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Authors: Ángel González

Tags: #poesía

101+19= 120 poemas (5 page)

BOOK: 101+19= 120 poemas
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JARDÍN PÚBLICO CON PIERNAS PARTICULARES

... y las muchachas andan con las piernas desnudas:

¿por qué las utilizan

para andar?

Mentalmente repaso

oficios convincentes

para ellas —las piernas—,

digamos: situaciones

más útiles al hombre

que las mira

despacio,

silbando entre los dientes una canción recuperada apenas


ese oficio no me gusta...

en el acantilado del olvido.

Si bien se mira, bien se ve que todas

son bellas: las que pasan

llevando hacia otro sitio

cabellos, voces, senos,

ojos, gestos, sonrisas;

las que permanecen

cruzadas,

dobladas como ramas bajo el peso

de la belleza cálida, caída

desde el dulce abandono de los cuerpos sentados;

las esbeltas y largas;

las tersas y bruñidas; las cubiertas

de leve vello, tocadas por la gracia

de la luz, color miel, comestibles

y apetitosas como frutas frescas;

y también —sobre todo— aquellas que demoran

su pesado trayecto hasta el tobillo

en el curvo perfil que delimita

las pueriles, alegres, inocentes,

irreflexivas, blancas pantorrillas.

Pensándolo mejor, duele mirarlas:

tanta gracia dispersa, inaccesible,

abandonada entre la primavera,

abruma el corazón del conmovido

espectador

que siente la humillante quemadura

de la renuncia,

y maldice en voz baja,

y se apoya en la verja el estanque,

y mira el agua,

y ve su propio rostro,

y escupe distraído, mientras sigue

con los ojos los círculos

que trazan en la tensa superficie

su soledad, su miedo, su saliva.

LOS SÁBADOS, LAS PROSTITUTAS MADRUGAN MUCHO PARA ESTAR DISPUESTAS

Elena despertó a las dos y cinco,

abrió despacio las contraventanas

y el sol de invierno hirió sus ojos

enrojecidos. Apoyada

la frente en el cristal,

miró a la calle: niños con bufandas,

perros. Tres curas

paseaban.

En ese mismo instante,

Dora comenzaba

a ponerse las medias.

Las ligas le dejaban

una marca en los muslos ateridos.

Al encender la radio —«Aída:

marcha triunfal»—,

recordaba palabras

—«Dora, Dorita, te amo»—

a la vez que intentaba

reconstruir el rostro de aquel hombre

que se fue ayer —es decir, hoy— de madrugada,

y leía distraída una moneda:

«Veinticinco pesetas.» «... por la gracia

de Dios.»

(Y por la cama)

Eran las tres y diez cuando Conchita

se estiraba

la piel de las mejillas

frente al espejo. Bostezó. Miraba

su propio rostro con indiferencia.

Localizó tres canas

en la raíz oscura de su pelo

amarillo. Abrió luego una caja

de crema rosa, cuyo contenido

extendió en torno a su nariz. Bostezaba,

y aprovechó aquel gesto

indefinible para

comprobar el estado

de una muela cariada

allá en el fondo de sus fauces secas,

inofensivas, turbias, algo hepáticas.

Por otra parte,

también se preparaba

la ciudad.

El tren de las catorce treinta y nueve

alteró el ritmo de las calles. Miradas

vacilantes, ojos

confusos, planteaban

imprecisas preguntas

que las bocas no osaban

formular.

En los cafés, entraban

y salían los hombres, movidos

por algo parecido a una esperanza.

Se decía que aún era temprano. Pero

a las cuatro, Dora comenzaba

a quitarse las medias —las ligas

dejaban una marca

en sus muslos.

Lentas, solemnes, eclesiásticas,

volaban de las torres

palomas y campanas.

Mientras

se bajaba la falda,

Conchita vio su cuerpo

—y otra sombra vaga—

moverse en el espejo

de su alcoba. En las calles y plazas

palidecía la tarde de diciembre. Elena

cerró despacio las contraventanas.

PARQUE PARA DIFUNTOS

En el jardín germinan los cadáveres.

La pompa de la rosa

jamás, no, nunca es fúnebre.

