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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (34 page)

BOOK: Acorralado
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—Me limito a vivir el momento y disfrutar. En el futuro inmediato nos aguarda una situación de vida o muerte, así que estoy sacándole jugo a la vida mientras puedo. A Leif le chifla su coche, por cierto.

Malina no hizo caso de nada de lo que le dije.

—Nos dirigimos a Gilbert y Pecos, así que nos desviaremos hacia el sur por la 101 justo después de entrar en la 202. Están en el piso más alto de un edificio vacío de tres plantas. Hay algo esperándonos en los dos pisos inferiores, pero no pudimos ver qué era.

—¿Así que usted y sus hermanas van a entrar mientras Leif y yo esperamos fuera?

Durante unos segundos, un silencio gélido fue la única respuesta que obtuve.

—No, será justo al contrario —respondió Malina al fin. Casi podía ver cómo le rechinaban los dientes.

—Vaya, qué rabia, porque pensábamos ir al Starbucks a comprar un par de cafés con leche mientras se ocupaban de todo el asunto.

—Ése con quien va en el coche es el famoso vampiro Helgarson, ¿verdad? ¿A él le gusta el café con leche?

—No lo sé. —Miré a Leif, que estaba sonriendo. Oía toda la conversación, claro, y le dije—: Malina quiere saber si te gusta el café con leche y yo quiero saber si eres famoso.

—No a las dos cosas —contestó, mientras acelerábamos por la entrada a la 202.

—Lo siento, Malina —dije al teléfono—. No es famoso.

—Quizá sería más adecuado decir «tristemente» famoso. En este momento no tiene importancia. Lo que sí es importante es que ni mis hermanas ni yo somos grandes guerreras. Si las fuerzas estuvieran igualadas y ellas no hicieran trampas con armas modernas, diría que sí podríamos llegar y ganar una batalla mágica contra la mayor parte de enemigos. Pero nos superan en número, son más de tres por cada una de nosotras.

—¿Cuántas son?

—Veintidós. Algunas tienen armas de fuego, pero ellas tampoco son buenas guerreras. Y aunque puedan estar esperándole a usted, señor O’Sullivan, no se esperarán que el señor Helgarson también se presente. Supongo que los dos juntos deben de ser impresionantes.

—Está elogiando nuestras habilidades marciales, Leif —le dije a él.

—Ahora ya me siento más viril —me contestó. Ya habíamos recorrido el corto trayecto por la 202 y estábamos saliendo por la 101 hacia el sur.

—Oiga, Malina, dígame cuánto le apetece vernos jugar con nuestras espadas.

Leif echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse. A Malina se le marcó tanto el acento que su forma de hablar se hizo casi indescifrable:

—¡Señor O’Sullivan! ¡Deje de hacer insinuaciones tan impropias ahora mismo! No alcanzo a comprender cómo alguien tan mayor puede actuar de forma tan inmadura. Intente volver a concentrarse en nuestro objetivo, por favor.

—Está bien, está bien. Le pido disculpas. —Sonreí, sin sentir el más mínimo arrepentimiento. Un día iba a lograr que se enfadase tanto que dejaría de hablarme en inglés y directamente se pondría a insultarme en polaco—. Supongo que lo que iba a explicarme es lo que harán usted y sus hermanas una vez lleguemos.

—Crearemos una ilusión óptica en el perímetro del edificio, para que los ciudadanos de a pie vean que no está pasando nada fuera de lo normal, aunque haya disparos y explosiones y
Hexen
saliendo disparadas por las ventanas. También evitaremos que alguna de ellas escape, si es que se les pasa por la cabeza huir de… sus espadas enormes y poderosas.

Leif y yo nos reímos a carcajadas al oír aquello y me imaginé perfectamente a Malina poniendo los ojos en blanco, a la vez que por el teléfono se oía un resoplido, señal de que esperaba que se nos pasara la tontería pronto, ahora que nos había hecho esa pequeña concesión.

—Una vez estemos allí, también nos encargaremos de la rubia —añadió Malina, cuando le pareció que ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente como para prestarle atención.

—¿Eh? ¿Por qué no lo han hecho ya?

—Porque entonces sabrían que usted nos entregó el mechón de pelo. Es mejor que no estén seguras de si colaboramos o no hasta que ya sea demasiado tarde para que planeen algo al respecto.

—De acuerdo. Entonces nosotros nos encargaremos de veintiuna brujas. Además de todos los demonios que puedan andar por ahí.

—Correcto. A los que deben matar cuanto antes. Lo más seguro es que comiencen
die Einberufung der verzehrenden Flammen
en cuanto sepan que estamos abajo, confiando en que las defensas que tienen en los pisos inferiores resistan hasta que terminen.

