Consciente del hueco que se había abierto en la línea de ataque a su lado, Ellis miró a su alrededor. El soldado herido que tenía al lado siguió disparando contra la masa de cadáveres hasta que la infección se apoderó de él. Cuando disparó otra ráfaga contra la muchedumbre, la parte interior de su garganta se empezó a inflamar, después empezó a sangrar. Consciente de que se estaba muriendo, pero sin saber por qué, el soldado se volvió lentamente desesperado por encontrar ayuda. Paralizado en su posición por una reacción nerviosa espontánea, su dedo siguió apretando el gatillo del fusil, lanzando continuas ráfagas de balas. Ellis fue el primero de los ochos soldados que cayeron, alcanzados en el abdomen y el cuello.
Desde el suelo, los sonidos de la batalla quedaban amortiguados. Aunque le aplastaba el peso del aparato de respiración y el resto del equipo, Ellis consiguió rodar sobre la espalda en medio del barro. Levantó la mirada hacia el cielo de un gris oscuro por encima de su cabeza y esperó. La lluvia intensa golpeaba la máscara que le cubría la cara, ahogando cualquier otro ruido. Fue consciente de un movimiento repentino y frenético a su alrededor y después lo engulló una oscuridad completa e impenetrable. Sintió como la multitud de cuerpos en descomposición pasaba sobre él mientras se dirigían hacia la base.
—Escuchad —dijo Cooper, que se encontraba cerca de los vehículos, al lado de Michael y Bernard.
—¿Qué? —preguntó Bernard nervioso.
—Está pasando algo.
Los hombres se quedaron en silencio, escuchando los ruidos que reverberaban a su alrededor, amplificados por la enormidad del hangar.
—¿Qué? —volvió a preguntar Bernard.
—¿No lo oís?
—¿Oír qué? —exigió Michael, sintiéndose cada vez más inquieto.
—Sólo escuchad...
Michael obedeció a Cooper, y poco a poco empezó a verse claro. Se había producido un cambio sutil en los sonidos de la batalla que se filtraban hacia el búnker desde el exterior. Donde antes sólo se escuchaba el martilleo constante de los disparos y de las explosiones de mortero, ahora se podían oír chillidos y gritos por encima del tumulto constante. Todo sonaba de repente desesperadamente frenético y descoordinado, como si todo el orden y el control estuvieran desapareciendo de forma progresiva. Michael miró a lo largo de la rampa hacia la puerta de entrada y vio que mientras algunos de los soldados que habían quedado atrás para proteger el búnker avanzaban, otros estaban empezando a retirarse.
—No tienen ni idea de la cantidad de cadáveres que hay ahí fuera, ¿no te parece? —comentó Michael ansioso—. Has intentado explicárselo, ¿verdad? Dios santo, debe de haber miles de cadáveres por cada soldado.
—Todo irá bien, ¿verdad, Cooper? —preguntó Bernard, aunque ya conocía la respuesta a la pregunta.
Cooper recorrió el hangar a la carrera y subió la rampa de entrada hasta encontrarse casi al mismo nivel que los soldados que habían quedado para custodiar la base. Miró hacia la oscuridad, donde los flashes constantes de luz brillante y llamas y las explosiones proporcionaban suficiente iluminación para ver lo que estaba ocurriendo en el exterior. Era un soldado con experiencia y había participado en suficientes operaciones para saber cuándo las tácticas de un ejército estaban funcionando y cuándo no. Podía ver al menos dos zonas por delante de él donde los cadáveres se encontraban ahora entre los soldados y la base. De alguna manera, las criaturas habían conseguido abrirse paso a través de la línea de tropas. De un modo implacable y desapasionado, las hordas de muertos seguían su avance, pasando al lado de grupos inesperadamente aislados de hombres y mujeres que quedaban rodeados y desaparecían bajo las masas putrefactas. Aquella escena horrible y de pesadilla dejó bloqueado a Cooper hasta que lo distrajeron los faros del transporte de tropas que se encontraba a corta distancia. Estaba regresando al búnker, sus luces saltando arriba y abajo mientras el conductor forzaba a toda velocidad el gran vehículo sobre un terreno desnivelado. Tanto soldados aterrorizados como cuerpos muertos que se cruzaban ocasionalmente en su camino eran aplastados mientras corría de vuelta a la seguridad de la base.
