—¿A que nunca olvidaréis los dos días que habéis pasado con vuestra Luisa y todo lo que os he comprado y el restaurante al que os llevé?
—Y los gusanos gordos —dijo el Imbécil.
—Eso, y los gusanos gordos que se comió mi nene —dijo la Luisa—. ¿A que nunca lo olvidaréis?
Y nosotros dijimos a una:
—¡Nunca! —porque éramos un ejemplo de niños.
Todo eran besos, sonrisas, todo era mis chiquitines por aquí, mis niños por allá. Llegamos a la cocina y todo era qué os preparo, lo que queráis. Y nosotros: queremos cinco salchichas, mami. Y mi madre: cinco y las que hagan falta y todo el
ketchup
del mundo, y abro una gaseosa, y tomad dos vasos bien grandes, ¿queréis un hielo? Y nosotros: uno no, dos. Y mi madre: cómo si queréis tres.
Y mientras comíamos nuestras cinco salchichas sobre un lecho de
ketchup
, mi madre se fue y volvió con el camisón rojo puesto. Era un rojo precioso, un rojo-
ketchup
, y mi madre estaba superguapa. Nos dijo: «Me lo pongo sólo un momento, para que me veáis, y me lo quito, que no quiero que se me manche para cuando venga papá mañana».
Llamaron a la puerta, y era la Luisa, también con el camisón. Abrió el Imbécil la puerta, y cuando la Luisa entró en la cocina y estuvieron las dos (madre y Luisa) una frente a otra y se vieron con el camisón rojo, de pronto lanzaron un grito, no sé por qué, de verse tan iguales (la Luisa más gorda, la verdad).
—Ahora sólo nos faltan unas zapatillas a juego, Cata —dijo la Luisa.
—Ya me gustaría —dijo mi madre—, pero ya no puedo gastar más dinero.
—Espera —dijo la Luisa, y se fue corriendo sin decir a qué iba.
Al momento volvió a llamar. Entró en la cocina. Estaba pálida, y con el camisón rojo parecía una vampiro. Daba un poco de miedo.
—¿Qué te pasa, Luisa? —le dijo mi madre.
Pero ella tardó un momento en responder. Quién se iba a imaginar que iba a pronunciar las siguientes palabras:
—Me faltan ocho mil pesetas de mi cajón.
Yo me puse rojo inmediatamente y el Imbécil, pasando de todo, se puso un poco más de
ketchup
encima de sus salchichas. No me digas tú que es normal que se me pusiera a mí la cara de culpable y no a él.
El momento era bastante trágico. Aquellas dos mujeres vestidas con un camisón rojo-
ketchup
se miraban fijamente la una enfrente de la otra. El Imbécil miraba a su plato y comía, y yo tenía atragantado el último trozo de salchicha que me había metido en la boca, y me había llevado la mano al cuello sin atreverme a decir ni socorro. Prefería morir ahogado a que se dieran cuenta de que mi cara estaba completamente roja, no por la salchicha, sino por lo que te dije: que a mí se me pone cara de culpable aunque no haya sido el que haya cometido el delito.
—¿Estás segura de que te faltan ocho mil pesetas, Luisa? —dijo mi madre, como si fuera la última pregunta de su vida.
—Tan segura como de que soy la Luisa, tu amiga.
—¿Y por qué me miras con esa cara, como si yo te lo hubiera quitado?
—Yo no te miro con cara de nada, Cata; sólo que no me digas que no es casualidad.
—¿Que no es casualidad qué?
—Que me falten a mí ocho mil pesetas y que sea el mismo dinero que les ha costado el camisón.
—No es él mismo dinero —dijo el Imbécil, con un trozo de salchicha a un lado de la boca, que parecía que tenía un flemón—, no es el mismo dinero. El camisón de mi mamá ha costado 7 500. Al nene le ha sobrado una moneda gorda.
—¿Y dónde está la moneda gorda? —le dije yo bajito.
—En el bolsillo del nene. La moneda gorda es del nene.
La Luisa y mi madre nos miraban como sin saber qué decir. Por fin, a la Luisa se le ocurrió algo.
—Bueno, Cata, si no se lo preguntas tú, se lo preguntaré yo.
—¿Preguntarles qué? —dijo mi madre, con una cara de no enterarse.
—Si son ellos los que me han quitado el dinero.
—¿Ellos? —dijo mi madre—. Estás acusando a los niños de robar. A un niño de cuatro años.
—Bueno —dijo la Luisa—, el otro tiene nueve.
Mi madre me miró; se ve que estaba pensando si a mi edad ya estaba uno preparado para robarle ocho mil pesetas a una vecina.
—El nene no ha sido —dijo el Imbécil sin mirarlas.
—¡Qué morro tienes! —no quería haber dicho eso, pero se me escapó. Me había delatado. Ahora estaba claro que éramos nosotros los ladrones.
A mi madre se le había puesto una cara que yo no había visto nunca. Cara de no creerse lo que le estaba pasando.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Habéis sido capaces de quitar ocho mil pesetas a la Luisa? ¡Esto es lo último, lo último que me quedaba por ver! ¡Delincuentes!
Al gritar ¡delincuentes!, se le puso la misma cara que a la
sita
Asunción.
—¿Y de quién fue la idea, de quién? —tenía la espumadera en la mano y nos daba bastante miedo.
Nos señalamos el uno al otro. En mi caso era normal, porque la idea había sido del Imbécil; pero en el caso del Imbécil era muy fuerte.
—¿De ninguno, verdad? Si esto ya me lo sé yo. No hace falta que me lo contéis.
—El pequeño estuvo saliendo esta mañana veinte veces de la cocina con la excusa de que quería hacer pis —dijo la Luisa dando una pista.
—Claro, el pequeño lo hizo y a este mayor se le ocurrió —dijo mi madre, mirándome muy fijamente.
—No, mamá, te juro que yo me enteré luego, pero no dije nada porque yo también quería… yo también quería —me empezó a temblar la barbilla incontroladamente y ya no pude terminar la frase.
—Tú querías, tú querías. ¡A la cama los dos! Y aquí me quedo pensando cuál va a ser el castigo que os voy a poner. De momento, Manolito, tú no sales en toda la semana al parque del Ahorcado.
Nos levantamos y nos fuimos a la cama. Por el camino, yo le llamé imbécil al Imbécil y él me llamó chivato, y yo le dije que encima, encima de que me la había cargado por su culpa y de que era el mimadito de su madre, y él me dio un pellizco en el brazo de esos que dan escalofríos, y yo le di un empujón que se cayó de culo. Pero la pena es que no nos pudimos seguir pegando porque el horno no estaba para bollos.
Pude oír a mi madre que le decía a la Luisa con voz de estar muy cansada:
—No te preocupes, Luisa, yo te devolveré el dinero.
—Cuando puedas… —dijo ella.
—Cuanto antes —dijo mi madre.
Y se dijeron adiós, adiós, y la Luisa se fue, y todo era muy raro, porque la Luisa siempre se queda media hora hablando con mi madre y esa noche la conversación se acabó enseguida.
También oí que al rato llamaba mi padre y que mi madre decía que no le pasaba nada, de verdad, Manolo, que no me pasa nada, es que estoy muy cansada de ir y venir del hospital y que por eso tengo la voz así.
A veces suceden cosas muy raras. Cuando hacemos cualquier tontería en la cena, como tirar una salchicha al suelo o romper la taza de la leche, mi madre se chiva a mi padre; pero cuando hacemos algo muy gordo, mi madre se lo calla. Y no sé por qué.
Yo me metí en la cama y me tapé hasta arriba, hasta la cabeza. Estaba harto de la vida: de que siempre me echaran la culpa de todo, de que nunca me creyeran y de haberme dejado llevar por las ideas asesinas del Imbécil. Siempre era yo el que salía perdiendo, porque al Imbécil le daba igual que no le dejaran salir a la calle: él se lo pasa bien en casa viendo la tele con mi madre o jugando a disparar a la Barbie-voladora con su pistola de ventosas; pero si a mí no me dejan bajar a la calle a merendar con el Orejones, con Melody o con Mostaza, la vida no tiene sentido.
A la mañana siguiente, mi madre nos despertó. No nos dio ni un beso, y nos puso la leche sin decirnos nada. Habíamos dejado de ser los mejores hijos del mundo. Tampoco nos dio un repaso en el pelo con el peine, y sólo nos dijo que volviéramos a casa a comer, que ella sólo estaría con el abuelo por la mañana, y que luego volvería a la hora de la comida, porque estaba visto que éramos unos niños que no podíamos quedarnos con nadie porque no éramos de fiar. Así que si mi abuelo se quedaba el pobre solo sin compañía de nadie y encima sin su próstata, que ya sabíamos quién tenía la culpa. Y adiós. Nos dijo adiós y cerró la puerta, y cuando salimos a la calle no estaba en la ventana para despedirnos otra vez como todos los días. Estaba muy enfadada.
Y nosotros estábamos bastante tristes, porque mi abuelo iba a estar bastante solo por nuestra culpa; y también estábamos bastante enfadados, el uno con el otro, y nos guardábamos mucho rencor, así que sin decirnos nada, nos fuimos cada uno por una acera de la calle como si no fuéramos hermanos ni nos conociéramos.
En el recreo, el Orejones me dijo que si me iba esa tarde a su casa a jugar con un superjuego que tenía del ordenador, y yo le dije que no podía, porque me dio vergüenza decirle que estaba castigado; así que el Orejones, mi gran amigo (y cerdo a la vez), se dio media vuelta y, sin dudarlo ni un minuto, hizo lo que más podía fastidiarme: invitar a Yihad. Entonces Yihad se echó a reír y dijo que claro, que molaba, y me dio en el hombro para preguntarme que por qué yo no iba, y yo me quedé en silencio, y Yihad me dio varias veces en el hombro, que es lo que hace para ponerte nervioso. El Imbécil estaba mirándonos desde una esquina del patio, pero en vez de venir corriendo como hace cada vez que Yihad se mete conmigo, se quedó muy serio mirando al suelo.
Quién sabe: a lo mejor nunca volveríamos a hablarnos.
Yo no sé si a ti te ha pasado alguna vez que tu madre esté enfadada contigo pero que no te diga nada, ni te mire. Que te ponga un trozo de tortilla de patata delante del plato, un vaso de agua y un trozo de pan, y te diga que venga, que aligeres, que tu abuelo está solo en el hospital y tenemos que salir pitando. Hubiera preferido que nos hubiera gritado o que nos hubiera dado una de sus collejas, pero eso de estar en silencio, los tres sentados sin decirnos nada, porque los tres nos guardábamos bastante rencor, eso era lo peor de lo peor.
Nos fuimos al hospital sin decirle nada a la Luisa, ni llévanos, Luisa, por favor, ni nada. Los tres solos en el autobús. Yo y el Imbécil juntos (no por gusto, sino porque así nos lo mandó mi madre) y ella sola, lejos, como si fuera una madre sin hijos.
Cuando llegamos al hospital, la vida de mi abuelo ya había cambiado: estaba echando una partida al tute con otros tres abuelos en la habitación. Todos tenían su bolsa con el líquido amarillo encima de las piernas, como tienen las señoras de mi barrio el bolso cuando están esperando en el ambulatorio a que las reciba el médico. Mi abuelo tenía colocada su dentadura y nos dedicó una de sus sonrisas con dientes. Parecía nuestro abuelo de siempre.
—Manolito, escúpeme en la mano, que ahora me toca tirar a mí.
—Es que… a lo mejor hoy no te doy buena suerte.
—Que sí, tonto, escupe.
Le escupí. Y claro, lo que yo decía, que le di mala suerte; así que mi abuelo dejó de jugar porque se dio cuenta de que algo muy gordo había tenido que pasar para que mis escupitajos hubieran perdido todos sus poderes mágicos.
—Déjamelos aquí, Cata, que hoy estoy mejor y puedo estar con ellos en el pasillo. Vete a dar una vuelta, mujer.
—No, papá, no, que estos niños no pueden estar sin vigilancia. A saber lo que pueden montar aquí, en el hospital. Se acabó; ya no los voy a dejar solos nunca.
—Pero ¿por qué?
Nosotros miramos para abajo porque sabíamos que mi madre iba a responderle a esa terrible pregunta.
—Le han robado a la Luisa.
—¿Cómo?
—Que le han robado a la Luisa. El dinero del camisón que me compraron ayer, que se lo quitaron a la Luisa.
Mi abuelo nos miró. Nosotros estábamos mirando al suelo, pero cuando un abuelo te mira, te das cuenta: lo notas en el cogote.
—¿Es verdad lo que dice vuestra madre?
No dijimos ni que sí ni que no.
—¿Y ella se ha enfadado mucho? —preguntó mi abuelo.
—Pues ya ves… —dijo mi madre.
—Eso no se hace —nos dijo mi abuelo—. ¿Es que vosotros no sabéis que eso no se hace?
Nosotros, ni que sí ni que no. Como muertos.
—¿Y cuánto le quitaron?
—Ocho mil. El camisón les costó 7 500.
—¿Y las otras quinientas? —dijo mi abuelo.
—Son del nene —dijo el propio nene.
—¿Y por qué? —le dije yo. Es que me parecía injusto: si nos echaban la bronca a los dos por robar, por lo menos que nos repartiéramos el botín.