—Se refiere al maleficio demoníaco que mató a Waclawa. Lo llama, ¿cómo? ¿La invocación a las llamas devoradoras?

—Sí.

—¿Podrían dirigir el ataque contra Leif, con ese ritual?

—Sin duda. El demonio que participa en la ceremonia es quien dirige el ataque. No necesitan pelo, sangre ni ninguna otra cosa para encontrar a alguien. Por eso no estoy muy segura de la eficacia de nuestra protección contra su adivinación.

Miré a Leif muy serio.

—Esa tontería que te he dado no te salvará de un ataque así —le dije—. Sólo funciona con el fuego del infierno cuando te lo lanzan habiendo línea de visión. Así que las campanas tañen por ti, amigo mío, si es que permitimos que tañan. Te consumirás como una bengala.

—Entonces, ¿la eficacia de nuestra defensa depende de lo rápido que nos libremos de ellas? —preguntó Leif.

—Eso es.

—¿La comparación con una bengala es precisa? ¿Qué pasa si logran su objetivo?

Le transmití la pregunta a Malina, disculpándome por pedirle detalles sobre la muerte de Waclawa.

—En eso no puedo ayudarle —me contestó—. No vimos cómo sucedió; nunca lo hemos visto. Sólo vemos las consecuencias. En este caso, recibimos el informe del agente Geffert.

—¡Geffert! —exclamé—. ¡Sabía que había oído ese nombre en algún sitio! Fue a verla a su piso, ¿verdad?

—Sí. ¿Lo conoce?

—Es el mismo que me ha estado molestando últimamente. Tiene su pelo en uno de los botes, ¿no?

—Sí —me confirmó Malina.

—Muy interesante. Podría resultar útil más adelante. Pero mire, respecto a ahora, nos moveremos rápido en cuanto estemos allí. Lanzaremos un par de granadas por las ventanas y, con un poco de suerte, así acabamos con unas cuantas. Después entraremos al piso de abajo.

—¿Ha dicho granadas?

—Sí, tenemos un par de lanzamisiles antitanque de mano, así que empezaremos con una explosión. Espero que su ilusión óptica resista las explosiones.

—¿Se puede saber dónde ha conseguido un lanzamisiles antitanque de mano?

—Los venden en un garaje al otro lado de mi calle —respondí.

Colgamos, para que Malina pudiera transmitir las novedades a sus hermanas. Leif hizo una llamada a Antoine, el líder de los necrófagos carnívoros de la zona, cuando ya salíamos por la autovía de Santan y nos dirigíamos al este hacia Gilbert Road.

—Antoine, voy a llegar a un bufet libre dentro de muy poco. Mete a los chicos en el camión. Es un edificio de tres plantas en la esquina de Gilbert con Pecos. En la carta hay veintidós brujas, algunas embarazadas de retoños de demonio.

Yo no tenía tan buen oído como Leif y no era capaz de escuchar todas y cada una de las palabras, pero por su tono de voz, Antoine parecía contento.

Después de salir de la autovía, en el extremo sur de Pecos, los edificios empezaron a mirarnos desde lo alto, si es que puede decirse que ningún edificio de Gilbert mire desde lo alto de nada. El área metropolitana de Phoenix tiende a crecer en extensión más que en altura, y que en aquel barrio de las afueras hubiera edificios de tres plantas era señal de que habría oficinas más o menos lujosas. Esa construcción se había concebido para que albergara varias empresas, pero con la llegada de la crisis no tuvo ni un solo inquilino. En cuanto a la arquitectura, tenía enormes paredes de cristal reforzadas cada cierto espacio con columnas de bloques de cemento. En algunas se apoyaban estructuras en forma de cuña que eran unas placas de yeso pintadas y rugosas, que daban cierta modernidad desenfadada al edificio y rompían la frialdad de la estructura cuadrada. La luz de las farolas revelaba que la mayoría de los elementos compactos estaban pintados en beis, gris y verde salvia; mientras que las cuñas eran del mismo color que los tomates secados al sol.

