—Pero, bueno, ¿y adónde vas ahora?
—El nene tiene pis.
—A ver si has cogido frío.
—¿A que el nene siempre tiene pis? —dijo el Imbécil, mirándome otra vez y haciendo cosas con los ojos.
—Sí, siempre, siempre.
Antes de salir de la cocina, el Imbécil volvió a guiñarme diez veces los ojos. Luego cerró la puerta. Yo le entendí. Quería que entretuviera a la Luisa, aunque no sabía muy bien para qué. Pero, en fin, yo cumplí aquellas órdenes misteriosas y le pedí a la Luisa que me contara cómo era yo cuando no existía el Imbécil. Y ella me contó una vez más que yo era un niño que siempre estaba en brazos, en los de mi madre, en los de la Luisa, en los de mi abuelo, y que la gente siempre decía: «Mujer, qué rico, y con sus gafitas», porque yo era un niño con gafas casi desde que nací, y que era un niño que no se podía creer lo buenísimo que era, hasta que nació el Imbécil y se me torció el carácter, porque empecé a hacer tonterías sin parar y mi madre a reñirme sin parar, y pasé de ser «su gafitas» a ser «el de las gafas». Y luego la Luisa me dijo lo de siempre, que para ella siempre sería el preferido, aunque mi madre tuviera cinco niños más. Me imaginé cinco hermanos más, y me entró un mareo mortal. Yo pensé lo de siempre, que me parecía muy bien ser el preferido de la Luisa y el preferido de mi abuelo; pero lo que yo quería de verdad era ser el preferido de mi madre. Lo pensé, pero no se lo dije, porque me da la impresión de que le iba a sentar un poco mal y porque no soy tan sincero como el Imbécil. Hablando del Imbécil: acababa de entrar por la puerta, y venía con una sonrisa en los labios.
—Pues sí que has tardado tú haciendo pis.
—Es que el nene también ha hecho pos —se echó a reír, porque a veces le hacen gracia sus propias frases.
Y en el momento en que la Luisa se puso a recoger la mesa, el Imbécil me miró y guiñó los ojos desconsoladamente. Y pensé: «¿En qué lío me está metiendo este niño misterioso?».
Cuando salimos de casa de la Luisa para ir al colegio, yo estaba superintrigado. En cuanto salimos del portal, le dije al Imbécil que como no me dijera lo que estaba tramando, le sacaría el chupete de la cartera y se lo tiraría en el váter más próximo, en el de El Tropezón.
—Está cerrado —dijo el Imbécil riéndose.
—Bueno, pues te lo tiro en el váter del colegio; pero dime qué es lo que has estado haciendo toda la comida, levantándote cincuenta veces para ir a mear. Tú sabes muy bien que siempre hay que insistirte para que vayas al váter.
Es verdad, el Imbécil nunca encuentra el momento de ir. Mi madre se lo recuerda cada poco, y normalmente nos damos cuenta de que ya no puede más porque se empieza a tirar del pito.
—¿Quiere hacer el nene pipí? —le pregunta mi madre.
—El nene se mea —dice él.
Y cuando lo dice, es verdad. Hay que buscar un váter o arrimarle al árbol más próximo. Este niño siempre nos tiene atacados de los nervios.
El Imbécil me miró y me hizo un gesto para que me acercara. Yo me agaché y él empezó a sacarse algo del bolsillo, algo que me parecieron billetes. Le iba a preguntar que de dónde los había sacado, cuando en ese mismo momento nos rodearon unos chavales a los que no había visto nunca por el parque del Ahorcado.
—Oye, chaval —me dijo el más alto—, ¿tienes hora?
—Las tres y veinte —les dije.
—Qué reloj más bonito —le dijo el alto a otro de la panda—. ¿Cómo te llamas?
—Manolo —les dije yo para que me tuvieran más respeto.
—Manolito —dijo el Imbécil, que no me tiene ninguno.
—Así que Manolito —dijo el alto—. Manolito Gafotas te vamos a llamar.
Qué originales, pensamos yo y el Imbécil.
—Manolito —me siguió diciendo—, ¿sabes que estoy muy triste?
—No…
—¿Y sabes por qué estoy tan triste?
—No, no lo sé.
—Porque me gustaría tener un reloj como el tuyo —me dijo, y todos sus colegas se echaron a reír.
—Y al nene también —dijo el Imbécil.
Ahora casi se caen al suelo de risa. Yo me estaba empezando a mosquear.
—Dámelo para que no esté tan triste.
—No te lo puedo dar, porque es mi reloj de la comunión —le dije yo.
—¿Y el cura no te enseñó que hay que darles limosna a los pobres?
—Sí, pero no el reloj. El reloj es mío.
—Bueno, pues si no me quieres dar el reloj, dame limosna.
