Authors: Giorgio Faletti
—¿Has leído la tarjeta?
Era la primera vez que se hablaban.
—Sí, la he leído.
—¿Y qué piensas?
Ella no supo qué decir.
—Es... es bonito.
Sin previo aviso, reuniendo valor a dos manos, Andrés se inclinó y la besó en la mejilla.
En ese momento Helena volvió la cabeza y vio con horror a su padre, a contraluz, en el umbral de la caballeriza. Lo había visto todo. Todo y solo lo que había sucedido.
Un muchacho de su edad la había besado en la mejilla.
El general se abalanzó como una furia sobre el pobre jovencito y le abofeteó con tanta violencia que le hizo sangrar la boca y la nariz. Después lo alzó del suelo y lo arrojó contra la puerta del box de Mister Marlin, que retrocedió con un relincho de miedo. Cuando lo aferró por el cuello y volvió a ponerlo en pie, Andrés tenía la camisa manchada de la sangre que le goteaba de la nariz.
—Ven conmigo, pequeño bastardo.
Lo arrastró a la parte delantera de la casa y lo arrojó como un saco vacío a los pies de Bryan Jeffereau, que se quedó boquiabierto, con un par de tijeras de jardín abiertas en la mano.
—¡Ten, Bryan, coge a este degenerado y marchaos ahora mismo de mi casa! ¡Y agradece que no lo acuse de intento de violación!
La furia de Nathan Parker no admitía réplicas, y Jeffereau lo sabía. Recogió en silencio a su hijo, a sus hombres y sus herramientas y se marchó.
Helena nunca más volvió a ver a Andrés Jeffereau.
Poco después comenzaron las «atenciones» de Nathan Parker hacia su hija.
Ahora, Helena atravesó la alcoba que se abría al pequeño balcón. Sobre la mitad de la cama caía un rayo de luz. Interpretó como un buen augurio que la parte soleada fuera aquella donde había dormido Frank, la única persona en el mundo a quien había tenido el valor de confesar su vergüenza.
Salió de la habitación y bajó a la planta inferior.
La evocación feliz de los pocos momentos pasados con Frank no bastaba para anular sus recuerdos, tan lejanos en el tiempo todavía tan hirientes, como si todo hubiera sucedido el día anterior
«No son muchas las muchachas que han perdido la virginidad a manos del propio padre —se dijo—. Espero que no seamos muchas; y me gustaría, por el bien del mundo, ser la única, aunque estoy segura de que no es así...»
El mundo estaba lleno de hombres como Nathan Parker, no lo dudaba. Y tampoco dudaba que el mundo estaba lleno de mujeres como ella, pobres muchachas asustadas que habían llorado lágrimas de humillación y asco en una cama con las sábanas sucias de sangre y del mismo semen que las había engendrado.
Su odio no tenía límites. Por el padre y por ella, por no haber logrado rebelarse cuando debió hacerlo. Ahora tenía la justificación de Stuart, el hijo al que amaba tanto como odiaba a su padre. El hijo por el que en una época habría pagado cualquier cosa con tal de perderlo, y al que ahora no quería perder a ningún precio. Ahora estaba él; pero antes, ¿quién estaba? Por mucho que se esforzara, no conseguía encontrar ninguna coartada a su debilidad frente a la violencia del padre.
A veces se preguntaba si en su interior no habría, adherido a su mente como un cáncer, un amor tan enfermizo como el de Nathan Parker. Quizá continuaba sufriendo esa tortura porque era su hija y por sus venas corría la misma sangre y la misma perversión de ese hombre. Se lo había preguntado muchas veces.
Aun así, solo una cosa la había salvado de enloquecer. Saber que nunca, ni una sola vez, lo que había tenido que soportar le había gustado.
Hanneke debió de sospechar algo, aunque Helena nunca lo sabría con certeza. Tal vez lo que ocurrió después solo fue producto de un fuego que ardía bajo su apariencia glacial y formal, un fuego del que nadie, quizá ni siquiera ella misma, se había dado cuenta nunca.
De un modo banal y prosaico, dejando una carta de la que Helena se enteró solo muchos años después, la alemana huyó con un maestro de equitación que frecuentaba la casa; abandonó sin añoranzas al marido y a las niñas. Y, desde luego, se llevó una considerable suma de dinero.
El general Parker tuvo en cuenta solo una cosa: la discreción con quesucedió todo. Hanneke sería una furcia, aunque con clase, pero estúpida. Si hubiera humillado públicamente a su marido, las consecuencias habrían sido dramáticas. Él la hubiera seguido hasta el fin de los tiempos y del mundo, hasta consumar su venganza.
Con toda probabilidad la carta, que Helena no había leído nunca, tenía esa finalidad: si la mujer sabía o sospechaba el comportamiento de su marido hacia Helena, debió de proponerle un acuerdo. Su libertad y su silencio a cambio de la misma libertad y el mismo silencio. El pacto fue tácitamente aceptado. Con el tiempo, y abogados de por medio, llegaron a un divorcio que puso las cosas en su lugar.
