Yo y el Imbécil (13 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

BOOK: Yo y el Imbécil
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—¡Anda ya, que te calles, animal! ¿Es que no ves que llevo dos criaturas dentro que van a ver a su abuelo que está recién operado en el hospital?

Y después de decirles otras expresiones a los conductores que no puedo escribir porque cientos de padres escribirían cartas al director para que me llevaran inmediatamente esposado ante el juez de menores, después de todas esas palabras que no voy a recordar, la Luisa seguía hablándonos de todas las cosas que ella había hecho por nosotros desde el día en que nacimos y que ni mi madre ni nosotros le habíamos agradecido nunca.

Aparcó en la puerta del hospital, y un enfermero salió y le dijo: «Señora, por Dios, que esta entrada es la de urgencias», y la Luisa le dijo al enfermero que sólo iban a ser cinco minutitos, lo que tardara en dejarnos en la puerta para que nos aguantara nuestra madre, y que al fin y al cabo la suya también era una cuestión de bastante urgencia.

Nosotros pensamos que decía la verdad, que nos iba a dejar en la puerta del hospital y adiós muy buenas, porque nosotros siempre nos creemos lo que nos dicen las personas mayores, aunque sepamos que las que nos han tocado cerca de nosotros son muy poco de fiar; pero una vez más, nos equivocamos: la Luisa se montó en el ascensor con nosotros, y por el camino de subida hasta la séptima planta nos fue arreglando el traje, el pelo y peinándonos las cejas con un poco de salivilla que se untó en los dedos. Llegamos por fin a la séptima y se vino con nosotros hacia la habitación. Así que era verdad, que iba a chivarse de todo a mi madre. Los abuelos de siempre (o parecidos) seguían dando vueltas con sus camisones y sus bolsos con líquido amarillo por los pasillos. El Imbécil se puso delante de la Luisa, y le dijo:

—La Luisa se va.

—Porque lo digas tú —dijo ella.

—La Luisa se va con su coche, que lo ha dicho la Luisa al enfermero.

El Imbécil la empujaba hacia el ascensor. Pero la Luisa le dijo que no y que no, y que a ella lo que dijera un enfermero es que le daba igual, que quién era ese enfermero para decirla a ella dónde tenía que dejar el coche; que fuera la grúa o la Guardia Civil de Tráfico, pero que ella se quedaba un rato en el hospital porque para eso había hecho el viaje y para eso había ido a la peluquería.

Entramos en la habitación. El señor enfermo de la cama de al lado de mi abuelo dijo: «Ay, no, por Dios, los nietecitos no». Mi abuelo estaba dormido y mi madre no estaba por ninguna parte. La Luisa se sentó. Nosotros le cogimos la caja de bombones que le traíamos a mi abuelo y la abrimos y nos la empezamos a comer, porque a los abuelos recién operados es mejor no llevarles nada al hospital, que lo dicen las enfermeras gordas, y el señor de al lado nos miraba con cara de decir: «Dadme uno, dadme uno»; pero no se lo dimos porque los bombones eran para mi abuelo, qué morro.

El Imbécil trepó hasta la cama y se tumbó al lado del abu. Exsuperpróstata se despertó de pronto, seguramente porque el Imbécil se había apoyado en la herida.

—Sabía que erais vosotros —dijo mi abu con la boca pastosa.

—El nene y Manolito le han dado dos filetes a la
Boni
, que ahora es depredadora, y
Tutto
se cagó en el peluquín y
Fernandito
está en una olla; pero nos hemos portado bastante bien.

—Estáis muy guapos —dijo mi abuelo.

—Porque les he comprado yo el traje —dijo la Luisa—. ¿Dónde está Cata?

—Ahora viene; estará en la cafetería.

—Me voy a buscarla.

La Luisa dijo «me voy a buscarla», y nos echamos a temblar: se chivaría a sus anchas y a nuestras espaldas.

—No la busques, Luisa, que no está en la cafetería. Se ha ido.

—¿Adónde?

—Pues a… bueno, a hacer unas compras.

—Pero qué morro; me planta a mí a los niños, al abuelo lo deja en el hospital y ella se va de compras. Este mundo está deshumanizado. Yo, de verdad, no sé cómo tengo amistad con esta familia.

Y el señor enfermo de la cama de al lado dijo que él estaba de acuerdo, que él, para lo poco que nos conocía, ya estaba pero que bastante harto. Y dicho esto, nos pidió un bombón.

Yo y el Imbécil

Al señor enfermo compañero de mi abuelo le dimos tres bombones: los tres bombones de la caja que estaban rellenos de una pasta asquerosa. A nosotros sólo nos gustan los que por fuera tienen chocolate y por dentro más chocolate todavía, así que el Imbécil los fue mordiendo por un lado y apartando los del relleno, y se los dio al señor enfermo.

—Pero… ¿están mordidos? —dijo el señor enfermo, que encima de que le dábamos tres bombones de mi abuelo, todavía se quejaba.

—Claro —le dijo el Imbécil—, es que el nene los ha elegido.

—Ah, pues gracias —dijo el señor.

—Si no son malos —dijo la Luisa, hablando de nosotros—, lo que pasa es que están muy mal educados.

—Guapa —le dijo el Imbécil a la Luisa sin venir a cuento.

Son salidas que tiene. En los malos momentos, cuando a mí lo único que se me ocurre es callarme, cuando están hablando mal de nosotros y todo el mundo nos da la espalda, entonces va el Imbécil y le suelta algo así a la persona que más nos odia.

—Guapa —repitió el Imbécil por si la Luisa no le había oído.

Y a la Luisa le empezó a cambiar la cara, y dijo:

—Ahora, que la culpa de que estén mal educados no la tienen ellos, la tiene su madre, que, como ve usted, a la primera de cambio se larga.

—Guapa —dijo el Imbécil por tercera vez.

La Luisa intentaba disimular la sonrisa, pero no podía.

—Es que me quieren mucho —le explicó al señor enfermo—, como casi los he criado yo…

La Luisa metió la mano en el bolso y sacó unas monedas.

—Vais a bajar a la tienda de la entrada y vais a comprarle al abuelo el periódico y vosotros os compráis unos chicles.

La Luisa se quedó hablando mal de mi madre con el señor enfermo y delante de mi abuelo. Mi abuelo no se enfadaba por eso, ni nosotros tampoco, porque la Luisa y mi madre siempre se ponen verdes por detrás en cuanto tienen la más mínima oportunidad. Yo lo entiendo porque a mí me pasa lo mismo con el Orejones. Me encanta hablar mal de él, es normal, es mi mejor amigo y conozco todos sus defectos.

Yo y el Imbécil bajamos en el ascensor de las camillas porque nos pareció más emocionante. Dos camilleros llevaban a una señora con una barriga terrorífica. La señora decía: «Ay, ay», y el Imbécil se puso de puntillas y le dijo a la señora:

—No llores, ahora te quitan la próstata y ya no lloras. Al abuelo del nene ya le han quitado la próstata y ya no llora.

Los camilleros nos dijeron que no nos volviéramos a montar en esos ascensores jamás en nuestra vida, y las puertas se abrieron y los camilleros se llevaron a la señora, que seguía diciendo: «Ay, ay». Yo le quise contar al Imbécil la verdad de la vida, el rollo de la reproducción humana y toda la pesca, porque ya es el tercer año que lo llevo dando y me lo sé bastante bien, sobre todo la reproducción de los rumiantes, que es la que me ha tocado este año; pero el Imbécil se puso los dedos en los oídos y empezó a cantar. Es una costumbre que ha cogido últimamente cuando no quiere escuchar, y se ve que el tema de la verdad de la vida a él le chupa un pie, porque para él todas las personas que van al ambulatorio, a ver al doctor Morales, es porque tienen mocos, y todas las personas que van al hospital es que están de la próstata, y no le saques de ahí. Cuando le dije que lo que tenía esa señora en esa barriga tan grande era un niño dentro, se echó a reír y dijo:

—¡Un niño, qué gracioso! —y se tiró allí mismo en el suelo de la entrada del hospital de la risa que le entró.

Yo le quise explicar que los niños nacían porque los padres se querían mucho y se abrazaban, y lo de la semillita del papá que crecía en la barriguita de mamá, y fue cuando el Imbécil se tapó los oídos y se puso a cantar una canción que canta últimamente a voz en grito con mi madre en la cocina: «Esa vida loca, loca, loca, / con su loca realidad, / que se ha vuelto loca, loca, loca…».

La gente lo miraba, sentado en el suelo, con los oídos tapados y cantando aquella extraña canción. Hay momentos en que tener un hermano así da bastante vergüenza. Le quité a la fuerza uno de los dedos de los oídos y le dije:

—¡No te cuento ya más lo de la reproducción humana, pero cállate de una vez, niño!

Se calló y fuimos al quiosco de periódicos. La Luisa sólo nos había dado para chicles y el periódico, y el Imbécil estaba como loco por comerse un kit-kat. Abrió la mano y le enseñó las monedas al quiosquero.

—El nene sólo tiene esto y quiere un kit-kat.

—Pues lo siento mucho, guapo —le dijo el quiosquero—, pero con ese dinero no te lo puedo dar.

Entonces, el Imbécil, que, como te dije en el capítulo anterior, tiene un morro que se lo pisa, le dijo a una señora que estaba comprando una revista:

—¿Le compras un kit-kat al nene?

Y la señora dijo que en los hospitales no había más que pedigüeños, que ya le había dado limosna a una pobre en la puerta, y a uno que vendía
La Farola
, y que lo único que le faltaba era darle dinero a un niño para sus vicios personales. Yo le intenté convencer al Imbécil de que nos compráramos los chicles y se olvidara ya de una vez de las chocolatinas; al fin y al cabo, nos acabábamos de comer una caja entera de bombones. Pero el Imbécil es un niño que nunca se da por vencido. Le pidió al señor quiosquero un bolígrafo y una hoja. El quiosquero puso cara de estar harto de nosotros, y dijo:

—Os lo doy si me dejáis en paz y os largáis de aquí.

Yo no paraba de preguntarme para qué quería el Imbécil la hoja y el boli. Lo supe enseguida. El Imbécil me agarró de la mano y me arrastró hasta la puerta del hospital. Salimos. Allí estaba el hombre que vendía
La Farola
, la mujer que pedía con un niño chico en brazos. El Imbécil, como si fuera mi jefe, me ordenó:

—Escribe.

—Escribe tú —le dije yo, harto de que mi hermano pequeño siempre me esté mandando.

—Es que el nene no sabe.

No sabe «la verdad de la vida», no sabe leer, no sabe escribir… Lo único que sabe es mandar.

—Escribe —me repitió.

Lo que el Imbécil quería que escribiera era un cartel para que nos pusiéramos a pedir limosna en la puerta del hospital. De alguna manera tenía que sacar dinero para sus chocolatinas. Después de mucho pensarlo, éste fue el cartel que nos inventamos:

«Somos dos hermanos de Carabanchel (Alto). Nuestro abuelo ya no tiene próstata y nuestra madre se ha ido. Tenemos hambre y queremos merendar, y la Luisa (nuestra vecina) no nos da.

Firmado: yo y el Imbécil.»

Cuando tuvimos escrito el cartel, nos sentamos en la acera a esperar.

El Imbécil se queda sin habla

Yo y el Imbécil nos sentamos a un lado de la puerta del hospital con nuestro cartel para pedir dinero a la gente en general. Nos colocamos junto a un tío que pedía también con un cartel bastante más impresionante que el nuestro; el hombre contaba en su cartel que tenía tres hijos y una mujer enferma y que no podía volver a casa sin llevarles nada de comer a esos tres hijos y a esa mujer enferma. El hombre se quedó mirando nuestro cartel, en el que contábamos que teníamos un abuelo al que le habían cortado por lo sano la próstata y una madre que había desaparecido hasta la hora en que cerraban las tiendas, y una Luisa que ya no nos podía aguantar más, y luego nos miró a nosotros, que, como recordarás (lo dije), habíamos ido al hospital vestidos de azul-pijo para que mi abuelo y mi madre se sintieran orgullosos de nosotros delante de los enfermos y el personal sanitario (así lo había dicho la Luisa). Digo que el hombre nos miró y nos dijo:

—¿De qué vais?

Y nos ordenó que nos fuéramos al otro lado de la puerta del hospital, que le espantábamos la clientela, que la gente iba a pensar que estábamos de cachondeo. Tuve que convencer al Imbécil de que nos mudáramos de sitio, porque mi hermano no estaba dispuesto a que el hombre nos echara. Teníamos el problema bastante serio de que no sabíamos dónde la gente podía echarnos las monedas. Normalmente, los mendigos tienen un gorro o una caja de cartón o un platillo para que las monedas de la gente suenen cuando caen, porque a la gente le gusta bastante que las limosnas suenen bien fuerte para que se entere todo el mundo. Vamos, lo digo por mí: cuando mi abuelo o mi madre me han dado una moneda para que se la echara a un mendigo o a un músico mendigo, siempre he querido que el ruido de mi moneda hiciera que la gente se volviera para admirarme por el corazón tan grande que tenía. El Imbécil encontró la solución: se quitó uno de sus calcetines y lo dejó así, abierto, por la parte de arriba. Menos mal que estábamos al aire libre, porque uno solo de los calcetines del Imbécil puede perfumar en tan sólo cinco minutos toda una casa, y si algún día el alcalde me diera la oportunidad de comprobarlo, me apostaría con quien fuera que con un calcetín del Imbécil se pueden desalojar en menos de diez minutos sitios como el teatro de la Zarzuela o el Museo Thyssen (no lo confundas con el Instituto Baronesa Thyssen, por favor). Pero al aire libre, los olores vuelan y se podía soportar.

Los dos pensamos que hubiera molado mazo tener a la
Boni
para ponerla al lado del calcetín, porque el señor mendigo tenía una perra al lado de su platillo y le quedaba bastante bien. Claro, que a la
Boni
le pones al lado un calcetín del Imbécil, y lo primero que hace es meter el morro dentro del calcetín para quedarse drogada con el olor. Siempre que hace eso en mi casa la
Boni
, luego la Luisa la limpia el morro con agua para que el morro de la
Boni
no huela a pies, que eso, en una perra, según la Luisa, da muy mala impresión. A la
Boni
, para tenerla quieta al lado del calcetín sin que se tirara a chuparlo, tendríamos que haberle llevado el filete, y, la verdad, unos niños pidiendo vestidos de azul-pijo y con una perra al lado devorando un filete y diciendo que tienen hambre, pues indignan a la gente, porque la gente se para delante de esos niños y les gritan:

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