Yo y el Imbécil (15 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

BOOK: Yo y el Imbécil
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—¡¡¡No!!! —volvió a decir el coro de viejos.

—Sólo he dicho que me parecía raro que, teniendo a su papá recién operado de la próstata y habiéndome dejado a mí a los niños, se fuera de compras —terminó la Luisa.

Mi madre se quedó pensando un momento como sin saber qué responder, pero al instante levantó la ceja: la respuesta estaba preparada.

—Si, señores, me fui de compras. Es verdad. No puedo negarlo. ¿Y saben ustedes por qué, saben ustedes qué compré?

—¡¡¡No!!! —dijo el coro.

Mi madre cogió una de las bolsas y la levantó para que la viera todo el mundo.

—Lo que hay dentro de esta bolsa es un regalo que yo compré para la que yo creía que era mi mejor amiga. Este regalo simbolizaba mi agradecimiento. Toma, Luisa, aunque ya no seas mi amiga, es para ti.

La Luisa empezó a llorar con un hipo que yo no había visto nunca nada igual. A todos se nos contagió. Yo lloraba, el Imbécil lloraba y algunos de los viejos del coro también lloraban. A pesar del hipo, la Luisa abrió la bolsa: era un camisón rojo.

—¡Oooohhhh! —dijeron los viejos a coro, porque se estaban imaginando a la Luisa con ese camisón. Yo y el Imbécil también dijimos: «Ooooohhhhh!», porque nos estábamos imaginando lo mismo que los viejos.

—¡Qué bonito, Cata; perdóname, por favor! —dijo abriendo los brazos.

—¡No, perdóname tú por haberte dejado sola con mis hijos! —dijo mi madre, también abriendo los brazos.

—Déjame cuando quieras con ellos, aunque me destrocen la casa… ¿Es que no es más importante la sonrisa de un niño?

Esta vez, los viejos se hicieron un lío; unos dijeron: «Sííííí»; otros dijeron: «Nooooo», y otros se quedaron como si no hubieran entendido la pregunta.

Pero lo más importante es que la Luisa y mi madre se abrazaron. Y todos aplaudimos, incluido el señor enfermo de la cama. Fue un momento bastante emotivo. Todos teníamos un nudazo en la garganta, pero nos lo tuvimos que tragar, porque la enfermera giganta se abrió paso a codazos entre los viejos y dio varias palmadas en el centro de la habitación.

—Bueno, ¿qué pasa aquí? ¡Unos a su cuarto y otros a casa, que ya es la hora de cenar!

Los viejos se fueron a sus habitaciones, y la Luisa, al servicio a sonarse la nariz. Mi madre siguió llorando, ahora en brazos de mi abuelo.

—Venga, que ya se ha pasado, hija mía. ¿Por qué tienes que llorar ahora?

—Porque, porque, porque… —decía mi madre, ahora con más hipo que antes.

Mi madre se acercó mucho al oído de mi abuelo para que no pudiera oírla nadie, pero yo y el Imbécil nos pusimos al lado porque no podemos soportar no enterarnos de todo, y esto fue lo que oímos:

—Porque… porque… porque ese camisón, papá, me lo había comprado para mí; hace tanto tiempo que lo tenía visto, así, en rojo, que le gusta a Manolo (hablaba de mi padre); pero, claro, algo tenía que hacer para que la Luisa no se enfadara más. Con lo que me ha costado, papá… Lo tenía ahorrado desde hace tiempo…

Mi abuelo le dio dos besos: uno para consolarla y otro de despedida. Nosotros también nos despedimos de él. Le ayudamos a meterse en la cama.

Aquella noche volvimos a Carabanchel (Alto) en el coche de la Luisa yo y el Imbécil. Delante iban las dos amigas reconciliadas y detrás nosotros, que lo sabíamos todo: sabíamos que mientras la Luisa iba tan contenta, dándole las gracias a mi madre por el camisón, mi madre seguía todavía llorando por dentro.