Nadie, como solía decirse, había salido perjudicado.
Ciertamente en nada salió perjudicado Nathan Parker, cuya indiferencia hacia su mujer era total en los últimos tiempos, así como su poder sobre Helena. Y menos aún salió perjudicada Hanneke, que ahora disfrutaba de dinero, de amantes y viajaba por el mundo.
Quedaban dos muchachas, como rehenes del destino, para pagar errores que no habían cometido. Arijane, poco después de alcanzar la mayoría de edad, se fue de casa y, tras vagabundear un tiempo, terminó viviendo en Boston. Sus conflictos con el padre se habían multiplicado en progresión geométrica a medida que crecía. Helena vivía, por un lado, aterrorizada de que le sucediera lo mismo que a ella. A veces espiaba el rostro de su padre mientras hablaba con Arijane para ver si en sus ojos se encendía esa luz que había aprendido a reconocer y a temer. Por otro lado —y se había maldecido por ello—, rogaba que sucediera, para no oír más los pasos del padre al acercarse a su alcoba en plena noche, para no sentir su mano que levantaba la sábana y el peso de su cuerpo en la cama, para no sentir...
Cerró los ojos y se estremeció. Ahora que había conocido a Frank y sabía cuál era el verdadero mensaje que dos personas podían intercambiar con una relación física, era plenamente consciente del horror y la repugnancia que había vivido durante todos aquellos años.
Frank era el segundo hombre de su vida con el que se había acostado, y el primero con el que había hecho el amor.
En la planta baja, la casa estaba llena de luz. En ningún lugar de mundo había una luz semejante. En alguna parte, en esa ciudad; Frank estaba viendo la misma luz, y quizá estaba sintiendo el mismo vacío. Era como si una máquina le aspirara el aire y la piel se adhiriera con ferocidad a los huesos, en una tentativa antinatural de implosión. Y todo eso mientras en ella comenzaba a actuar una fuerza exactamente opuesta, el deseo desenfrenado de hacer estallar todo lo que llevaba dentro.
Helena atravesó el pasillo que llevaba a la puerta del jardín. Pasó ante la habitación en la que Mosse había encerrado los teléfonos. Se detuvo. Justo en la puerta ante la que se hallaba ahora, ella y Frank habían intercambiado una larga mirada la noche en que habían arrestado a Ryan. Ella, exactamente en ese momento, lo había entendido. ¿Tal vez a él le había sucedido lo mismo? En sus ojos no había habido ninguna señal de emoción, pero Helena, con esa intuición que solo las mujeres tienen, estaba segura de que ese había sido el momento exacto en que había comenzado todo entre ambos.
Deseaba más que cualquier otra cosa que él estuviera allí, para poder preguntárselo.
Luego sacó del bolsillo el móvil que le había dado Frank la segunda noche, cuando había tenido que marcharse para ir a comunicarle a Céline la muerte de su amigo, el comisario. Reflexionó sobre su extraña situación, que le imponía guardar como un secreto precioso lo que el mundo entero consideraba ya un objeto de uso corriente.
Probó llamar al número de Frank, que él había grabado en la memoria. Una voz automática le anunció que el móvil del abonado estaba apagado y le aconsejó probar más tarde.
«No, te lo ruego, Frank, no me rehúyas justo ahora. No sé cuánto tiempo me queda. Muero de solo pensar en no poder verte; al menos quiero hablarte...»
Pulsó otro botón, que correspondía al número de la central de policía. Le respondió la voz del operador.
—Süreté Publique,
bonjour.
—¿Habla usted inglés? —preguntó Helena con cierto temor.
—Pues claro, madame. ¿En qué puedo ayudarla?
Dio la respuesta en inglés, pero dijo la palabra «madame» en francés.
Noblesse obligue
. Helena soltó un suspiro de alivio. Salvada de hacer acrobacias en un idioma que no dominaba. Hanneke les había enseñado —o, mejor dicho, impuesto— alemán a ella y a Arijane, pero sentía horror por el francés, que definía como un idioma de homosexuales.
—Querría hablar con el agente Frank Ottobre, por favor...
—Un instante, madame. ¿A quién debo anunciar?
—A Helena Parker. Gracias.
—Espere.
El operador la dejó esperando, y al cabo de unos instantes la voz de Frank le llegó por el aparato.
—Helena, ¿dónde estás?
Ella sintió que se ruborizaba, y ese fue el único motivo por el que se alegró de que él no estuviera allí en ese momento. Le pareció que volvía atrás en el tiempo, a aquel día en que había sentido en la mejilla los labios tímidos e inexpertos de Andrés Jeffereau. Supo que Frank Ottobre tenía el poder mágico de hacerle recuperar su inocencia. Y con ese descubrimiento Helena tuvo la confirmación definitiva de cuánto lo amaba.
—Estoy en casa. Mi padre ha salido con Ryan y Stuart, y estoy sola. Mosse ha encerrado en una habitación todos los teléfonos. Estoy usando el que me dejaste tú.
—¡Ese cabrón! Menos mal que se me ocurrió la idea de darte un móvil...
Helena no sabía si en la centralita de la policía escuchaban las conversaciones. Frank le había dicho que sospechaba que tenía pinchados el móvil y el teléfono de su casa, en el Pare Saint-Román. Quizá era por eso que hablaba con brusquedad.
Helena no quería decir nada que pudiera dañarlo o perjudicarlo, pero sentía que estallaba.
—Debo decirte algo...
« ¡Ahora! —se alentó—. ¡Dilo ahora o no lo dirás nunca!»
—Te quiero, Frank.
Helena pensó que era la primera vez en su vida que pronunciaba esas palabras. Y que por primera vez sentía un miedo del que no se asustaba.
Al otro lado hubo un silencio. Fueron apenas unos segundos, pero a Helena le pareció que, en el lapso transcurrido antes de oír la respuesta, un hombre habría podido plantar y cosechar dátiles.
Después la voz de Frank salió al fin por el teléfono.
—Yo también te quiero, Helena.
Así, simplemente, como debía ser. Con esa sensación de paz que desde siempre emana de las obras maestras. Ahora Helena Parker ya no tenía dudas.
—Que Dios te bendiga, Frank Ottobre.
No hubo tiempo de decir más. En la estancia donde se hallaba Frank se oyó el ruido de una puerta que se abría, atenuada por el filtro del teléfono.
—Disculpa un instante —le oyó decir, de pronto frío.
Helena oyó que una voz que no era la de él decía palabras que no entendió. Después un grito de Frank, el ruido de algo que golpeaba sobre una superficie de madera, seguido por una imprecación, la voz de Frank que gritaba: « ¡No, por Dios, otra vez él, maldito hijo de puta...!».
Después, de nuevo su voz en el teléfono.
—Discúlpame, Helena. Sabe Dios que no querría dejarte, pero debo salir ahora mismo...
—¿Qué ha sucedido? ¿Puedes decírmelo?
—Claro que sí. De cualquier modo, mañana lo leerás en todos los periódicos. ¡Ninguno ha matado otra vez!
Frank cortó la comunicación. Helena se quedó mirando la pantalla, confundida, tratando de adivinar cómo cerrar la comunicación. Estaba tan feliz que ni siquiera se dio cuenta de que su primera verdadera llamada de amor se había interrumpido por la noticia de un asesinato.
Frank y Morelli bajaron la escalera como si de ello dependiera el destino del mundo. Mientras literalmente volaban sobre los escalones, Frank se preguntó cuántas veces más se repetiría esa carrera antes del fin de la pesadilla. Mientras hablaba por teléfono con Helena, por unos instantes se había sentido en una pequeña isla tranquila en medio de un mar azotado por la tempestad... hasta que llegó Claude e interrumpió ese sueño de ojos abiertos.
Ninguno había vuelto a matar. Y del peor modo, añadiendo la burla al daño.
«Dios santo, ¿cuándo terminará esta matanza? ¿Quién es este hombre? ¿Qué es este hombre para hacer lo que hace?»
Salieron por la puerta de cristal de la comisaría y a la derecha vieron un corro de policías alrededor de un coche. La calle ya estaba vallada, para bloquear vehículos y peatones tanto en Suffren Raymond como del lado opuesto, a mitad de la calle Notari.
Frank y Morelli bajaron el tramo exterior de la escalera y se acercaron. Los agentes se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Aparcado justo frente a la entrada de la central, a la derecha, en el último lugar reservado para los coches patrulla, se hallaba el Mercedes SLK de Jean-Loup Verdier con el maletero abierto.
En el interior se veía el cuerpo de un hombre, cuya imagen parecía una mala copia del asesinato de Alien Yoshida, una tentativa poco lograda, realizada a manera de ensayo. Acurrucado en el maletero del coche, apoyado sobre el lado derecho, estaba el cuerpo de un hombre. Llevaba un pantalón azul y una camisa blanca ensangrentada. En el pecho, a la altura del corazón, había un corte; la sangre se había esparcido a su alrededor por la tela. Pero, como de costumbre, era el rostro la parte más estropeada. El cadáver daba la impresión de mirar la moqueta que recubría las paredes del maletero, a pocos centímetros de los ojos abiertos de par en par, con una horrorosa carcajada sarcástica, la cara desollada, la sangre coagulada en la cabeza calva, donde un irónico mechón de pelo indicaba que esta vez el trabajo se había realizado de manera más bien apresurada.
Frank miró en torno. Ninguno de los agentes mostraba ganas de vomitar.
«Nos acostumbramos a todo, tanto a lo peor como a lo mejor.»
Pero esto no era una costumbre, sino una maldición, y en alguna parte debía de existir el modo de acabar con ella. Él debía encontrarlo a toda costa, si no quería terminar sentado otra vez en el banco de madera y hierro forjado del jardín de una clínica psiquiátrica, mirando sin ver a un jardinero que plantaba un árbol.