Llevamos la pecera a la cocina para realizar la operación de cambio de aguas. La
Boni
seguía devorando su filete crudo. Un hilillo de sangre del filete se le había quedado en los bigotes, y tenía una pinta bastante salvaje. En cuanto nos vio aparecer, se llevó su carne cruda al rincón; tenía miedo de que se la quitáramos. El Imbécil intentó pescar a
Fernandito
con la mano, pero
Fernandito
resultó ser un pez bastante resbaladizo y no había manera, así que cogimos el colador de la leche y así logramos atraparlo. No se resistió. Ya te digo que
Fernandito
es un pez sin expresión, que ni siente ni padece. Yo tiré toda el agua de la pecera en la pila, y el Imbécil se quedó con
Fernandito
en el colador. Intenté hacerlo muy rápido, porque un pez en un colador no puede sobrevivir mucho tiempo. No sé cómo hice, no me lo preguntes porque se ha borrado de mi cerebro, pero al ir a arrimar la pecera al agua caliente, se me resbaló por los brazos y se rompió contra el suelo de la cocina. Yo y el Imbécil nos quedamos mirando los cristales bastante paralizados, y fue entonces cuando
Fernandito
empezó a respirar como si se ahogara; yo creo que porque se dio cuenta de que su futuro estaba bastante negro. Estuve a punto de enfadarme con el Imbécil porque, sin apartar los ojos del suelo, me dijo:
—Lo sabía.
Ésta es una frase que ha aprendido de mi madre, que cuando te caes o tiras algo, siempre dice: «Lo sabía», y tú en ese momento la coges, aunque sea tu madre, bastante manía.
Me hubiera puesto a pelearme con el Imbécil si no llega a ser porque nos dimos cuenta de que
Fernandito
estaba en las últimas. Ya no estaba naranja, se había puesto negro. Como medida de urgencia, eché agua en un vaso y allí que soltamos a
Fernandito
, que empezó a revivir poco a poco. El Imbécil le echó el chupete en el vaso para que
Fernandito
se consolara por la pérdida de su pecera.
—No llores,
Fernandito
—le dijo, acariciando el vaso—. Al buzo no le ha pasado nada.
Como verás, aunque es un niño normalmente sin escrúpulos, de pronto tiene ramalazos de niño sentimental.
Era verdad, al buzo no le había pasado nada; estaba en el suelo, rodeado de cristales, pero como era un buzo de plástico no había sufrido daños personales. Me pasé media hora recogiendo los cristales. El Imbécil estaba sentado en la silla hablando con
Fernandito
, y hablando conmigo. Me decía mientras yo barría:
—Debajo de la pata se ha dejado Manolito cristales.
—Pues te levantas y los recoges tú, listo.
De pronto me di cuenta de que los cristales habían llegado hasta el rincón donde la
Boni
chupeteaba su carne ensangrentada. Me acerqué de buenos modos, intentando explicarle el peligro que corría:
—
Boni
si te tragas un cristal, puedes morir de perforación estomacal.
Pero la
Boni
era acercarme y hacer:
«Grrrrrrrrrr»
.
El Imbécil encontró una vez más la solución: abrió la nevera de la Luisa y sacó otro filete. Lo cogió con la mano y se lo enseñó:
—Boni
, bonita…
Boni
, bonita.
Y la
Boni
soltó su filete viejo y empezó a relamerse mirando el nuevo. Entonces el Imbécil lanzó el filete, ahora hacia el salón. La
Boni
salió disparada. Los dos miramos a ver dónde había caído: en el sofá. La
Boni
entró en éxtasis. Se revolcó en el sofá con el filete agarrado por los dientes. Parecía un tigre. Cerramos la puerta de la cocina, y ahí la dejamos con su filete y su éxtasis.
A mí me sudaban hasta las gafas de barrer por aquí y por allá y de tanta problemática. El suelo sonaba
cruas-cruas
cuando andabas, pero tampoco me iba a pasar la vida limpiando la casa de la Luisa. No era su criadito.
Nos pusimos a pensar dónde podíamos meter a
Fernandito
ahora que su casa se había roto en mil pedazos. Revolvimos los armarios de la Luisa: ¿en una botella, en un tuperware, en el cazo de la leche? Queríamos encontrar un lugar donde
Fernandito
, el inexpresivo, fuera por fin feliz. Lo encontramos: la olla a presión. Era una casa grande; como diría mi madre: sin estrecheces. Echamos agua en la olla. El Imbécil midió la temperatura con el chupete.
—Así está bien.