Únicamente, al entreabrir sus pétalos

devuelve una de tantas

sonrisas que no, nunca, jamás se produjeron

y que la tierra se tragó nonatas.

Lo mismo

podríamos afirmar de las magnolias

respecto

al impreciso nácar de esas ingles

jamás, nunca, no vistas hasta ahora

con una opacidad tan delicada,

luminosa y sombría al mismo tiempo

(Pienso:

cuando tú hayas muerto,

¿qué flor será capaz de recoger

aunque tan sólo sea

una mínima parte

del perfil delicado de tu cuello?;

jamás, ninguna, nunca,

—pienso.)

La brisa,

al conmover las ramas del cerezo,

dispersa

una eyaculación de leves hojas blancas

sobre los ojerosos pensamientos:

así retorna al aire un afán enterrado,

vuelve a latir, regresa

un perdido deseo.

Hay margaritas entre el césped —¡cuántas!

Circulan transeúntes macilentos

por los senderos soleados. Rezan

—luego existimos, creen. Pasan

sin escuchar el grito luminoso

de los lirios,

sin advertir el gesto

de las dalias doradas, que señalan

sus lúgubres figuras con sus múltiples dedos.

Pronto lo veréis todo a través de mi tallo

—susurra un nomeolvides—,

periscopio final de vuestros sueños
.

CADÁVER ÍNFIMO

Se murió diez centímetros tan sólo:

una pequeña muerte que afectaba

a tres muelas cariadas y a una uña

del pie llamado izquierdo y a cabellos

aislados, imprevistos.

Oraron lo corriente, susurrando:

«Perdónalas, Señor, a esas tres muelas

por su maldad, por su pecaminosa

masticación. Muelas impías,

pero al fin tuyas como criaturas».

El mismo estaba allí,

serio, delante

de sus restos mortales diminutos:

una prótesis sucia, unos cabellos.

Los amigos querían consolarle,

pero sólo aumentaban su tristeza.

«Esto no puede ser, esto no puede

seguir así. O mejor dicho:

esto debe seguir a mejor ritmo.

Muérete más. Muérete al fin del todo».

Él estrechó sus manos, enlutado,

con ese gesto falso, compungido,

de los duelos más sórdidos.

«Os juro

—se echó a llorar, vencido por la angustia—

que yo quiero morir mi sentimiento,

que yo quiero hacer piedra mi conducta,

tierra mi amor, ceniza mi deseo,

pero no puede ser, a veces hablo,

me muevo un poco, me acatarro incluso,

y aquéllos que me ven, lógicamente,

deducen que estoy vivo,

mas no es cierto:

vosotros, mis amigos,

deberiais saber que, aunque estornude,

soy un cadaver muerto por completo.

Dejo caer los brazos, abatido,

se desprendió un gusano de la manga,

pidió perdon y recogió el gusano

que era sólo un fragmento

de la totalidad de la esperanza.

PREÁMBULO DE UN SILENCIO

Porque se tiene conciencia de la inutilidad de tantas cosas

a veces uno se sienta tranquilamente a la sombra de un árbol

en verano

y se calla.

(? ¿Dije tranquilamente? falso, falso:

uno se sienta inquieto, haciendo extraños gestos,

pisoteando las hojas abatidas

por la furia de un otoño sombrío,

destrozando con los dedos el cartón inocente de una caja de fósforos,

mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,

escupiendo en los charcos invernales,

golpeando con el puño cerrado la piel rugosa de las casas

que permanecen indiferentes al paso de la primavera

una primavera urbana que asoma con timidez los flecos

de sus cabellos verdes allá arriba,

detrás del zinc oscuro de los canalones,

levemente arraigada a la materia efímera de las tejas a

punto de ser de polvo.)

Eso es cierto, tan cierto

como que tengo un nombre con alas celestiales,

arcangélico nombre que a nada corresponde:

Ángel

me dicen

y yo me levanto

disciplinado y recto

con las alas mordidas

—quiero decir: las uñas—

y sonrío y me callo porque, en último extremo,

uno tiene conciencia

de la inutilidad de todas las palabras.

VALS DE ATARDECER

Los pianos golpean con sus colas

enjambres de violines y de violas.