Los hermanos paranormales

Mi madre también había comprado una licuadora para que yo y el Imbécil comamos fruta, aunque sea en zumo, porque dice mi madre que como nos pille la Organización Mundial de la Salud comiendo como comemos, la ponen a ella una multa por tenernos tan mal alimentados.

—El nene quiere el zumo de chocolate —esto lo dijo el Imbécil, que, como te habrás dado cuenta, no sabe muy bien lo que es una fruta.

—De bollicao te voy a hacer el zumo —le dijo mi madre.

Yo me di cuenta de que era una broma maternal, pero el Imbécil, que todavía no tiene uso de razón, no, y se puso a gritar de alegría. Mi madre lo miró con preocupación, y dijo en voz alta, para sus adentros:

—Creo que hay algo que no estoy haciendo bien con estos niños…

Y luego siguió diciendo para sus adentros:

—No sé para qué me he gastado el dinero en esto… Otro aparato más para limpiar…

Todavía tenía más cosas que sacaba de dentro de las bolsas. Había comprado un aparato que es francés y se llama
fundí
, que es para echar el queso con tropezones de carne y dejarlo todo como una masa espeluznante.

—¿Y si le echamos salchichas en vez de carne? —le dije yo.

—Tampoco sé para qué he comprado la
fundí
, con lo poco que os gusta a vosotros la cocina francesa.

Y unos cuchillos cebolleros, que escondió inmediatamente, porque dijo que no se fiaba de que un día jugando nos matáramos; y un cepillo de dientes eléctrico, que también tuvo que esconder, porque yo y el Imbécil nos pusimos a pelearnos porque los dos lo queríamos; y un primer tomo de
Cocina hindú
, cuando sabe lo poco que nos gusta a nosotros la cocina hindú, casi menos que la francesa, y un robot pelapatatas.

—Todo para la cocina —dijo mi madre—. ¿Y para mí, qué?

Lo decía como si hubiera sido otra persona la que hubiera comprado aquellos aparatos. Mi madre estaba algo triste porque la única cosa que se había comprado para ella desde hacía mucho tiempo era aquel camisón rojo, que ahora mismo tendría puesto la Luisa en su casa. Imaginé a la Luisa dándose paseos de un lado a otro del salón, delante de Bernabé.

—Le podías haber regalado a ella el pelapatatas y haberte quedado tú con el camisón —le dije a mi madre.

Mi madre me miró como si en vez de ver a su hijo el de siempre (el de las gafas) viera a un niño con una inteligencia superior.

—Tienes razón, hijo mío. Creo que me precipité.

Aquella noche nos comimos las salchichas en el mueble-bar, porque la mesa de la cocina estaba ocupada por todos aquellos aparatos que mi madre nunca querría utilizar para no tener que limpiarlos después (ya podía decir misa la Organización Mundial de la Salud).

Llegó la hora de irse a la cama, y yo me estaba haciendo el remolón porque no quería dormir en la terraza de aluminio-visto sin mi abuelo.

—Venga ya, Manolito —me decía mi madre—, que yo estoy muy cansada y mañana ya tenéis que ir al colegio. No podéis faltar otro día.

—Pues que se venga el Imbécil conmigo.

—De eso nada. Si os dejo a los dos solos, os dormís a la una.

—Por favor…

Mi madre hizo un gesto como de que hiciéramos lo que quisiéramos. Nos metimos en la cama, y la luz del salón se apagó. Entonces fue cuando, en la oscuridad, el Imbécil dijo:

—La mamá del nene está sola.

La mamá del nene es mi mamá también, pero al Imbécil eso no le entra en la cabeza. Empecé a pensar en mi madre. Era verdad, mi madre estaba sola en su habitación, sin mi padre y sin el Imbécil al lado, durmiendo en su cuna gigantesca. Hay momentos en que yo y el Imbécil nos entendemos sin palabras, por una telepatía que tenemos, que cualquier día salimos en un documental sobre hermanos paranormales. Sin pronunciar una sola palabra, nos levantamos los dos de la cama y fuimos de puntillas por el pasillo hasta la habitación de mi madre. La puerta estaba medio abierta y por el filillo la podíamos ver: estaba delante del espejo, con su camisón rosa de siempre de toda la vida. Se miraba por un lado y se miraba por el otro. Yo pensé: «Está muy guapa». Y el Imbécil dijo:

—Está muy guapa la mamá del nene.