De pronto, me acordé de los billetes que llevaba el Imbécil en el bolsillo, y me entró un sudor en todo el cuerpo, que me puse como si me acabara de duchar. Miré de refilón al Imbécil, y ahí vi el dinero. Tenía el puño cerrado, pero le sobresalían los picos de los billetes.
—Mejor te doy el reloj, porque dinero no llevo —le dije para que nos dejaran en paz de una vez.
Empecé a desabrocharme el reloj, mi reloj
water resist
de la comunión, el reloj que tenía los números fosforescentes y que miraba todas las noches en la oscuridad. Me estaban entrando ganas de llorar, pero apreté los dientes para que no me temblara la barbilla. El Imbécil me agarró el reloj con la mano que tenía libre.
—¡Manolito no les da el reloj! —empezó a gritarme—. ¡No se lo has querido dar al nene nunca, y se lo das a ellos!
—¡Pero que no se lo doy por gusto! —le grité yo—. ¡Se lo doy porque nos están atracando!
El Imbécil se los quedó mirando un momento, como si de pronto cayera en la cuenta; pero no estaba muy convencido.
—¿Y las pistolas, dónde llevan las pistolas? —me preguntó. Es que él sólo ha visto atracos en la televisión.
—Da igual, no llevan pistolas, pero nos están atracando.
—Hazle caso a tu hermano mayor —dijo el alturrón, ya un poco harto de nuestra discusión—, que tu hermano sabe.
Entonces, el Imbécil, sin venir a cuento, se puso a gritar, a gritar de una manera que los dejó alucinados, y a mí también. Gritaba como si le hubieran puesto la pistola en la cabeza. Gritaba, y sólo paraba para tomar aire y volver a gritar más fuerte. Los atracadores empezaron a ponerse nerviosos.
—¡Dame el reloj de una vez o te doy una galla que te salto las gafas! —me dijo el bajo, que tenía cara de loco.
Yo se lo tuve que arrebatar al Imbécil de la mano, porque él no estaba dispuesto a entregárselo así como así. Le logré abrir la mano y se lo di al bajo.
—Como te chives —me dijo el alto, dándome un golpe en el hombro—, mañana vuelvo y te quito las zapatillas. Tú verás.
—Si yo no me chivo.
—Por si acaso.
Los atracadores echaron a correr y oímos el cierre del bar El Tropezón que se abría. Ezequiel nos gritó:
—¿Qué le pasa a ese niño, que me ha sacado de la siesta?
El Imbécil paró de gritar.
—El nene grita y se van —dijo, muy convencido de sus poderes, y luego le explicó al señor Ezequiel—: Eran unos atracadores sin pistola, y encima le quitan el reloj a Manolito, y yo quería el reloj.
—¡Ahora llamo a la policía! —nos dijo Ezequiel, y se metió para dentro.
—Qué chivato eres. Ahora vendrán mañana y me quitarán las zapatillas por tu culpa. ¡Chivato!
El Imbécil se me quedó mirando sin saber qué decir. Entonces abrió la mano que había tenido cerrada todo el tiempo, y vi los billetes.
—Si vuelven, el nene les dará limosna, para que Manolito no se quede sin zapatillas.
—¿Y ese dinero?
—El nene se lo quitó a la Luisa de su cajón. El nene sabe dónde tiene la Luisa los billetes.
—¿Le has robado dinero a la Luisa?
—Ocho mil sólo.
—¡Ocho mil!
—Para el camisón de mi mamá.
—Ahora mismo volvemos y se lo devuelves.
—¡No, es del nene! ¡El nene se lo quitó!
—¡No es tuyo, es de ella!
—La Luisa tiene muchos billetes en ese cajón, y mi mamá no tiene su camisón rojo.
—No es tu mamá, es nuestra mamá. Ahora mismo voy a darle a la Luisa ese dinero.
Oímos la sirena del colegio. Como tardáramos un poco más, las puertas se nos cerrarían.
—Si Manolito se lo dice, Manolito es un chivato —me dijo.
—Bueno, vamos al colegio, y a la salida ya veremos. Pero déjame que guarde yo el dinero.
—No, que a Manolito le roban. Lo guarda el nene —dicho esto, se lo guardó en un bolsillo, y echamos a correr como locos.
Mi madre nos llevó superdelamano toda la tarde. Le contó lo del camisón que le habíamos regalado a todos los viejos de la planta, a la enfermera giganta, al médico de guardia, a mi padre que llamó por teléfono. Nosotros estábamos muy pegados a ella cuando hablaba con mi padre, porque queríamos saber qué es lo que decía él sobre nosotros, los mejores hijos del mundo (recuerda). Mi padre la dijo a mi madre: «¿Ves cómo no son tan malos como nosotros pensamos?», y mi madre decía: «Es verdad, a veces tienen unos detalles que no parecen ellos».