Los cadáveres estaban cerca. Jodidamente cerca.
—¿Qué puedes ver? —gritó Michael desde el pie de la rampa.
Cooper no contestó, sino que siguió vigilando el caos del exterior. Increíblemente, el equilibrio de poder en el campo de batalla parecía estar cambiando. Cuanto más tiempo observaba, más caóticos y desorganizados se volvían los soldados. Los tres huecos recién abiertos en las defensas militares se convirtieron en cuatro, después en cinco, y después en muchos más. El transporte de tropas regresaba a toda velocidad y por todos lados los soldados empezaban a incumplir las órdenes, abandonando la formación y corriendo para protegerse, disparando salvajemente a cualquier cosa que se moviera. Y entonces, en lo más alto, por encima de toda esta locura, apareció en el cielo una bengala naranja. Quedó suspendida sobre la carnicería, iluminando la base de las nubes y bañando todo lo que tenía debajo con una luz fuerte e inquietantemente bella. Cooper se obligó a regresar con los demás. Sabía que la bengala era la señal de retirada.
—¡Están regresando! —chilló Cooper mientras corría de vuelta.
Casi no había terminado de hablar cuando el transporte de tropas entró casi volando en la base, saliendo a toda velocidad de la oscuridad y resbalando por la pendiente, fuera de control. Michael y Bernard se agacharon en busca de refugio en direcciones opuestas mientras el vehículo pesado se deslizaba a lo largo del hangar y colisionaba después con el frontal del furgón policial, obligándole a dar un cuarto de vuelta y lanzándolo con dureza contra el muro. Michael corrió para ayudar a los que estaban dentro del vehículo esperando, sin saber lo que estaba pasando e incapaces de protegerse del repentino y violento impacto. Podía oír cómo gemían a causa de la confusión y el dolor cuando abrió de golpe las puertas. Uno de ellos, un hombre mayor cuyo nombre no podía recordar nunca, estaba muerto, su cara ensangrentada aplastada contra una de las ventanillas.
—¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —le gritó a Cooper mientras sacaba a los demás supervivientes.
Cooper corrió hacia el transporte de tropas. La mayoría de los soldados que viajaban en él ya habían huido hacia la cámara de descontaminación y aporreaban la puerta para que los dejasen pasar.
—Que suban aquí.
Mientras Michael empujaba a los civiles aturdidos hacia el vehículo militar, los primeros soldados de infantería empezaron a entrar en la base. Bajaban tambaleándose por la rampa, mientras seguían disparando indiscriminadamente hacia la oscuridad que quedaba a sus espaldas. Segundos después les siguió la primera oleada de cadáveres. Un ruido muy fuerte y repentino y un destello de movimiento frenético distrajeron a Cooper. Levantó la mirada y vio que uno de los Jeeps se había empotrado contra un lateral de la puerta de entrada. El soldado que lo había conducido bajó ahora la rampa cojeando, pero no consiguió llegar ni a la mitad del trayecto cuando fue arrollado por los cadáveres al ataque, que habían visto incrementada su velocidad por la pendiente.
—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —le indicó Cooper a Michael—. Como no puedan cerrar esa puerta en un par de minutos, este lugar se llenará de esas malditas cosas. No podemos esperar.
—¡Adelante! —le gritó Michael a Donna y Steve Armitage, que estaba al volante del camión penitenciario.
