Durante los últimos días antes de encontrar ese búnker, Emma había llegado a odiar la abarrotada autocaravana que había compartido con Michael. Ahora no quería salir de ella. Era un espacio pequeño y privado donde podían aislarse de los demás, y lo agradecía. A los demás no les quedaba más remedio que pasar todo el día, todos los días, juntos, y Emma no sabía cómo lo podían soportar. Ella necesitaba ese espacio para desconectar de todo lo que ocurría a su alrededor. Ayer había escuchado por casualidad la conversación de dos soldados, que comentaban que el aire se estaba enrareciendo en los niveles inferiores de la base, que el simple peso de los cadáveres en la superficie estaba empezando a causar problemas, al bloquear las bocas de ventilación y taponar los conductos. Ella había hablado con Cooper sobre el tema y éste no pareció sorprendido. La idea de cuál debía de ser ahora la situación en la superficie hacía que deseara cerrar las puertas de la autocaravana para no volver a abrirlas jamás.
Emma oyó un ruido en el exterior. Se sentó y limpió la condensación de la ventanilla más cercana, provocada por el calor que desprendían los cuerpos de Michael y ella en contraste con el aire frío del enorme hangar. Se estaban repartiendo víveres. Dos soldados enfundados en trajes de protección surgieron de las cámaras de descontaminación para entregar de mala gana las raciones a los civiles supervivientes. Emma estaba sorprendida de que les estuvieran dando algo. Con frecuencia intentaba imaginar cómo sería la vida de los soldados. ¿Se limitaban a cumplir mecánicamente con su deber, a la espera de que llegara la muerte? ¿Cuánto tiempo iba a durar la contaminación del exterior? ¿Ahora mismo el aire era limpio, o seguiría contaminado durante otro mes, otro año u otra década? ¿Cómo lo sabrían? ¿Alguno de los soldados sería lo suficientemente valiente o estúpido para arriesgarse a subir a la superficie y respirarlo? Donna Yorke había sugerido que por eso los militares habían sido tan amables con ellos. Decía que llegaría el momento en que querrían utilizar a los supervivientes inmunes para encontrar una cura o, cuando los cuerpos se hubieran podrido hasta quedar en nada, para explorar la superficie en busca de comida, agua y suministros.
Emma se colocó el pesado abrigo invernal de Michael, se puso en pie y se acercó a otra ventanilla. Era difícil vislumbrar lo que estaba ocurriendo en el exterior: las luces del hangar casi siempre estaban al mínimo para ahorrar energía y sólo aumentaban de intensidad cuando los militares se dirigían hacia el exterior, lo cual no había ocurrido en las últimas dos semanas. Dos días después de la llegada de los civiles, el ejército había abierto las puertas en un intento inútil de limpiar el caos que habían provocado al entrar. Se habían tenido que retirar ante la cantidad de cadáveres que había en el exterior. Los primeros centenares habían sido eliminados con lanzallamas, pero había miles más detrás de ellos. Distraída con el recuerdo de la carnicería de aquel día, contempló cómo Cooper comprobaba uno de los vehículos en los que habían llegado él y los demás. Por su comportamiento, actitud y prioridades estaba claro que era militar, o ¿acaso era ahora ex militar? Reglamentario y confiado, ella había visto con frecuencia cómo enseñaba a grupos pequeños a utilizar el equipo militar que les rodeaba. Emma sabía que era importante mantenerse bien ellos mismos a la vez que mantener en buen estado sus vehículos. No se hacía ilusiones. Hoy, mañana, o dentro de seis meses, al final tendrían que abandonar el búnker.
—¿Pasa algo?
Emma se dio la vuelta y vio que Michael estaba sentado en la cama. Sus ojos oscuros parecían cansados y confusos.
—Nada. No podía dormir, eso es todo.
Bostezó y le hizo un gesto para que se acercase. Emma volvió a la cama y él la abrazó con fuerza, como si hubieran estado separados durante años.
—¿Cómo estás? —preguntó Michael en voz baja, su rostro muy cerca del de ella.
—Estoy bien.
—¿Ocurre algo ahí fuera?
—En realidad, no. Sólo están repartiendo comida, nada más. ¿Es que ocurre algo alguna vez?
—Dale tiempo —murmuró Michael con tristeza, besándola en la mejilla—. Dale tiempo.
—Buenos días, pareja —saludó Bernard Heath con su voz fuerte y educada cuando Michael y Emma entraron juntos en la más grande de las pocas habitaciones a las que tenían acceso los supervivientes.
—Buenos días, Bernard —devolvió el saludo Emma—. Hace mucho frío, ¿no te parece?
—¿No lo hace siempre? Comed algo, nos dejaron bastante comida ayer por la noche.
Agarrada a la mano de Michael, Emma lo siguió mientras atravesaba la habitación abarrotada. Con una superficie de unos seis metros cuadrados, los supervivientes la utilizaban como dormitorio, sala de reuniones, cocina y comedor. De hecho, la usaban para casi todo. A pesar de que sus paredes grises e impersonales hacían que fuera lóbrega, deprimente y asfixiante, el hecho de que la sala siempre estuviera llena de gente la convertía en el mejor lugar para matar el tiempo. Al menos allí no estaban siempre alertas o sentados en silencio, sin atreverse a hablar. Al menos aquí, por el momento, se podían intentar relajar, recuperar y curar.