Nosotros estábamos bastante contentos de ser los mejores hijos del mundo, sobre todo, porque mi madre nos compró unas coca-colas y unas patatas, y mi abuelo nos dio una propina de mil pesetas a cada uno para que fuéramos reponiendo en nuestras huchas el dinero que nos habíamos gastado en el camisón. Y a mí me parecía que el Imbécil era un genio, porque había cometido un delito pero todo el mundo se lo agradecía y encima nos querían devolver el dinero robado. Mi madre no dudó ni un momento que ese dinero había salido de nuestros cerdos-hucha respectivos, y que llevábamos semanas y semanas metiendo ahí nuestras cien pesetas de la paga de los domingos para poder hacerle un regalo inolvidable. Para conseguir reunir ocho mil pesetas con la paga de los domingos, hubiéramos necesitado lo menos veinte años, pero es que a mi madre las cuentas se le dan fatal. Ya te conté en un libro anterior sobre mi vida que de pequeña le suspendían las matemáticas; aparte de que yo creo que estaba tan contenta con el camisón de sus sueños que ni se le pasó por la cabeza pensar que para comprarlo habíamos tenido que robarle a la Luisa. Yo tampoco lo pensaba, sólo pensaba en que era un niño buena persona, y encima me estaba empezando a creer la historia de que llevaba ahorrando mucho tiempo para esta ocasión. Al Imbécil le daba igual, porque el Imbécil no pensaba que hubiera hecho algo tan malo; es un niño que todavía no sabe lo que son los remordimientos.
Mi abuelo también estaba contento porque el médico le había dicho que si seguía tan bien como hasta ahora le iba a dejar que se volviera a casa, aunque también nos dijo que iba a echar de menos el hospital porque había hecho bastantes amigos y porque la comida de hospital era bastante mejor que la de mi madre. Esto último lo dijo en un momentillo que mi madre fue al servicio.
Los mejores hijos del mundo nos despedimos de mi abuelo y nos volvimos a Carabanchel (Alto) en el coche de la Luisa. Mi madre también venía con nosotros, porque una madre que ha tenido la suerte de tener a los hijos mejores del mundo es que no se quiere separar de ellos ni un instante, por mucho que su propio padre esté en el hospital.
Fuimos cantando en el coche unas canciones de varios anuncios de la televisión que nos sabemos de memoria y también el himno de Carabanchel, que nos lo enseñó la presidenta de la Asociación de Vecinos para cuando venga alguna autoridad al barrio, como el Rey o Raúl, que es un jugador de fútbol que en mi barrio nos gusta bastante, aunque sea de Villaverde. Pues así fuimos, a grito
pelao
, cantando el himno que algún día cantaremos en presencia del Rey de España:
«¡Qué alegría cuando me dijeron:
vamos a la Casa del Señor.
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales Carabanchel!»
Era una canción que nos enseñó el cura de mi barrio, y creo que antes, en vez de Carabanchel, decíamos Jerusalén, pero todo el mundo estuvo de acuerdo que quedaba mucho más bonito con el nombre de mi barrio, que dónde va a parar. Y actualmente se canta en las fiestas y todo el mundo la tiene de memoria en su cerebro por si el Rey se presenta sin previo aviso, por el morro.
La Luisa aparcó el coche contra las sillas de la terraza de El Tropezón. Había unos señores sentados en la mesa de al lado y se asustaron un poco, porque decían que un poco más y se los hubiera llevado por delante. Pero la Luisa decía, sin perder la sonrisa:
—Anda, anda, si ha sido el sustillo
na
más.
Ezequiel le pidió a la Luisa que, por favor, otra vez aparcara en un espacio más abierto, como el
descampao
que hay detrás de mi casa, y la Luisa dijo que vale, que vale, y nosotros nos echamos a reír una vez más, porque sabemos que cuando la Luisa dice que vale, que vale, es que la próxima vez dejará el coche donde le dé la gana, y a ella le gusta aparcar contra las sillas de El Tropezón, que se quede el coche bien metido en la acera. Tiene su estilo.
La dejamos en el rellano del segundo, y antes de abrir la puerta de su casa, nos dio un beso de despedida y nos dijo que no le importaba todo lo que le habíamos hecho el día anterior porque por encima de todo estaba lo que nos quería, que
Fernandito
ya tenía pecera nueva, que la
Boni
estaba a dieta porque había vomitado los dos filetes y que
Tutto
estaba en un rincón de su jaula todavía con el susto metido en el cuerpo por haberse visto dentro de la jaula con el peluquín de Bernabé, pero que esas travesuras eran normales en los niños de la infancia, y que ella nos comprendía porque era muy psicóloga y muy pedagoga y muy buena persona.