El ruido en la cavernosa sala era intenso y ensordecer, y al principio ninguno de los dos reaccionó. Michael gesticuló frenético y enfadado hacia las puertas del búnker hasta que finalmente Steve le indicó que había comprendido e inició la marcha, haciendo que el pesado camión penitenciario rodease grandes pilas de equipo militar. Donna, que nunca había conducido una autocaravana, lo siguió nerviosa.
A medida que los dos vehículos se dirigían hacia la entrada, muchos más soldados y cadáveres se precipitaban de regreso a la base. Por separado, los cuerpos eran lentos y bastante descoordinados, pero su avance colectivo por la rampa daba la impresión de ser veloz y controlado. Seguían sonando disparos. Conforme más soldados forzaban su regreso y se intensificaba el combate, el hangar se llenaba con rapidez de un tiroteo mortal y de ráfagas ocasionales de llamas escasamente controladas.
Emma buscaba con la mirada desesperadamente desde la parte delantera de la autocaravana, esperando vislumbrar a Michael mientras se sumían cada vez más en el caos. A su lado, Donna se esforzaba por controlar el vehículo, que no respondía bien. Siguió al camión penitenciario, centrada en permanecer cerca de su parte trasera e imitando cualquier movimiento que hiciera Steve. Miró por el retrovisor. En lo más profundo de la base a sus espaldas pudo ver el movimiento frenético alrededor de la parte trasera del transporte de tropas. En medio de todo vio a Bernard Heath, afanándose por subir a él. Vio impotente cómo lo abatían unos disparos, una ráfaga casi lo cortó por la mitad. Un torrente de balas impactó en su pierna derecha, la entrepierna, el abdomen y el hombro. Cuando llegó al suelo, ya estaba muerto.
—¡Oh, Dios! —exclamó, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Bernard ha caído.
—¿Qué? —preguntó Emma, dándose la vuelta e intentando conseguir una visión clara a través de la ventanilla trasera de la autocaravana. Pudo vislumbrar su cuerpo en el suelo antes de que otra horda de cadáveres le tapase la vista. ¿Dónde demonios estaba Michael?
Sin que lo pudieran ver desde la autocaravana, Michael tiró de la puerta trasera del transporte de tropas para cerrarla.
—¡Muévete! —chilló. Avanzó unos pasos y se dejó caer en un asiento mientras el soldado que conducía el transporte daba la vuelta e iniciaba la marcha.
—¡Aprieta el maldito acelerador! —le ordenó Cooper.
El conductor no discutió, superando con rapidez a la autocaravana y al camión penitenciario, y subiendo por la rampa de acceso. Un número incontable de figuras tambaleantes, tanto vivas como muertas, quedaron aplastadas bajo sus anchas ruedas.
—¿Hacia dónde? —tartamudeó el soldado nervioso a través de su máscara pesada y voluminosa.
La brillante luz eléctrica fue sustituida por una oscuridad relativa cuando salieron al exterior. Se seguían produciendo combates intensos por todas partes mientras los soldados luchaban por volver al búnker. Los disparos proporcionaban cierta iluminación, pero no la suficiente para que Cooper pudiera dar sentido a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Sabía que el camino principal del búnker estaba bloqueado por el camión que los supervivientes habían estrellado cuando llegaron unas semanas antes, de manera que ahora necesitaban encontrar otra ruta. El vehículo que ocupaban sería capaz de pasar por cualquier terreno, sin importar la dureza o el desnivel, pero el camión penitenciario y la autocaravana que le seguían detrás no podrían superar nada que no fuera una suave pendiente. Resignado al hecho de que probablemente las condiciones serían igual de malas en cualquier dirección que eligiese, tomó una decisión rápida.
—Sigue la línea del valle —ordenó, haciendo un gesto hacia la izquierda y eligiendo lo que creía que sería la ruta más llana, gritando para que lo pudiera oír por encima del ruido del motor y el imparable
pum, pum, pum
de la marea interminable de cuerpos que se lanzaban inútilmente contra los laterales de metal del transporte de tropas—. Sigue recto. En algún momento desembocaremos en una carretera o en un camino.