Él siempre se adelanta a decir lo que yo estoy pensando. Mi madre se volvió y nos vio a los dos mirándola.

—¿Me estabais espiando? —no lo dijo con voz de enfadada. Lo dijo con una sonrisa—. Anda, venid aquí conmigo.

Yo y el Imbécil nos tiramos en plancha a la cama. Mi madre se metió entre los dos y nos agarró contra ella.

—La mamá del nene tendrá pronto un camisón rojo como el de la Luisa —dijo el Imbécil.

—¿Ah, sí? —dijo la mamá del nene.

—Sí —dijo el Imbécil, con una seguridad que nos dejó helados.

—¿Y quién me lo va a comprar? Porque la mamá del nene ya se ha gastado todos sus ahorros —dijo mi madre.

—Manolito —dijo el Imbécil.

¡Pero bueno, este niño estaba loco!

—Con el dinero de su hucha. Es rico —dijo el Imbécil.

—¿Cuánto de rico? —dijo mi madre riéndose.

—Tengo 500 pesetas —dije yo.

—Anda, dejad de pensar en el dinero —dijo mi madre—. Qué más da. Que lo disfrute la Luisa.

—¿Cuánto costaba el camisón, mamá? —le pregunté yo.

—Mucho dinero, mucho.

—¿Más de 1 500?

—Más.

—Manolito y el nene te lo comprarán —dijo el Imbécil, que es terrible cuando se le mete una cosa en la cabeza.

—Muy bien —dijo mi madre—. Cuando seáis mayores.

—No, ahora —dijo el Imbécil.

Antes de dormirnos, mi madre nos dio la charla por cómo nos habíamos portado aquel día tan largo; nos dijo que habíamos puesto en peligro la vida de
Fernandito
y la de
Tutto
, que habíamos ensuciado el sofá de la Luisa dejando que la
Boni
se subiera con los filetes. Pero nos lo decía muy bajito, como si no nos estuviera riñendo, y nos tenía muy abrazados a los dos. De vez en cuando, el Imbécil le daba un beso, y entonces yo le tenía que dar otro, porque no puedo soportar que el Imbécil crea que ella es sólo de su propiedad. Así que la teníamos mareada echándole la cara hacia uno y hacia otro para darle besos. Y a ella, que siempre protesta, aquella noche parecía no importarle. Todo estaba bastante suave en aquella cama: las sábanas, mi madre, la colcha. Si no fuera porque mi padre venía los viernes, yo me pediría dormir siempre en esa cama y con la mamá del nene. Y con el Imbécil, claro. A ése no me lo despego yo en la vida. Por cierto, que antes de dormirse, y con una voz de sueño, el Imbécil dijo otra vez:

—Manolito y el nene te comprarán el camisón.

Lo dijo con tanta seguridad que yo empecé a creérmelo. No sé por qué me olía que el Imbécil tenía ya un plan completamente estudiado en su cabeza.

El niño misterioso

Cuando nos despertamos, mi madre ya se había levantado y nos estaba haciendo el desayuno. Ese día nos había hecho tostadas, y estaba de tan buen humor como cuando viene mi padre los viernes por la noche. Nos dijo que se iba con el abuelo al hospital y que cuando volviéramos del colegio teníamos que ir superderechos a casa de la Luisa, que la Luisa y ella estaban muy arrepentidas por haberse dicho cosas tan horribles, y que, al fin y al cabo, el cariño que le dábamos nosotros a la Luisa quién se lo iba a dar en este planeta: nadie.

Nos siguió con el peine hasta la puerta, como siempre, y nos dio un repaso de última hora; pero mis pelos se volvieron a colocar a su bola, porque tengo unos pelos salvajes. El Imbécil, no; el Imbécil parecía un niño de anuncio. Mi madre dijo que le gustaba más vernos con el chándal que con los trajes que nos había comprado la Luisa; que con los trajes azul-pijo estábamos bien, pero que parecíamos los hijos de otra.