Poco después de llegar al búnker se habían establecido unos turnos básicos. Aunque se produjeron las esperadas protestas y se incumplieron algunos turnos, la mayoría se mostró preparada para implicarse y ayudar a cocinar, limpiar o realizar cualquiera de las tareas sin importancia que era necesario llevar a cabo. En lugar de evitar el trabajo, que es lo que algunos de ellos habrían hecho antes, casi todos los supervivientes trabajaban ahora todo lo que podían por voluntad propia. Qué parte del trabajo se hacía por el bien del grupo era más que cuestionable: la mayoría aceptaba la responsabilidad porque ayudaba a reducir la monotonía y el aburrimiento de los largos y oscuros días. Como muchos de ellos habían descubierto a su propia costa, quedarse sentado mirando las paredes del búnker sin nada que hacer llevaba, invariablemente, a pensar sin interrupción en todo lo que habían perdido.
Emma y Michael recogieron su ración de manos de Sheri Newton, una mujer de mediana edad, silenciosa y pequeña que siempre parecía estar sirviendo comida, y se sentaron. Los rostros de las personas a su alrededor les resultaban tranquilizadoramente familiares. Donna Yorke estaba en una mesa cercana hablando con Clare Smith, Jack Baxter y Phil Croft. Cuando la pareja empezó a comer, Croft levantó la vista y se los quedó mirando. Saludó a Michael con la cabeza.
—Buenos días —respondió Michael, mientras masticaba el primer bocado de las raciones secas y sin gusto—. ¿Cómo estás, Phil?
—Bien —contestó Croft, resollando. Le dio una calada larga a un cigarrillo y tosió.
—Deberías pensar en dejarlo —comentó Michael sarcástico—. ¡Te va a matar, colega!
Croft hizo una mueca mientras tosía y después consiguió esbozar una sonrisa fugaz. Una muestra de su lúgubre y desesperada situación era que la muerte era la única cosa de la que se podían reír. Croft, el único médico del grupo, había resultado gravemente herido en una colisión muy violenta mientras se acercaban al búnker militar. Las condiciones frías y húmedas bajo tierra no eran las ideales y no ayudaban en nada a su recuperación. Aunque las únicas señales visibles de sus heridas eran una cicatriz que le atravesaba el pecho y una pierna que no le sostenía, como médico con experiencia, Croft sabía que su cuerpo había sufrido una gran cantidad de daños internos y que nunca llegaría a recuperarse del todo. Aquejado por el dolor y la incomodidad, y con los militares a un lado y miles de cadáveres en descomposición al otro, los efectos potencialmente dañinos del humo eran la última de sus preocupaciones.
Cooper entró enfadado en la habitación. Su entrada repentina y tempestuosa ahogó instantáneamente todas las conversaciones y provocó que todo el mundo se le quedase mirando. Se sirvió una bebida, sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó al lado de Jack Baxter.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Jack.
—Este sitio está lleno de malditos idiotas —respondió el ex soldado.
Desde que había vuelto a la base, no había dejado de distanciarse de sus colegas militares. Quizá de forma simbólica, ahora sólo llevaba la parte inferior del uniforme, y sólo había conservado las botas y los pantalones porque eran la ropa más práctica que poseía. De hecho, eran las únicas prendas que tenía.
—¿Y ahora de quién habla? —interrumpió Croft—. ¿Con quién te estás metiendo ahora, Cooper?
Cooper sorbió un trago de café.
—Unos malditos bufones están al mando de este sitio.
—¿Qué han hecho?
—Nada, y ése es el problema.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Donna, preocupada. Conocía lo suficiente a Cooper para saber que había alguna razón detrás de su mal humor. Normalmente estaba mucho más tranquilo y controlado que ahora.
—No quieren decirme nada, ni ahora ni nunca —explicó—. Les han dado órdenes de que no lo hagan. No consigo comprender su lógica. ¿Qué van a ganar manteniéndonos en la ignorancia? Hemos visto mucho más que ellos de lo que ocurre ahí fuera.
—Parece bastante típico de lo que he visto del comportamiento militar hasta el momento —replicó Jack—. ¿Eso es todo lo que te preocupa?
Cooper negó con la cabeza.
—No, hay más. Acabo de hablar con un antiguo compañero, Jim Franks. Jim y yo hemos vivido mucho juntos y sé que puedo confiar en él. Bueno, pues me ha explicado que cree que muy pronto van a empezar a enfrentarse a problemas de verdad.
—¿Suministros? —preguntó Baxter.
—No, tienen suficientes.
—Entonces, ¿qué tipo de problemas? —preguntó Emma, que empezaba a sentirse inquieta.
—Problemas muy jodidos —prosiguió Cooper—. Nada que les venga de nuevo, pero aun así son grandes problemas y muy jodidos.