Conduciendo a través del caos y la devastación sangrienta que se seguía desarrollando a su alrededor, los tres vehículos desaparecieron en la oscuridad.
El hangar estaba lleno de cadáveres. Los soldados aún conseguían ofrecer cierto grado de resistencia, pero la munición y su voluntad de luchar habían desaparecido casi por completo. Aterrorizados y exhaustos, muchos soldados desorientados y desesperados se habían arrancado las pesadas máscaras y casi de inmediato quedaron infectados y murieron. Otros cayeron abatidos por el fuego cruzado. Muchos más fueron desmembrados por una multitud enorme e interminable de cadáveres enloquecidos, que se lanzaban en grandes cantidades sobre cada uno de los militares.
Los oficiales superiores que habían quedado bajo tierra ordenaron que se sellaran las salas de descontaminación. Ciento diecisiete soldados quedaron enterrados en el subterráneo. Casi el doble quedaron atrapados en el hangar y en la superficie, algunos aún luchando, la mayoría muertos o moribundos.
Michael recorrió todo el interior del transporte de tropas para llegar hasta Cooper, mientras el traqueteo del vehículo por el suelo desnivelado lo lanzaba de un lado a otro.
—¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —preguntó, sabiendo muy bien que la pregunta no tenía ningún sentido.
Cooper se había colocado en la parte delantera del vehículo y estaba sentado al lado de dos soldados enfundados en trajes protectores. Había dos más sentados en la parte trasera con Michael y otros tres supervivientes. Obviamente, los militares habían estado luchando durante algún tiempo en el campo de batalla, y los supervivientes les cedieron tanto espacio como era posible dentro de los reducidos límites del vehículo militar. Sus pesados trajes de supervivencia estaban cubiertos con capas de barro, sangre y restos apestosos.
Cooper ni siquiera se molestó en intentar responder a la pregunta de Michael. Frustrado, Michael planteó otra cuestión.
—¿Vamos a seguir avanzando toda la jodida noche? —maldijo, agarrándose al respaldo del asiento de Cooper cuando el vehículo blindado se deslizó de repente por una pendiente inesperada. Miró hacia fuera a través del parabrisas cubierto de sangre y comprobó que la visión del conductor quedaba terriblemente limitada—. Hay menos de medio depósito de combustible en la autocaravana —prosiguió nervioso—. No podemos seguir avanzando eternamente.
Como Cooper seguía sin hacerle caso, se dejó caer enojado en el asiento más cercano y se dio la vuelta para mirar hacia la parte trasera del vehículo. Detrás de ellos seguía en todo su fragor la batalla, devastadora y en última instancia inútil, con explosiones frecuentes y relámpagos brillantes que durante una fracción de segundo llenaban de luz aquel mundo muerto. El transporte de tropas se inclinó temerariamente hacia un lado a medida que el suelo que estaban atravesando se volvía más escarpado e irregular. Le seguía justo detrás el camión penitenciario y, más atrás aún, Michael era capaz de ver los faros de la autocaravana mientras intentaba no perder contacto. Deseaba estar con Emma. ¿Cómo había podido ocurrir? ¿Cómo era posible que todo se hubiera destruido con tanta rapidez? Hacía sólo un par de horas las puertas del búnker seguían selladas y habían estado relativamente seguros y protegidos; ahora la gente estaba muerta y ¿para qué? Una vez más estaban expuestos y eran vulnerables, corriendo de nuevo sin dirección. No podía dejar de pensar en Bernard. Se lo imaginaba yaciendo muerto en el suelo del hangar, rodeado de decenas de cadáveres y de soldados que seguían con la lucha. Dios santo, esperaba que Bernard hubiera muerto con rapidez. Esperaba que no estuviera sufriendo. Se lo imaginaba tendido e impotente en medio de semejante pesadilla, incapaz de moverse y desangrándose lentamente hasta morir, sólo esperando a que pasase todo...