Es el vals de las solas

y solteras,

el vals de las muchachas casaderas,

que arrebata por rachas

su corazón raído de muchachas.

A dónde llevará esa leve brisa,

a qué jardín con luna esa sumisa

corriente

que gira de repente

desatando en sus vueltas

doradas cabelleras, ahora sueltas,

borrosas, imprecisas

en el río de música y metralla

que es un vals cuando estalla

sus trompetas,

Todavía inquietas,

vuelan las flautas hacia el cordelaje

de las arpas ancladas en la orilla

donde los violoncelos se han dormido.

Los oboes apagan el paisaje.

Las muchachas se apean en sus sillas,

se arreglan el vestido

con manos presurosas y sencillas,

y van a los lavabos, como después de un viaje.

CANCIÓN PARA CANTAR UNA CANCIÓN

Esa música...

Insiste, hace daño

en el alma.

Viene tal vez de un tiempo

remoto, de una época imposible

perdida para siempre.

Sobrepasa los límites

de la música. Tiene materia,

aroma, es como polvo de algo

indefinible, de un recuerdo

que nunca se ha vivido,

de una vaga esperanza irrealizable.

Se llama simplemente: canción.

Pero no es sólo eso.

Es también la tristeza.

CANCIÓN DE INVIERNO Y DE VERANO

Cuando es invierno en el mar del Norte

es verano en Valparaíso.

Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen con jirones de niebla y de hielo en sus cabos,

mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico Sur bellas bañistas.

Eso sucede en el mismo tiempo,

pero jamás en el mismo día.

Porque cuando es de día en el mar del Norte

—brumas y sombras absorbiendo restos

de sucia luz—

es de noche en Valparaíso

—rutilantes estrellas lanzando agudos dardos

a las olas dormidas.

Cómo dudar que nos quisimos,

que me seguía tu pensamiento

y mi voz te buscaba —detrás,

muy cerca, iba mi boca.

Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto:

primaveras, veranos, soles, lunas.

Pero jamás en el mismo día.

CIUDAD CERO

Una revolución.

Luego una guerra.

En aquellos dos años —que eran

la quinta parte de toda mi vida—,

yo había experimentado sensaciones distintas.

Imaginé más tarde

lo que es la lucha en calidad de hombre.

Pero como tal niño,

la guerra, para mí, era tan sólo:

suspensión de las clases escolares,

Isabelita en bragas en el sótano,

cementerios de coches, pisos

abandonados, hambre indefinible,

sangre descubierta

en la tierra o las losas de la calle,

un terror que duraba

lo que el frágil rumor de los cristales

después de la explosión,

y el casi incomprensible

dolor de los adultos,

sus lágrimas, su miedo,

su ira sofocada,

que, por algún resquicio,

entraban en mi alma

para desvanecerse luego, pronto,

ante uno de los muchos

prodigios cotidianos: el hallazgo

de una bala aún caliente

el incendio

de un edificio próximo,

los restos de un saqueo

—papeles y retratos

en medio de la calle...

Todo pasó,

todo es borroso ahora, todo

menos eso que apenas percibía

en aquel tiempo

y que, años más tarde,

resurgió en mi interior, ya para siempre:

este miedo difuso,

esta ira repentina,

estas imprevisibles

y verdaderas ganas de llorar.

PRIMERA EVOCACIÓN

Recuerdo

bien

a mi madre.

Tenía miedo del viento,

era pequeña

de estatura,

la asustaban los truenos,

y las guerras

siempre estaba temiéndolas

de lejos,

desde antes

de la última ruptura

del Tratado suscrito

por todos los ministros de asuntos exteriores.

Recuerdo

que yo no comprendía.

El viento se llevaba

silbando

las hojas de los árboles,

y era como un alegre barrendero

que dejaba las niñas

despeinadas y enteras,

con las piernas desnudas e inocentes.

Por otra parte, el trueno

tronaba demasiado, era imposible

soportar sin horror esa estridencia,

aunque jamás ocurría nada luego:

la lluvia se encargaba de borrar

el dibujo violento del relámpago

y el arco iris ponía

un bucólico fin a tanto estrépito.

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