—Vale, vamos a hablar con los polis —dije, con una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.
No quería ir, de ninguna manera, porque allí estaba aguardándome la realidad descarnada de la muerte de Perry, y cuando lo viera ya no podría arrinconar en mi mente la certeza de su ausencia.
Hal enarcó las cejas y miró hacia abajo, abriendo mucho los ojos.
—¿Vestido con una toalla?
—Tengo la ropa y el móvil en el tejado de la tienda. Llévame al callejón y lo recuperaré todo, no te preocupes.
Hal apoyó la cara entre las manos.
—¿Me atreveré a preguntar qué hace ahí arriba? —dijo entre los dedos.
—Lo dejé todo allí porque tuve que deshacerme del maldito rabino ruso. Por cierto, ¿ya has descubierto algo sobre él?
—No. —Hal sacudió la cabeza—. Todavía estoy esperando el informe. Pero tenemos a alguien bueno trabajando en el tema.
Esperamos hasta que llegó un miembro de la manada de Hal para hacer compañía a la viuda —y resultó ser Greta, que había sobrevivido a la batalla en las montañas Superstition—. Me miró con desaprobación, al verme allí cubierto tan sólo con una toalla, pero no hizo ningún comentario.
—Lleva a la señora MacDonagh a dar un agradable paseo fuera de la ciudad —sugirió Hal, poniéndole un billete de cien dólares a Greta en la mano—. Tráela de vuelta por la mañana y, mientras, nosotros mandaremos que arreglen esta ventana.
—Oh, ¿podemos ir a Flagstaff? —La viuda palmoteó con ilusión—. Allí hay un asador donde los camareros cantan, y a una señorita lobo como tú seguro que le gusta un buen filete, ¿me equivoco?
Greta no dijo nada, pero lanzó una mirada muy expresiva a Hal. Éste suspiró y le dio más dinero, después me hizo un gesto para que lo acompañara al coche.
Me despedí de la viuda y le prometí que al día siguiente lo tendría todo arreglado.
—Oh, ya lo sé, Atticus —repuso, y entonces un destello pícaro le iluminó los ojos—. Sabes, no queda mucho para Navidad. ¿Este año te gustarían unos buenos bóxer?
—¡Señora MacDonagh! —exclamé, incómodo.
—¿Qué? ¿O es que eres de los que prefieren slip? Ahora los hacen de colores muy bonitos, ¿sabes? Cuando mi Sean vivía, los comprabas blancos o blancos, pero es que me parte el corazón verte en plan comando, cuando no hace ninguna falta.
—¿En plan comando? —exclamé. Al principio, Hal y Greta habían intentado disimular la gracia que les hacía nuestra conversación, pero ahora ya se reían por lo bajo sin miramientos—. ¿Dónde ha oído eso?
—En la tele, por supuesto. —La viuda me miró insegura y después miró a los lobos, que se secaban las lágrimas sin dejar de reírse. Entonces se molestó un poco, porque sospechaba que estaban riéndose de ella, y explicó un poco acalorada—: Lo vi en la reposición de «Friends», cuando Joey llevaba la ropa de Chandler y hacía medias sentadillas yendo en plan comando. ¿Lo he dicho mal?
—No, lo ha dicho bien, pero… Mierda. —Cada vez era más difícil hacerme oír por encima de los aullidos de los lobos—. Páselo bien con Greta en Flagstaff. Vamos, Hal. Y, oye, no te pago para que te rías de mí.
—Vale, vale, pero que esa cosa no se te suelte —dijo con la voz entrecortada, señalando la toalla—. No quiero que te sientes con el culo desnudo en los asientos de cuero.
Hal condujo el Z4 por calles poco transitadas hasta que estuvimos a una manzana de mi tienda y aparcó en el sitio reservado de alguien.
—Quédate en la parte de atrás y te lo tiro todo —le dije—. Lo primero será el móvil, que no se te caiga.
—No tengo tan malos reflejos, Atticus —me recordó Hal.
—Vale. Pues protégete los ojos —le dije, saliendo del coche y dejando caer la toalla—. Chico irlandés desnudo.
—¡Aaagh! ¡Tu blancura me ha cegado! —exclamó Hal.
Le hice un corte de mangas antes de transformarme en pájaro. Me alcé en al aire aleteando, hasta lo alto de la tienda, y allí estaban la ropa y el teléfono, justo donde yo los había dejado. Estaba posado en la parte posterior de la tienda y desde allí no podía ver los coches de policía en la parte delantera, lo que significaba que ellos tampoco podían verme a mí.
Cuando Hal me anunció entre dientes que ya estaba en posición, le tiré con cuidado el teléfono, los pantalones vaqueros y la camiseta, y después las sandalias. Dejé para el final mi ropa interior, sólo para dejar las cosas claras, y Hal no la cogió deliberadamente. Oh, vaya. Tendría que ir en plan comando.
Después de comprobar las múltiples llamadas perdidas, le di al número de Granuaile.
—Hola,
sensei
. ¿La viuda está bien?
—Sí, ella está bien. Pero ya sabes lo de Perry.
—Sí, es horrible. Se lo vas a hacer pagar, ¿verdad?
—Sí, esta noche. Pero ahora tengo que ir a hablar con los polis.
—Vale, pero antes de que vayas, ¿quieres que te diga una de las muchas razones por las que te quiero?
—Claro —respondí, reconociendo el código para pasarme una coartada.
—Cuando estábamos viendo
Kill Bill 2
para que aprendieras la técnica de los cinco puntos de presión para hacer explotar un corazón, tenías la cremallera abierta todo el rato. Era tan tierno.
—Eso está bien, los
ninjas
no ocultan nada, cariño —contesté, intentando sonar despreocupado sin conseguirlo.
En ese momento me arrepentía de la decisión de hacerme pasar por un aspirante a experto en artes marciales. Había sido divertido al principio, pero ahora no tenía ganas de representar un papel mientras intentaba asumir la muerte de Perry.
—Gracias —dije—. Esta noche van a venir unos amigos al festival de
El Señor de los Anillos
.
—¿Eh?
—Sí, va a estar muy bien. Pero más vale que saques unos filetes del congelador. Son unos carnívoros impresionantes, esos tipos. —Colgamos e hice un gesto de asentimiento a Hal—. Vale, estoy preparado. Terminemos de una vez.
Hal y yo salimos del callejón cerca de mi tienda justo a tiempo para ver a los fotógrafos de criminalística haciendo fotos al cuerpo de Perry, que estaba tirado boca arriba con una mano en el pecho y un charco de sangre debajo de la cabeza, donde se la había partido contra el asfalto.
He visto a muchos muertos a lo largo de mi vida. Se hace más fácil mirarlos cuando tienes tanta experiencia como yo. Pero los niños todavía me conmueven: los inocentes que no han tenido tiempo para decidir si empuñarían una espada o un arado.
Perry nunca había sido de los que se sienten atraídos por la espada. La única violencia de la que se le podía acusar la había dirigido contra sus propias orejas, al ponerse esos dilatadores de plata tan ridículos que llevaba. Pero tampoco era del grupo de los del arado; nunca lograba recordar la diferencia entre la manzanilla y la creosota, por mucho que le explicara que eran plantas completamente diferentes.
La bruja debía de haberle hecho salir de alguna forma, pues dentro de la tienda no podría haber lanzado esa maldición mortal, fuera cual fuese. Seguro que tampoco le había costado demasiado. Perry habría visto el cuero negro y la generosidad de su pecho y habría acudido directo a preguntarle en qué podía ayudarla.
No tuve que fingir que estaba furioso cuando el agente Geffert me vio. Tenía que haberlo previsto. La adivinación me había advertido de la muerte de uno de mis amigos masculinos, pero había pensado en
Oberón
en vez de en Perry.
—Señor O’ Sullivan —dijo el agente Geffert, acercándose con decisión a donde estábamos Hal y yo.
No hice nada que indicara que lo había oído, porque no podía apartar los ojos de Perry.
—Señor O’ Sullivan —probó Geffert de nuevo—. Imagino cómo debe sentirse ahora, pero tengo que hacerle un par de preguntas.
Me sorprendió la delicadeza con la que me abordó. En parte, esperaba que se mostrara agresivo y desconfiado.
—Adelante —respondí, inexpresivo.
—Le ruego que me disculpe, agente —intervino Hal—, pero usted está en homicidios, ¿verdad? ¿En base a qué han decidido que se trata de un homicidio?
—Eso no lo podremos concluir hasta que recibamos el informe del juez de instrucción —admitió Geffert—, pero estamos recogiendo pruebas y tomando declaraciones por si acaso. Diligencia debida, ya sabe. —Hal asintió con un gesto brusco y se tranquilizó, mientras que el agente volvió a centrarse en mí—. Señor O’Sullivan, ¿dónde ha estado esta mañana antes de llegar aquí?
—En casa —contesté—. Con mi novia. Viendo
Kill Bill 2
.
—¿Ella todavía está allí, en su casa?
—Sí.
—¿Ha cambiado el número de teléfono de su casa? Hace un rato que le estamos llamando allí, al número que teníamos en nuestros archivos, y no ha contestado nadie.
—Nunca contesto. Siempre son televendedores. —Mi voz tenía toda la riqueza expresiva de un bloque de hormigón.
—¿Normalmente no trabaja los días como hoy?
—Normalmente, sí. Pero hoy había planeado ir a las montañas Superstition, así que Perry iba a abrir la tienda.
—¿Cómo se ha enterado de lo sucedido?
—Hal se pasó por casa. —Hice un gesto con la cabeza.
—¿Y cómo se enteró usted, señor… Hauk, si no recuerdo mal?
—Sí, ése es mi nombre —contestó Hal, y después explicó—: Tenemos una radio de la policía en el despacho. Cuando oí que se mencionaba la dirección de mi cliente, vine a investigar, como es natural.
—Entiendo.
Geffert se tomó un momento para actualizar sus notas en un bloc que llevaba en la mano, y después volvió a preguntarme a mí.
—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando la víctima para usted?
—Más de dos años. Tendría que mirar la fecha exacta de contratación, si la necesita.
—¿Era un empleado digno de confianza?
—El mejor.
—¿Tenía algún enemigo que usted supiera, algún problema de cualquier tipo fuera del trabajo?
Sacudí la cabeza.
—Era un chaval tranquilo. Si tenía problemas, nunca dio muestras de ello.
—¿Qué me dice del trabajo, había alguna tirantez con usted, con otro empleado o quizá con algún cliente habitual?
—No puedo hablar por los demás, pero él y yo éramos uña y carne.
—¿Podría decirme el nombre de los demás empleados y de sus clientes habituales?
—La otra empleada es Rebecca Dane. La contraté anteayer. Mis clientes habituales son Sophie, Arnie, Joshua y Penelope… No sé sus apellidos. Vienen a primera hora de la mañana a por su Mueve-Té, ya llueva o truene. Ya debían de haber venido antes de que pasara esto.
—¿Qué es Mueve-Té?
—Una infusión que hago que alivia la artritis.
—¿Tiene alguna cámara en la tienda?
—Sí, le entregaré la cinta. —Ya tenía que saber la respuesta a esa pregunta. La cámara de seguridad era precisamente lo que Hal estaba utilizando para demandar a Tempe por haberme disparado de forma injustificada unas semanas atrás.
—¿Consumía alguna droga, que usted supiera?
—No.
—¿Algún otro tema de salud que se le notara o que hubiera compartido con usted?
—Nada, tío.
—Muy bien. ¿Se le ocurre cualquier otra cosa, lo que sea, que pudiera anunciar que iba a pasar esto?
¿Aparte de mi adivinación de esa mañana? No. Cayó sobre mis hombros el enorme peso de la culpa.
—«Nada de eso» —dije con un hilo de voz, con un nudo en la garganta—. «Desafío a los augurios.»
—¿Perdón?
—«Hay una providencia especial hasta en la caída de un gorrión» —murmuré, con la visión un poco borrosa, la figura inmóvil de Perry se me desdibujaba.
—¿Ha dicho Providencia? ¿Cómo en Rhode Island?
Me sequé los ojos y miré a Geffert por primera vez, receloso de repente.
—No, me refería a providencia en el sentido de guía y protección de una fuerza superior.
—Ah. ¿Y cómo era el resto? ¿Algo de «a gusto»?
—Era una elegía privada por el fallecido —dije, con voz apagada—. Nada que concierna a la investigación.
Ladeó la cabeza mirándome y dijo:
—Su vocabulario ha mejorado notablemente, señor O’Sullivan.
Mierda. Un par de tipos del despacho del juez de instrucción estaban llevando una bolsa para el cadáver y me volví para mirarlos.
—Hay que desarrollar la tocha además de los músculos, colega —contesté con la misma voz monótona con la que hablaba desde que había llegado—. No sólo vendo los libros, también me los leo.
—Tiene sentido —repuso el agente amablemente, pero ahora que se me había caído la máscara, aunque fuera por un momento, dudaba mucho que pudiera seguir engañándolo—. Perdóneme. Una pregunta más. ¿Ha encontrado su espada, desde la última vez que hablamos?
—No.
El detective se detuvo y escribió algo en su bloc de notas que era mucho más largo que un «no».
—Está bien. Por ahora, esto es todo —me dijo—. Pero le agradecería que contestara al teléfono, por si necesitamos localizarle.
—De acuerdo.
Geffert se alejó y me mandó a un policía para que me acompañara adentro a por la cinta de la cámara de seguridad. Incluso aunque se viera a la bruja entrando en la tienda y haciendo que Perry saliera fuera, no les serviría de nada. Cerré la tienda y giré el cartel para que se leyera «CERRADO». Llamé a Rebecca Dane para informarle de la triste noticia y decirle que se quedara en casa un par de días. Después de que se llevaran el cadáver de Perry, me fui a casa en bicicleta, porque seguía allí desde la noche anterior, cuando me había ido por los aires.
El agente Geffert ya estaba delante de mi casa, para interrogar a Granuaile y verificar mi versión de lo que había hecho ese día, además de para examinar los bates y las pelotas que Granuaile había comprado en Target (no habían dado con ella la noche anterior para que corroborara la coartada que me desvinculaba de la Masacre del Satyrn). Magnífica como era con los pequeños detalles, Granuaile se había acordado de darle a
Oberón
las pelotas para que las mordiera un poco, y Geffert las estaba tocando con asco, delante del maletero abierto del coche, cuando yo me detuve. Granuaile estaba junto a él y me miró poniendo los ojos en blanco, en señal de saludo.
Oberón
estaba tumbado en el porche delantero y me puso al día rápidamente de lo que pensaba que necesitaba saber.
La Autoridad está aquí otra vez y todavía no ha intentado acariciarme. Huele a una mezcla de calcetines húmedos y atún.