Luces indicadoras que raramente se encendían empezaron a destellar cerca del borde del tablero de control. Poole sonrió con satisfacción: todo estaba saliendo de acuerdo con lo planeado.
—¡Acá Control Ganimedes! ¿¡Me recibe,
Falcon!?
Está operando en transferencia a control manual, por lo que no puedo ayudarlo. ¿Qué pasa? Sigue descendiendo hacia Europa. Por favor, confirme de inmediato.
Poole empezó a experimentar leves punzadas de la conciencia. Creyó reconocer la voz de la controladora de tráfico, y estaba casi seguro de que era una encantadora mujer que había conocido en una recepción en su honor ofrecida por el alcalde, poco después de su llegada a Anubis. La voz de la mujer denotaba legítima alarma.
De pronto, Poole supo cómo aliviarle la angustia... así como intentar algo que antes había descartado como demasiado absurdo. A lo mejor, después de todo valía la pena intentarlo; de hecho, no molestaría, y hasta podría funcionar,
—Aquí Frank Poole, llamando desde el
Falcon.
Estoy perfectamente bien... pero algo parece estar dominando los controles y llevando el trasbordador hacia Europa. Espero que puedan recibir esto. Seguiré informando durante tanto tiempo como me sea posible.
Bueno, en verdad no le había mentido a la preocupada controladora de tráfico, y esperaba que algún día podría mirarla a la cara con la conciencia limpia.
Siguió hablando, tratando de dar la impresión de ser completamente sincero, en vez de estar caminando al borde de la mentira.
—Repito, acá Frank Poole a bordo del trasbordador
Falcon, y
descendiendo hacia Europa. Presumo que alguna fuerza exterior ha tomado el control de mi nave espacial y que la hará descender con seguridad.
"Dave, te habla tu antiguo compañero Frank. ¿Eres tú la entidad que me controla? Tengo motivos para creer que estás en Europa.
"De ser así, espero con mucho interés volver a encontrarme contigo... donde quiera que estés, o lo que fuera que seas.
Ni por un momento imaginó que hubiera respuesta alguna: hasta Control Ganimedes había quedado enmudecido por la conmoción.
Y, sin embargo, en cierto sentido tuvo respuesta: al
Falcon
todavía se le estaba permitiendo descender hacia el Mar de Galilea.
Europa estaba nada más que cincuenta kilómetros debajo de él, que, a simple vista, ahora podía ver la estrecha barra negra donde el más grandioso de los monolitos montaba guardia, si es que en verdad hacía eso, en las afueras de Tsienville.
A ningún ser humano se le había permitido acercarse tanto desde hacía mil años.
Durante millones de años había sido un mundo oceánico, con sus ocultas aguas protegidas del vacío del espacio por una corteza de hielo. En la mayoría de los sitios, el hielo tenía kilómetros de espesor, pero había líneas de debilidad donde se había resquebrajado y desgarrado. Entonces se produjo una breve batalla entre dos elementos implacablemente hostiles que en ningún otro mundo del Sistema Solar se habían puesto en contacto directo. La guerra entre el mar y el espacio siempre terminaba con el mismo punto muerto: el agua expuesta al mismo tiempo hervía y se congelaba, reparando el blindaje de hielo.
Los mares de Europa se habrían solidificado por completo haría ya mucho, sin la influencia del cercano Júpiter: su gravedad moldeaba continuamente el núcleo de ese pequeño mundo; las fuerzas que producían la convulsiones de Io también estaban en acción ahí, aunque con mucha menos ferocidad. Por doquier, en las profundidades, había pruebas de ese forcejeo entre planeta y satélite, en los continuos rugidos y tronar de terremotos submarinos, en el aullido de los gases que escapaban del interior, en las ondas infrasónicas de presión provenientes de avalanchas que arrasaban las llanuras abisales. En comparación con el tumultuoso océano que cubría a Europa, hasta los ruidosos mares de la Tierra eran silenciosos.
Aquí y por allá, esparcidos sobre los desiertos de las profundidades, había oasis qué habrían asombrado y deleitado a cualquier biólogo terrícola. Se extendían durante varios kilómetros alrededor de masas intrincadas de tubos y chimeneas depositados por salmueras minerales que salían a borbotones desde el interior. A menudo generaban parodias naturales de castillos góticos, desde los cuales líquidos negros y quemantes pulsaban con ritmo lento, como si los impulsara el palpitar de un corazón poderoso y, al igual que la sangre, eran la auténtica señal de la vida misma.
Los bullentes fluidos empujaban hacia atrás el frío letal que se filtraba hacia abajo desde lo alto, y formaba islas de calor en el lecho del mar. Y lo que era igualmente importante, desde el interior de Europa traían todas las sustancias químicas que formaban vida. A esos oasis fértiles, que brindaban alimento y energía en abundancia, los habían descubierto, en el siglo XX, los exploradores de los océanos de la Tierra. Aquí estaban presentes en escala inmensamente mayor, y con mucha mayor variedad.
Estructuras delicadas, muy tenues, que parecían la analogía de plantas, florecían en las zonas "tropicales" más próximas a las fuentes de calor. Entre esas estructuras se arrastraban extrañísimos caracoles y gusanos, algunos de los cuales se alimentaban de las plantas, mientras que otros obtenían su alimento directamente de las aguas cargadas de minerales que los rodeaban. A distancias mayores de los fuegos submarinos, en torno de los cuales todos esos seres se calentaban, vivían organismos más fuertes y robustos, no muy diferentes de cangrejos o arañas.
Ejércitos de biólogos podrían haber transcurrido vidas enteras estudiando uno solo de los pequeños oasis. A diferencia de los mares terrestres del Paleozoico, el abismo europano no era un ambiente estable, por lo que la evolución se había desarrollado con velocidad sorprendente, produciendo innumerables formas fantásticas. Y sobre todas pendía el mismo aplazamiento indefinido de la pena de muerte: más tarde o más temprano, cada fuente de vida se debilitaría y moriría, cuando las fuerzas que le daban energía desplazaran su foco hacia otra parte. Por todo el lecho marino europano había ejemplos de tales tragedias: incontables zonas circulares estaban cubiertas con los esqueletos y restos incrustados de minerales de seres muertos, donde capítulos enteros de la evolución fueron suprimidos del libro de la vida. Algunos habían dejado, a modo de único recordatorio, valvas enormes, vacías, con la forma de trompetas con volutas más grandes que un hombre. Y había almejas de muchas formas —bivalvas, y hasta trivalvas, así como patrones espiralados en piedra, de muchos metros de ancho—, exactamente igual que los hermosos ammonites que desaparecieron de modo tan misterioso de los océanos de la Tierra, a fines del período Cretácico.
Entre los portentos más grandiosos de la sima europana había ríos de lava incandescente, que se vertían desde las calderas de volcanes submarinos. La presión existente a esas profundidades era tan elevada que el agua que se ponía en contacto con el magma, que estaba al rojo blanco, no podía desaparecer convertida en vapor, así que ambos líquidos coexistían en una tregua precaria.
Ahí, en otro mundo y con actores alienígenas, algo parecido a la historia de Egipto se había representado mucho antes del advenimiento del Hombre. Así como el Nilo había traído vida a una estrecha banda de desierto, así ese río de calor había vivificado las profundidades europanas. A lo largo de sus márgenes, en una zona que nunca alcanzaba más que unos pocos kilómetros de ancho, una especie tras otra habían evolucionado, medrado y desaparecido. Y algunas habían dejado monumentos permanentes.
A menudo no era fácil distinguirlas de las formaciones naturales que había en torno de los respiraderos termales y, aun cuando resultaba claro que no se debían a una simple actividad química, era difícil decidir si eran el producto del instinto o de la inteligencia. En la Tierra, las termitas levantaban edificios casi tan impresionantes como cualquiera de los que se encontraba en el único y vasto océano que envolvía ese mundo congelado.
A lo largo de la estrecha banda de fertilidad en los desiertos de las profundidades, culturas enteras, y hasta civilizaciones, pudieron haber surgido y caído, ejércitos podrían haber marchado, o nadado, bajo el comando de Tamerlanes o Napoleones europanos.
Y el resto de su mundo nunca se habría enterado, pues todos los oasis estaban tan aislados unos de otros como lo estaban los propios planetas. Los seres que disfrutaban el fulgor de los ríos de lava y se alimentaban alrededor de los respiraderos de calor, no podían cruzar el hostil páramo que se extendía entre sus islas solitarias. Si alguna vez hubieran producido historiadores y filósofos, cada cultura habría estado convencida de que estaba sola en el universo.
Y, sin embargo, ni siquiera el espacio que había entre los oasis estaba por completo desprovisto de vida: había seres más resistentes que se habían atrevido a enfrentar los rigores de ese yermo. Algunos eran las analogías europanas de los peces: esbeltos torpedos propulsados por colas verticales y mantenidos en curso por aletas ubicadas a lo largo del cuerpo. El parecido con los habitantes más exitosos de los océanos de la Tierra era inevitable: dados los mismos problemas de ingeniería, la evolución debe producir respuestas muy similares. Véase el delfín y el tiburón: en lo superficial, casi idénticos y, no obstante, provenientes de ramas muy distantes del árbol de la vida.
Había, empero, una diferencia muy evidente entre los peces de los mares europanos y los de los océanos terrestres: no tenían branquias, pues apenas si se podía extraer vestigios de oxígeno de las aguas en las que nadaban. Al igual que los seres que habitaban en torno de los propios respiraderos geotermales de la Tierra, su metabolismo se basaba sobre compuestos de azufre, presentes en abundancia en el ambiente volcánico.
Y muy pocos tenían ojos. Aparte del titilante fulgor de los derrames de lava, y de ocasionales explosiones de bioluminiscencia provenientes de seres que buscaban pareja o de cazadores en pos de la presa, era un mundo sin luz.
También era un mundo condenado: no sólo sus fuentes de energía eran esporádicas y cambiaban constantemente, sino que las fuerzas de marea que las impulsaban se debilitaban en forma permanente. Aun si hubieran desarrollado verdadera inteligencia, los europanos estaban atrapados entre el fuego y el hielo.
De no mediar un milagro, perecerían junto con el congelamiento final de su pequeño mundo.
Lucifer había efectuado ese milagro.
En los instantes finales, mientras iba por sobre la costa a tranquilos cien kilómetros por hora, Poole se preguntaba si podría haber alguna intervención de último momento. Pero nada desagradable ocurrió, aun cuando la nave se desplazaba con lentitud a lo largo de la fachada negra, amenazante, de la Gran Muralla.
Era el nombre inevitable para el monolito europano pues, a diferencia de sus hermanitos de la Tierra y la Luna, estaba colocado en posición horizontal y tenía más de veinte kilómetros de largo. Aunque literalmente tenía un volumen miles de millones de veces mayor que el de AMT—0 y AMT—1, sus proporciones eran las mismas con toda exactitud: esa intrigante relación de 1:4:9, inspiradora de tantas tonterías numerológicas en el curso de los siglos.
Como la cara vertical tenía casi diez kilómetros de alto, una teoría verosímil afirmaba que, entre sus funciones, la Gran Muralla actuaba como rompevientos, protegiendo a Tsienville contra los feroces ventarrones que ocasionalmente venían rugiendo desde el Mar de Galilea. Eran mucho menos frecuentes, ahora que el clima se había estabilizado, pero mil años antes habrían constituido un grave disuasivo para cualesquiera formas de vida que surgieran del océano.
Aunque se había esforzado seriamente por hacerlo, Poole nunca pudo encontrar tiempo para visitar el monolito de Tycho, que seguía siendo un secreto de máxima prioridad cuando se hizo la expedición a Júpiter, y la gravedad de la Tierra hacía que el mellizo de Olduvai le fuera inaccesible. Pero había visto las imágenes tan a menudo, que le eran mucho más familiares que la proverbial palma de la mano (¿y cuánta gente, se había preguntado con frecuencia, se reconocería la palma de la mano?). Aparte de la enorme diferencia de escala, no existía el menor modo de distinguir la Gran Muralla de las AMT—1 y AMT—0 o, si era por eso, del "Hermano Mayor" con el que la
Leonov
se había topado en órbita de Júpiter.
Según algunas teorías, quizá tan alocadas como para ser ciertas, sólo existía un monolito arquetípico y todos los demás, cualquiera que fuese su tamaño, no eran más que proyecciones o imágenes de aquél. Poole recordó esas ideas cuando advirtió la suavidad inmaculada, impoluta de la fachada de ébano de la Gran Muralla, que se alzaba amenazadora ante él. Indudablemente, después de tantos siglos de haber estado en un ambiente tan hostil, ¡debieron de habérsele formado algunas zonas de suciedad! Y, sin embargo, se la veía tan impecable como si un ejército de limpiadores de ventanas acabara de pulirle cada centímetro cuadrado.
En ese momento recordó que, aunque todos los que habían llegado a ver las AMT—1 y AMT—0 sintieron un impulso irresistible de tocar esas superficies aparentemente prístinas, nadie había tenido éxito jamás. Dedos, taladros con punta de diamante, cizallas laséricas... todo resbalaba sobre los monolitos, como si hubieran estado recubiertos con una película impermeable... o como si, y esa era otra popular teoría, no hubieran estado por completo en ese universo, sino separados de él por una fracción de milímetro por completo infranqueable.
Poole describió de manera pausada el circuito completo de la Gran Muralla, que permanecía totalmente indiferente al avance del trasbordador. Después llevó la nave —todavía en control manual, en el caso de que Control Ganimedes hiciera ulteriores esfuerzos por "rescatarlo"— hasta los límites interiores de Tsienville y quedó flotando ahí, en busca del mejor sitio para descender.
La escena que veía a través de la pequeña ventanilla panorámica del
Falcon
le era del todo familiar; la había examinado tan a menudo en las grabaciones de Ganimedes, sin imaginar jamás que, un día, estaría observándola en la realidad. Los europanos, según parecía, no tenían la menor idea sobre planeamiento urbano: centenares de estructuras hemisféricas estaban esparcidas, aparentemente al azar, por sobre una superficie de alrededor de un kilómetro de ancho. Algunas eran tan pequeñas que hasta niños humanos se habrían sentido apretados en ellas. Aunque otras eran lo suficientemente grandes como para contener una familia numerosa, ninguna tenía más que cinco metros de altura.