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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (2 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Una tarde la mayor de las señoritas Willoughby estaba sentada a solas ante el espejo de su tocador, desenredándose los luengos cabellos. Había empezado a anochecer y cada vez había menos luz; encendió las dos velas a ambos lados del marco del espejo y después se acercó a la ventana para cerrar las cortinas. Era un gris atardecer decembrino: el panorama se veía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes nivosas. Al extremo del amplio jardín al cual daba la ventana había una tapia con una puertecita trasera, que comunicaba con un callejón. Dicha puertecita estaba entreabierta, como borrosamente vio en la creciente oscuridad, y morosamente oscilaba en sus goznes, como si alguien la moviera desde el lado del callejón. Sin duda se trataba de una de las criadas. Pero, cuando se disponía a echar la cortina, Viola vio a su hermana entrar en el jardín y echar a andar apresuradamente por el caminito que conducía hasta la casa. Corrió la cortina, aunque dejando una pequeña rendija para espiar. Mientras Perdita recorría el caminito, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Cuando llegó junto a la casa se detuvo un instante, contempló intensamente el objeto y se lo oprimió contra los labios.

La pobre Viola regresó lentamente a su silla y se sentó ante el espejo, en el cual, de haberlo mirado menos abstraídamente, habría visto sus bellas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió a su espalda y su hermana entró en la habitación sin resuello y con las mejillas encendidas por el aire glacial.

Perdita se sobresaltó:

—Qué susto —dijo—. Creía que estabas con mamá. —Las tres mujeres iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones su costumbre era que una de las hijas ayudara a la madre a vestirse. En vez de penetrar, Perdita se quedó junto a la puerta.

—Pasa, pasa —dijo Viola—. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos cuantos retoques a mi peinado. —Sabía que su hermana quería retirarse y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos en la habitación—. Vamos, ayúdame a peinarme —dijo—, y después yo iré a ayudar a mamá.

De mala gana Perdita acudió a empuñar el cepillo. Vio la mirada de su hermana, en el espejo, firmemente clavada en sus manos. Aún no se lo había pasado tres veces por el cabello cuando Viola aferró su propia mano derecha a la izquierda de su hermana y se levantó de un salto.

—¿De quién es este anillo? —gritó pasionalmente, arrastrándola hacia una luz.

En el dedo corazón de la joven refulgía un anillito dorado, adornado con un par de pequeños rubíes. Perdita decidió que ya no servía de nada guardar secreto, pero que debía efectuar su confesión con audacia.

—Es mío —dijo con orgullo.

¿Quién te lo ha regalado? —gritó la otra.

Perdita vaciló un instante.

—El señor Lloyd.

—De golpe y porrazo el señor Lloyd se ha vuelto rumboso.

—¡Huy, no —exclamó Perdita, con arrojo—: no de golpe y porrazo! Ha estado ofreciéndomelo desde hace un mes.

—¿Es que necesitas un mes de ruegos para aceptarlo? —dijo Viola, contemplando la pequeña sortija, que en realidad no era extraordinariamente elegante aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar—. Yo no lo habría aceptado en menos de dos.

—¡No es tanto el anillo —dijo Perdita— cuanto lo que significa!

—Significa que no eres una muchacha decente —gritó Viola—. A ver, ¿mamá está enterada de tu intriga?; ¿y Bernard?

—Mamá ha aprobado mi «intriga», como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano, y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que te solicitara a ti, hermana?

Viola le dedicó a su hermana una larga mirada, llena de pesadumbre y envidia apasionadas. Después bajó las pestañas sobre las pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita se hizo cargo de que no había sido una escena agradable; mas la culpa era de su hermana. Pero raudamente la joven de más edad hizo acopio de amor propio, y tornó a encararla:

—Acepta mis felicitaciones —dijo con una débil cortesía—. Te deseo toda la felicidad del mundo, y una muy larga vida.

Perdita se rió amargamente.

—¡No lo digas con ese tono! —exclamó—. Una maldición sería más entusiasta. Vamos, hermana —agregó—, él no puede casarse con las dos.

—Te deseo muchísimas alegrías —reiteró maquinalmente Viola, tornando a sentarse frente al espejo—, y una muy larga vida, e innumerables hijos.

En el sonido de estas palabras hubo algo que no fue del entero agrado de Perdita.

—¿Me concederás un año, al menos? —dijo—. En un año puedo tener un hijo… o cuando menos una hija. Si me dejas el cepillo, te arreglaré el cabello.

—Gracias —dijo Viola—. Será mejor que vayas con mamá. No es correcto que una joven prometida en matrimonio atienda a una muchacha que no lo está.

—De eso nada —dijo Perdita, bienhumoradamente—. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.