Y una vez que el Imbécil dio el visto bueno a la temperatura, llenamos la olla con agua tirando a calentita para que
Fernandito
viviera al fin como un pez tropical, y le metimos el buzo y la roca y el tesoro (donado por la Fundación Manolito). Cuando tuvimos listo el hogar, soltamos a
Fernandito
dentro. La olla a presión tenía una pega, que no era transparente, y
Fernandito
parecía que nadaba por el fondo submarino del mar, con todo a oscuras. Lo arreglamos: le cogimos una linterna a Bernabé y la atamos a una de las asas de la olla para que alumbrara el fondo. Por otra parte, la olla tenía una cosa muy buena: que cuando a
Fernandito
se le volviera a enfriar el agua, no habría necesidad de cambiarla; con poner un poquito la olla al fuego, ya estaba arreglado. Sólo un poquito, claro, porque como te pasaras un poco hacías un caldo con
Fernandito
, y eso no mola, porque a
Fernandito
, aunque no tenga una gran comunicación, se le toma cariño. Por si acaso, escribimos un cartel:
«Cuando calientes el agua de
Fernandito
, cuidadito, cuidadito.
Firmado: los Bernabés.»
Cuando terminamos el cartel, oímos la llave de la puerta: por el olor a laca que inundó la casa en un momento, supimos que la Luisa había vuelto de la peluquería.
De lo que pasó una vez que la Luisa entró en su propia casa, no podremos olvidarnos nunca ni yo ni el Imbécil, porque pasamos de ser esos hijos que la Luisa siempre hubiera querido tener, a ser esos monstruos de los que estaba deseando deshacerse ¡pero ya!
Empezaré por el principio de los tiempos: yo y el Imbécil nos habíamos dado cuenta de que la Luisa había llegado por el ruido de las llaves y porque el olor de la laca que le ponen a las mujeres de Carabanchel (Alto) en la peluquería penetra traspasando la madera de las puertas y los ladrillos de las paredes. Es un fenómeno paranormal que algún día llegará a oídos de un productor de Hollywood, y harán una superproducción sobre esa laca, que cuando la hueles pierdes el equilibrio. Yo y mi hermano seguíamos en la cocina, con
Fernandito
nadando dentro de su nuevo hogar (la olla tropical), y nos quedamos tiesos al oler la laca, y más tiesos todavía al oír sus gritos estremecedores:
—Pero,
Boni
, por Dios, ¿se puede saber qué haces con un filete revolcándote en el sofá? ¿Desde cuándo has hecho tú eso,
Boni
, dímelo?
Los gritos de la Luisa eran tan desesperados que ni yo ni el Imbécil nos atrevíamos a abrir la puerta. La Luisa gritó:
—¡Dame ahora mismo ese filete!
Después de un silencio, la Luisa gritó otra vez:
—¡Que me des el filete o me quito la zapatilla y te doy en el morro!
Otro silencio.
—¡Que ya me he quitado el zapato! ¡
Boni
, a la de una! ¡
Boni
, a la de dos! ¡
Boni
, a la de tres!
La
Boni
empezó a gruñir y la Luisa a gritar más fuerte:
—¡Pero que me ha intentado morder, a mí, que soy casi una madre para ella! ¡Vamos a ver esto cómo acaba hoy! ¡Niños!
No me preguntes por qué, pero, al oír la palabra ¡niños!, el Imbécil y yo nos abrazamos. Hay momentos en los que nos sentimos muy unidos.
—¡Niños! ¿Dónde estáis?
El Imbécil abrió la puerta muy lentamente y asomó la cabeza. «Aquí», dijo.
—Pues salir ahora mismo y explicarme quién le ha dado ese filete.
Salimos y vimos a la Luisa con el zapato en la mano y el olor a laca rodeándole la cabeza. No puedo decir cuál de las dos armas era más letal.
—El nene le ha dado el filete a la
Boni
—dijo el Imbécil—. Se lo dio porque la quiere.
La Luisa y yo nos quedamos mirando al Imbécil como si fuera un niño que se hubiera escapado de una película de niños de esas que echan.
—Pero, cariño —dijo la Luisa volviendo a sonreír, pero con el zapato todavía en la mano—, ese filete era para comer nosotros.
La sonrisa iba dirigida al Imbécil, porque de pronto me miró a mí y volvió a ponerse terrorífica.
—¿Y el pelo, qué pasa con el pelo? —me preguntó a gritos.
Y como me gritaba tanto, yo le contesté, muerto de miedo y muy sinceramente:
—Que huele muy mal y desde que has entrado estamos un poco mareados.
—¡Si no digo mi pelo —siguió gritando—, digo el tuyo!
—¿El mío? —me llevé la mano a la cabeza y me acordé de que todavía tenía puesto el peluquín de Bernabé—. Es que me lo puse para jugar a que éramos veterinarios.
—Y el nene —dijo el Imbécil— se lo puso también, pero ahora está dentro de la jaula de
Tutto
.
—¿Dentro de la jaula de
Tutto
… el peluquín? —dijo la Luisa, con unos ojos que parecían los de la
Boni
(fuera de las órbitas). La Luisa miró dentro de la jaula para comprobarlo—. ¡Dios mío, pero si es verdad!
—El nene lo llevaba puesto —siguió explicando el Imbécil—, pero
Tutto
se subió al cuadro para que no se lo comiera la
Boni
. El nene tiró el filete a la
Boni
y luego cazó a
Tutto
con el peluquín.
El Imbécil estaba supercontento, como si le fueran a poner una condecoración; pero la Luisa no decía ni qué bien ni qué mal, no decía nada. Tenía la boca tan abierta que se le veían varias muelas empastadas.