—¿Cómo por ejemplo...?
—Tened en cuenta que he estado hablando con Jim a través del intercomunicador delante de la cámara de descontaminación y que intentaba hablar en voz baja por si alguien lo pillaba hablando conmigo, de manera que no tengo muchos detalles. Se trata de los cadáveres. Han realizado mediciones alrededor de la base y esas malditas cosas siguen llegando. Jim me ha explicado que el sistema de filtración de aire sigue funcionando por el momento, pero que está empezando a fallar y que los problemas de ventilación de los que habíamos oído hablar se están agravando. Parece que más de la mitad de las bocas de ventilación están bloqueadas o casi bloqueadas, tal como les advertimos.
—¿Y qué piensan hacer al respecto? —intervino Croft, formulando la pregunta que estaba en la mente de todos.
—No hay forma de despejar los respiraderos desde aquí abajo —contestó—, de manera que tendrán que volver a la superficie.
—Pero ¿qué van a conseguir con eso? —preguntó Emma, aterrorizada ante la perspectiva de que volvieran a abrir las puertas del búnker—. ¿Acaso creen que simplemente pueden eliminar los cadáveres? En cuanto acaben con uno de ellos, cientos ocuparán su lugar.
—Yo lo sé y tú lo sabes —respondió Cooper abatido—, pero ellos no comprenden la magnitud del problema. Por eso no entiendo por qué no hablan con nosotros. La realidad es que la gente que está tomando las decisiones aquí abajo no tiene ni la más jodida idea de lo mal que están las cosas en la superficie. Hasta que no lo has visto en persona, hasta que no te has visto ahí fuera en medio del caos, no puedes imaginarte la situación en el exterior, ¿o no?
—Entonces, ¿cómo tienen pensado despejar las bocas de ventilación? —preguntó Donna—. Como dice Emma, en cuanto los hayan eliminado, llegarán más cadáveres y las bloquearán de nuevo.
—Dios santo, no lo sé. Supongo que intentarán cubrirlas o construir algo encima de ellas. Recordad que este lugar fue construido para no ser detectado. Tienes que fijarte muy bien para descubrir las malditas bocas de ventilación porque no son evidentes, pero eso ya no importa. Creo que tienen planeado abrirse camino a través de los cadáveres y después hacer lo que tengan que hacer para bloquearles el acceso. Intentarán cubrir la parte superior de los respiraderos o quizá dejar gente fuera para que los vigile. Una trinchera o un muro serían suficiente...
—Me dan pena los pobres imbéciles que envíen al exterior para construir unos malditos muros —comentó Jack—. Dios santo, ya es lo suficientemente duro estar ahí arriba sin tener que construir una maldita pared. Os digo que yo no vuelvo ahí fuera por nada en el mundo.
—¿Eso crees? No pierdas la perspectiva, Jack —replicó Cooper, mirándolo directamente a la cara—. Por el momento tenemos una enorme ventaja sobre toda esa pandilla porque podemos sobrevivir ahí fuera. Por eso, ¿quién dice que no van a intentar utilizarnos para hacer lo que tienen planeado? Discute todo lo que quieras, pero si tienes un arma apuntándote a la nuca, harás lo que quieran que hagas.
—¿Crees realmente que van a llegar a eso?
—Quizás aún no, pero...
—Pero ¿qué?
—Pero podrían hacerlo. Ponte en su pellejo. Probablemente harías lo mismo.
La conversación se detuvo mientras cada uno de los supervivientes intentaba asimilar las palabras de Cooper. Él, mejor que ninguno de ellos, sabía cómo funcionaba la mente de los militares. Siempre había sido franco y directo. No tenía sentido suavizar el golpe.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Donna.
—¿Cuánto tiempo para qué?
—¿Cuánto tiempo hasta que abran las puertas y salgan?
—Ni idea. No creo que ellos tampoco lo sepan. Tendremos que esperar.
—Ocurrirá tarde o temprano, ¿verdad? —intervino Michael, su voz llena de resignación—. Es inevitable. Solían llamarlo la Teoría del Caos, ¿no es verdad? Si algo puede ir mal, al final irá mal.
—¡Eres la alegría en persona, Mike! Sigues mirando el lado positivo de la vida, ¿eh? —se burló Jack.
—Pero tiene razón —convino Cooper.
—Todos hemos visto cómo ocurría —continuó Michael—. Nosotros empezamos en el centro social de un pueblo. Éramos unos veinte. Creíamos que estábamos bien, pero nos tuvimos que ir. Uno de nosotros regresó y el lugar había sido completamente destruido. Encontramos una casa en medio del maldito campo a kilómetros de distancia de ninguna parte, pero tampoco fue lo suficientemente segura. Construimos una maldita valla a su alrededor, pero no resistió.
—Lo mismo pasó con nosotros y la universidad —intervino Donna—. Parecía ideal para empezar, pero no resistió. Las cosas cambian y no nos podemos permitir quedarnos sentados y esperar, y tener esperanzas y...