Pero su hermana le hizo ademanes para que se fuera, conque ella abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, la pobre Viola cayó de rodillas ante el tocador, ocultó la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas y sollozos. Se sintió muchísimo mejor gracias a esta efusión de pesadumbre. Cuando regresó su hermana, ella insistió en ayudarla a vestirse y en que se pusiera sus mejores galas. La obligó a aceptar un hermoso encaje de su propiedad, declarando que ahora que iba a casarse debía hacer todo cuanto estuviera a su alcance para aparecer digna de la elección de su novio. Ejecutó esas tareas en severo silencio; pero, aun así, hubieron de servir como disculpa y expiación; no se excusó de ninguna otra forma.

Ahora que Lloyd era recibido por la familia en calidad de pretendiente aceptado, únicamente restaba fijar la fecha de la boda. Se concertó para el cercano mes de abril, y durante el intervalo se realizaron diligentes preparativos para la ceremonia. Lloyd, por su parte, estaba ocupado realizando acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra. Por consiguiente no fue un tan asiduo visitante de la casa de la señora Willoughby como durante los meses de su timidez e irresolución, y la pobre Viola hubo de sufrir menos de lo que había temido a causa del espectáculo de los mutuos arrumacos de los jóvenes novios. En lo tocante a su futura cuñada Lloyd tenía perfectamente tranquila la conciencia. Entre ellos no había sido pronunciada una sola palabra de sentimiento, y no tenía ni la más remota sospecha de que ella codiciara algo más que un fraternal afecto por parte de él. Se sentía muy feliz: la vida se anunciaba plena de venturas, tanto domésticas como financieras. A la sazón las cárde—nas nubes de la revuelta de las colonias todavía estaban veinte años por debajo del horizonte, y era absurdo, era blasfemo, temer que su dicha conyugal tomara derroteros trágicos. Mientras tanto, en casa de la señora Willoughby había un mayor rumor de sedas, un más rápido manejo de tijeras y vuelo de agujas que nunca anteriormente. La señora Willoughby se había propuesto que su hija tuviera el ajuar más espléndido que su dinero pudiera comprar o que el país pudiera suministrar. Fueron convocadas todas las mujeres sabias del condado, y sus gustos aunados fueron inducidos a concentrarse en el vestuario de Perdita. Desde luego no era para ser envidiada la situación de Viola en aquellos momentos. La pobre tenía un irrefrenable amor por los vestidos, y el mejor de los gustos, como sobradamente sabía su hermana. Viola era alta, era exuberante y majestuosa, estaba hecha para portar rígidos brocados y masas de pesados encajes, tales como los propios del atavío de la esposa de un hombre rico. Pero Viola se mantenía apartada, cruzados los hermosos brazos y ausente la mirada, mientras su madre y su hermana y las venerables mujeres antedichas discurrían y cavilaban acerca de sus materiales, abrumadas por la multitud de sus recursos. Un día llegó un hermoso rollo de seda blanca, con brocados de color azul celeste y plata, enviado por el mismísimo novio: en aquel tiempo no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Per—dita no se le ocurría ninguna confección y disposición que estuviera a la altura del esplendor de aquella tela:

—El azul es tu color, hermana, más bien que el mío —dijo, con ojos zalameros—. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.

Viola se levantó de su asiento y se acercó a examinar el gran rollo reluciente, extendido sobre el respaldo de una silla. Después lo tomó en sus manos y lo palpó —amorosamente, como observó Perdita— y se plantó ante el espejo con él. Dejó caer hasta sus pies uno de los extremos y colgó de sus hombros el otro, ciñéndoselo alrededor del talle y dejando su blanco brazo desnudo hasta el codo. Echó hacia atrás la cabeza y contempló su propia imagen, y una trenza de su pelo castaño rojizo cayó sobre la lustrosa superficie de la seda. El efecto era sorprendente. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño «¡Oh!» de admiración. «Sí, en efecto —dijo Viola en su fuero interno—, el azul es mi color.» Mas Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había disparado y de que ahora se volcaría en la tarea y les resolvería todos sus enigmas modisteriles. Y de hecho lo hizo requetebién, tal como estuvo muy dispuesta a declarar Perdita, sabedora del insaciable amor de su hermana por la mercería. Metros y metros de preciosas sedas y satenes, de muselinas, terciopelos y encajes, pasaron por sus hábiles manos, sin que de sus labios brotara una sola palabra de envidia. Gracias a su laboriosidad, el día de la boda Perdita estaba preparada para lucir mayor número de vanidades de este mundo que cualquier otra temblorosa joven novia que hasta entonces hubiese solicitado la bendición sacramental de un cura de Nueva Inglaterra.