—Y como el agua de
Fernandito
estaba fría, se la cambiamos.
—
Fernandito
… —dijo la Luisa, como buscándolo por el salón—. ¿Dónde está
Fernandito
?
—En la olla —dijo el Imbécil—. Así le puedes calentar el agua.
La Luisa se puso el zapato y corrió hasta la cocina. Sus tacones hicieron
cruas, cruas
al pisar.
—¿Y la pecera…? —dijo casi a punto de llorar.
—Aquí —dijo el Imbécil, señalándole la basura.
—Ay, Dios mío —dijo ahora tragando saliva. Miró dentro de la olla.
El Imbécil encendió la linterna.
—¿A que mola? —le dijo a la Luisa—. Es la olla marina de
Fernandito
.
—Está vivo —dijo como si no se lo creyera—, y yo… yo me estoy mareando.
Entonces fue cuando el Imbécil dijo aquello de:
—La Luisa se marea por la laca.
La verdad es que hay veces en que no sé si tiene un gran corazón o tiene un morro que se lo pisa.
—¿Por la laca, por la laca? —la Luisa volvió a gritar—. Metéis un peluquín en la jaula, a
Fernandito
en una olla y a la
Boni
le tiráis filetes al sofá, y todavía decís que estoy mareada por la laca. ¡Quitaos de mi vista! Os hago los dos filetes que quedan y os llevo al hospital a que os aguante vuestra madre.
Yo y el Imbécil nos sentamos en las sillas de la cocina y miramos para el suelo como niños arrepentidos. Yo sí que estaba arrepentido; el Imbécil estoy seguro de que se lo hacía. La Luisa fue a la nevera, y dijo:
—Pero si aquí sólo hay un filete.
—Ya —dijo el Imbécil—. El de la Luisa es el que le tiré a la
Boni
al sofá; el de Manolito se lo tiré al suelo de la cocina, y ese que queda es el del nene.
—¡Qué listo! —dije yo.
—Pero el nene le da la mitad a Manolito.
Ya te digo, no sé si tiene mucho morro o un gran corazón.
El único filete que quedaba en la nevera nos lo comimos yo y el Imbécil, y tuvimos que soportar a la
Boni
lloriqueando a nuestro lado, porque es una perra que le das dos filetes y ya se cree que todos los filetes que hay en la nevera son para ella:
—¿Veis lo que habéis conseguido? —dijo la Luisa, de pie, mirando cómo nos comíamos el filete—. Habéis conseguido que una perra que era un primor de educada, de simpática, de cariñosa, se haya convertido en una…
La Luisa se quedó mirando a la
Boni
para ver si encontraba la palabra.
—En una depredadora.
La
Boni
lloraba y lloraba mirándonos masticar.
—Y mirad cómo ha puesto el pájaro el peluquín —dijo, poniéndonos el peluquín delante de las narices.
—Se ha
cagao
—dijo el Imbécil.
—Exactamente —dijo la Luisa—, se ha
cagao
, pero no se ha
cagao
en el peluquín a mala idea y por su
propio motu
; se ha
cagao
en el peluquín porque vosotros habéis metido el peluquín de Bernabé en su jaula.
—Para cazarlo —dijo el Imbécil.
—Bueno, para lo que sea, me da igual. ¿De cuándo se habrá visto un peluquín dentro de una jaula? ¿Y a
Fernandito
, que le habéis dejado en una olla? Angelico mío… —La Luisa miró a
Fernandito
en el interior de la olla exprés y encendió la linterna—. Y tengo que darle la luz, porque si no se la doy, es que no lo veo.
—Pos
claro —dijo el Imbécil como diciendo: «Pues para eso se la hemos puesto».
—Esta tarde te compro yo una pecera,
Fernandito
—le dijo la Luisa a
Fernandito
, y luego se nos quedó mirando con ojos llenos de bastante rencor—. Vaya dos; los compro un traje, unos zapatos, los llevo a comer, los tengo en mi casa como a hijos, ¡mejor que a hijos!, porque os he tenido mejor que os tiene vuestra madre, y me pagáis con esta moneda. Me revolucionáis a mis animales y me hurgáis en los armarios, me llenáis el baño de espuma, os ponéis los peluquines de Bernabé, rompéis la pecera de mi
Fernandito
… La verdad, estoy empezando a pensar que para haber tenido hijos como vosotros, mejor no haber tenido. Tan tranquila que estoy. Venga, acabad y vestíos, que ahora mismo os llevo al hospital y allí que os dejo, y me parece que le voy a decir a vuestra madre dos cositas de cómo os habéis portado.
El viaje al hospital lo hicimos en el coche de la Luisa y bastante en silencio, escuchando a la Luisa, claro, que nos seguía dando la charla. Nos daba la charla saltándose los semáforos, o pegando unos acelerones que nos subieron varias veces el medio filete a la garganta. Nosotros nos dábamos cuenta de que los coches de alrededor la iban pitando, porque la Luisa hacia cosas horribles (siempre las hace), y ella entonces sacaba un momento la mano por la ventanilla y decía: