y
Los mares del sur
(1978), novela que recibió, en el año siguiente, el Premio Planeta. En el año 1981 se editó
Asesinato en el comité central
, y en 1984
La rosa de Alejandría
. Del año 1988 data
El delantero centro fue asesinado al atardecer
(cf. Gran Referencia Anaya. Vox, Madrid, 2000: 7704).
Del año 1992 data un texto cabalmente independiente de la serie de los anteriormente enumerados:
Autobiografía del general Franco
, y de 1998 su texto acerca del proceso revolucionario cubano:
Y Dios entró en la Habana
. Finalmente, en 1999 compuso una novela para jóvenes lectores:
El señor de los bonsáis
.
Vázquez Montalbán escribió
Yo maté a Kennedy
en una época de florecimiento y auge del experimentalismo, forma de vanguardia en el contexto de la España de la época, lapso durante el cual el régimen del general Francisco Franco Bahamonde, ante la conciencia ineluctable de que el caudillo moriría en un mediano plazo y ante la proliferación de las acciones contestatarias, optó por el endurecimiento y la acentuación de las prácticas represivas de la disidencia y la pluralidad de las voces impugnadoras.
Sabemos que el experimentalismo rompió con el realismo objetivista. En principio, otorgó su atención, de manera preponderante, al lenguaje mismo. Henos en presencia de un rasgo característico de la primera producción narrativa de, v. gr., José María Guelbenzu.
1
.
En conformidad con los experimentalistas, la indagación sobre las posibilidades expresivas y los límites del lenguaje adquiere un papel preeminente. El entusiasmo formalista acabó por plasmarse como antinovela, esto es, obra antipódica de lo inveteradamente concebido como novela. En esta medida, las producciones narrativas de los experimentalistas adolecen de no linealidad y esfuminación argumental; de apelación apersonajes antiheroicos, precariamente caracterizados (exiguamente delineados); de exigua concreción espacial (la cual es, en más de una ocasión, noética antes que física); de discontinuidad cronológica, etc. El tiempo, según los narradores experimentalistas, deviene discreto, y el escenario de asociaciones fortuitas, no hegemonizadas por racionalidad constructiva alguna. En las obras de estos formalistas, aflora harto frecuentemente el monólogo interior —algo que ya hemos mencionado—, el cual suele degenerar en desgarramiento, en atomización de las voces, en discontinuidad febricitante.
Entre los recursos técnicos de los experimentalistas descuellan la apelación al referido monólogo, el recurso a una segunda persona (hecho que aflora en la obra leída de Vázquez Montalbán), la explotación del contenido expresivo (eminentemente connotativo) de las peculiaridades de la tipografía, la transgresión de las reglas morfosintácticas, la conculcación de las reglas ortográficas, etc. Asimismo, los experimentalistas procedieron a repudiar las pretensiones literarias de carácter testimonial.
Hubo también, en la época, una suerte de cultivo de la novela surrealista, en la cual lo onírico deviene protagonista.
Los experimentalistas se hicieron eco de numerosos intertextos de la literatura anglosajona y germánica, entre ellos las obras del irlandés James Joyce (autor de
Ulises
), las del estadounidense William Faulkner (autor de
The Sound and the Fury
), las del checo Franz Kafka, etc. Para los experimentalistas, los más relevantes son las obras de Joyce y Kafka.
Podría subrayarse, finalmente, que esta corriente, la cual ha sido de florecimiento efímero y acabó por agostarse hacia 1975, fue de carácter eminentemente lúdico. Ha concebido, en efecto, a la obra literaria en cuanto composición lúdica.
Por añadidura, hagamos la advertencia de que Vázquez Montalbán, plenamente contemporáneo en este respecto, apeló —tácita o explícitamente— a múltiples intertextos teoréticos de orden económico, sociológico, teórico-político, teórico-literario, etc., para dialogar, edificar, aniquilar, parodiar, etc. Su producción narrativa se halla signada, por ende, no solamente por el recurso al intertexto, por la positiva imbricación de texto, intertexto e interdiscurso, sino también por el multiestilismo, la discordancia y la polifonía, tres propiedades del género novelístico en cuanto tal -como supo inmejorablemente caracterizarlo Mijaíl Mijáilovich Bajtín (1895-1975) en su obra intitulada
La palabra en la novela
, texto compuesto desde 1934 hasta 1935 (cf. Bajtín, 1986: 86).
En relación con la discordancia, hagamos la precisión de que el nexo de Vázquez Montalbán con sus fuentes teóricas es frecuentemente parricida (en el respecto simbólico) y paródico. No cabe duda fundada, por consecuencia, de que sea tensional, y de que el literato no busque, en última instancia, resolver tensiones, contradicciones materiales, antagonismos, etc. Todo lo contrario, a fuer de que, en cuanto pensador y literato cosmovisionalmente dialéctico, aquilata la contradicción material en cuanto principio (dinámico) de procesualidad, movimiento, transformación, etc. Consciente y premeditadamente se propone, si se quiere, exacerbar aquéllas. No podríamos imaginar, por consiguiente, disposición literaria alguna menos edificante y promotora del filisteísmo.