Hablase convenido que la joven pareja viajaría de luna de miel al extranjero para pasar unos días en la mansión campestre de un caballero inglés: un hombre de rango y un muy gentil amigo para con Lloyd. Se trataba de un soltero: se declaró encantado de esfumarse para dejarlos entregados durante una semana a sus caricias y arrullos. Tras la ceremonia en la iglesia —había sido oficiada por un clérigo inglés— la joven señora Lloyd se aprontó a dirigirse a casa de su madre para cambiarse sus galas nupciales por un traje de montar. Viola la ayudó a hacerlo, en la antigua habitacioncita que durante tantos años habían compartido como buenas hermanas. Luego Perdita fue sin pérdida de tiempo a decir adiós a su madre, dejando que Viola la siguiera. La despedida fue breve: los caballos aguar—daban a la puerta y Arthur estaba impaciente por emprender viaje. Mas Viola no la había seguido, conque Perdita regresó a su habitación, abriendo la puerta bruscamente. Como de costumbre, Viola estaba frente al espejo, pero en una situación que hizo que la otra se detuviera paralizada por el asombro. Se había puesto el velo y la guirnalda nupciales de Perdita, y en su cuello tenía el oneroso collar de perlas que la joven había recibido de su marido como regalo de bodas. Estos objetos habían sido dejados de lado apresuradamente, para esperar hasta que su dueña dispusiera de ellos a su regreso de la campiña inglesa. Adornada con estas galas ilegítimas, Viola estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y teniendo Dios sabe qué audaces visiones. Perdita se sintió escandalizada y dolida. Era una espantosa imagen que resucitaba su antigua rivalidad mutua. Avanzó un paso hacia su hermana, como para arrancarle el velo y las flores. Mas, habiendo percibido la mirada de Viola en el espejo, se detuvo.

Adiós, Viola —dijo— Por lo menos habrías podido esperar a que me hubiera marchado. —Y apresuradamente salió de la habitación.

El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, según el gusto de aquel tiempo, era considerada un prodigio de elegancia y comodidad; y aquí muy pronto se estableció con su joven esposa. De esta guisa quedó separado de la residencia de su suegra por una distancia de treinta kilómetros. En aquella era de primitivos caminos y transportes treinta kilómetros eran como ciento cincuenta de los actuales, conque la señora Willoughby vio escasamente a su hija durante su primer año de matrimonio. Sufrió no poco por su au—sencia; y su pesar no se vio aminorado por la actitud de Viola, quien había caído en un estado de apatía y languidez, que hacía imprescindible para su recuperación un cambio de escenario y ambiente. La verdadera causa del decaimiento de la muchacha será adivinada sin dificultad por el lector. Sin embargo, la señora Willoughby y sus compañeras de cotilleo consideraron que su mal era puramente físico y no dudaron de que obtendría alivio del remedio precitado. En consecuencia su madre gestionó en su nombre una visita a unos parientes de su difunto esposo, residentes en Nueva York, que siempre estaban quejándose de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Viola les fue enviada a estas buenas personas, con una escolta apropiada, y permaneció con ellas varios meses. En el intervalo su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, se resolvió a tomar esposa. Viola retornó a casa para la boda, aparentemente curada de su melancolía, con encendidos colores en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd se vino desde Boston para asistir a la boda de su cuñado, pero sin su esposa, quien en breve esperaba dar a luz. Hacía casi un año que Viola no lo veía. Se alegró —sin saber muy bien por qué— de que Perdita se hubiera quedado en su casa. Arthur parecía feliz, pero estaba más serio y solemne que antes del matrimonio. A ella se le antojó que tenía un aspecto «interesante»… pues aunque este vocablo en su sentido moderno todavía no había sido inventado, podemos estar seguros de que la idea sí. La verdad es que sencillamente estaba preocupado por el inminente trance de su esposa. Pese a ello, de ningún modo dejó de observar la belleza y esplendor de Viola y cómo casi borraba del mapa a la pobre novia. La asignación que antaño Perdita recibía para comprar ropa le había sido transferida ahora a su hermana, quien ciertamente le sacaba el máximo partido. La mañana inmediatamente posterior a la boda, Lloyd hizo colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que con él se había venido desde la ciudad y salió a dar un paseo ecuestre con Viola. Era una clara mañana contagiosa de enero: el suelo estaba limpio y firme, y los caballos en buenas condiciones…, por no hablar de Viola, que estaba preciosa con su em—penachado sombrero y su chaqueta azul de montar forrada con pieles. Cabalgaron toda la mañana, se extraviaron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en una alquería. Ya había caído la temprana noche invernal cuando lograron regresar. La señora Willoughby los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero despachado por la señora Lloyd: había empezado a sentirse enferma y anhelaba el inmediato regreso de su marido. El joven profirió una blasfemia al pensar que había perdido varias horas y que cabalgando sin descanso ya habría podido estar junto a su esposa. No accedió a quedarse a tomar un bocado de cenar, sino que montó en el caballo del mensajero y partió al galope.

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