Aquella mañana yo tuve que soportar algunas burlas de Yihad. Menos mal que ahora en clase se cortaba mucho porque tenía miedo a que le cayera encima la furia de Melody Martínez, y en el recreo se cortaba porque tampoco quería que se le echara encima el Imbécil rabioso. Yihad sabe que no se puede pegar a ningún pequeño delante de las señoritas porque te la cargas. A mí me daba un poco de corte que mis defensores fueran una niña y mi hermano pequeño. Molaría que fuera al revés, pero qué se le va a hacer. Así que Yihad aquella mañana me dijo cosas terribles, pero en voz baja o mandándome papelillos al pupitre: «Manolito, chívate a Melody si es que te atreves»; «Manolito, ahora no tienes al Imbécil para que te defienda». El Orejones leyó las notitas de Yihad, y me dijo: «Qué suerte tienes, a mí no me defiende nadie». Le iba a contar al Orejones que es una vergüenza humana que te defienda tu hermano de cuatro años, pero me di cuenta de que eso al Orejones le chupaba un pie. El Orejones no sabe lo que es vergüenza. Nació sin ella y sin ella morirá.

Fuimos a comer a casa de la Luisa. Mientras la Luisa freía los filetes, la
Boni
lloraba en su cojín porque sabía que ninguno sería para ella, y el Imbécil estaba raro y misterioso.

—El nene quiere ver tu camisón rojo —le dijo a la Luisa.

La Luisa se echó a reír, y dijo:

—Bueno, ahora te lo enseño, pero no me lo pienso poner.

No sé lo quería poner porque dice que somos muy mirones de las señoras y que eso a ella no le gusta.

Nos pusimos a comer el filete, portándonos tan bien que ni nosotros mismos nos reconocíamos, y la Luisa salió con el camisón rojo en la mano y se lo puso por encima.

—El nene quiere ver la etiqueta —dijo el Imbécil.

—¿Para qué? —dijo la Luisa bastante extrañada. Yo también estaba bastante extrañado.

—Porque me gustan las etiquetas, ¿a que sí? —me dijo el Imbécil, haciendo una cosa muy rara con los ojos, porque intentaba guiñar uno, pero se le cerraban los dos. Menos mal que yo entiendo su estilo.

—Sí —dije sin saber muy bien lo que pretendía mi hermano misterioso—. Le encantan las etiquetas.

—Pues… creo que está por aquí… —La Luisa miró dentro de la bolsa de donde había sacado el camisón—. Aquí está.

—El nene la quiere, ¿se la das? —le preguntó el Imbécil.

—Bueno, hijo mío, que todos los caprichos sean como ése.

Se la dio, y en cuanto la Luisa salió un momento de la cocina, él sacó la etiqueta del bolsillo y me la enseñó:

—¿Qué pone?

—Pone 100 por 100 poliéster.

—¡No, eso no! Los números, ¿qué pone de números? —Lo decía gritándome en voz baja, como si tuviera mucha urgencia por saberlo.

—Pone… 7 500 pesetas.

Los dos nos quedamos alucinados. ¡Así que el camisón había costado 7 500 pesetas! Ahora no me extrañaba nada que mi madre se hubiera echado a llorar. Era horrible eso de gastarse 7 500 pesetas en uno mismo y luego tener que regalarle a tu mejor amiga el camisón sólo por reconciliarte con ella. Era horrible.

—Bueno, qué pasa —le dije a mi hermano—, ¿a qué viene tanto misterio?

Y él se encogió de hombros haciéndose el interesante.

La Luisa volvió a la cocina para pelarnos la fruta y para darnos una de sus charlas sobre lo buena que es la fruta y lo enanos que nos vamos a quedar por no comerla. El Imbécil se bajó de la silla y se fue al váter otra vez. Digo otra vez, porque ya era la tercera que iba durante la comida.

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