El edificio se encontraba en el extremo de la calle y al sur tenía un aparcamiento desierto. Aparcamos allí y no cabía duda de que nos habrían visto tan sólo con que contaran con el instrumento de vigilancia más rudimentario posible. La única entrada daba al aparcamiento, hacia la izquierda. Leif y yo nos pusimos los lanzamisiles al hombro y advertimos a las damiselas polacas que se mantuvieran alejadas de la parte trasera de las armas, en la retaguardia. Malina repuso que no nos preocupáramos; en ese mismo momento, ellas iban a separarse y a rodear el edificio lo mejor que pudieran. Lo único que teníamos que hacer era apuntar alto, para que no estuvieran en la línea de fuego. Yo elegí la esquina superior izquierda de la construcción, desde donde era probable que estuviera vigilándonos un vigía; y Leif se decantó por una pared de cristal en el tercer piso, a la derecha. Apuntamos con cuidado a través de los visores ópticos, y después apretamos el gatillo a la de tres. Los misiles silbaron por encima de las cabezas de las brujas y primero impactaron con un golpe sordo, seguido al poco tiempo por el estrépito de cristales rotos y la onda expansiva. Eso captaría su atención.

—El tiempo ya ha empezado a correr. Van a venir a por nosotros con ese maleficio, seguro.

Busqué a tientas las dos espadas en el maletero y adiviné por el tacto cuál debía de ser Fragarach. Me la crucé a la espalda y a Leif le di Moralltach.

—Vamos a dejarlas camufladas para que sea una sorpresa. En cuanto estén cubiertas de sangre, serán visibles, pero las dos primeras tipas a las que hiramos se preguntarán de dónde salen las estocadas.

Leif soltó una risita y pasó el brazo por la cinta.

—¡Hurra! —exclamó.

Teníamos que correr más de cincuenta metros para llegar hasta el edificio, porque habíamos aparcado un poco lejos. Ambos desenvainamos las espadas y avanzamos, y yo además me saqué una granada del bolsillo. A medida que corría, sentía el arranque de la locura de la batalla, una mezcla de adrenalina y testosterona, y cómo se me agudizaban los sentidos. En los viejos tiempos, los celtas se lanzaban a la batalla desnudos, vistiendo nada más que un torque al cuello. Yo ya había combatido así muchas veces —de hecho, la última hacía muy poco tiempo—, y había descubierto que corría más rápido cuando no llevaba los atributos agitándose entre las piernas. En esa ocasión llevaba incluso zapatos, porque de todas formas era imposible que pudiera conectarme con la tierra en aquel lugar. Todo mi poder mágico estaba guardado en el talismán del oso, y mi esperanza era que no hubiera necesidad de recurrir a él. Fragarach tendría que hacer el trabajo por mí.

Cuando llegamos a la entrada —dos puertas de cristal grandes con pomos de metal satinado—, sólo vimos el vestíbulo vacío. Las paredes eran de granito oscuro y había dos pasillos al fondo; lo más probable era que uno llevara a la escalera y el otro a los ascensores. Leif estaba preparado para romper el cristal con el puño, lo que sin duda habría sido un modo muy efectista de anunciar nuestra llegada, pero le pedí que esperara. Si me concentraba un poco y gastaba un poco de magia, podía abrir la puerta haciendo un amarre con el cerrojo en la posición de abierto. Después tiré de la anilla de la granada con los dientes, abrí la puerta sin hacer ruido y lancé la granada al pasillo del fondo a la derecha, donde imaginé que estarían los ascensores y quien fuera (o lo que fuera) que nos esperase allí emboscado. La granada rebotó en la pared trasera y, gracias al ángulo que llevaba, desapareció por el pasillo. Así estaríamos a salvo de la metralla una vez estallara.

Explotó sin problemas, pero no se oyó ningún grito consternado. Entramos y avanzamos arrastrando los pies, con las espadas levantadas en posición defensiva.

—¿Hueles a alguien? —le pregunté a Leif.

El vampiro sacudió la cabeza.

—En este piso, no. Sólo huele a polvo.

Eso me relajó un poco, y por esa misma razón casi me convierto en puré de druida. De lo alto cayó una columna enorme de basalto, mientras yo andaba concentrado en el pasillo cubierto de polvo. Únicamente gracias a mi visión periférica y a mis reflejos, pude echarme a un lado a tiempo. La estructura se derrumbó con mucho ruido sobre el suelo del vestíbulo, las baldosas quedaron destrozadas y llovieron las esquirlas de cerámica. Pero entonces la columna de basalto no se quedó quieta, como se espera de una piedra. Se movió, hacia atrás y hacia arriba, hasta que me di cuenta de que estaba unida a algo mucho más grande que se cernía sobre la nube de escombros. En concreto, se trataba del torso de un golem de basalto gigantesco, con los ojos como luces piloto clavados en lo profundo de la roca que hacía las veces de cabeza.

—¡Tienes otro detrás! —gritó Leif.

Y volví a rodar por el suelo justo cuando un segundo brazo enorme trituraba las baldosas sobre las que yo había estado un segundo antes, convirtiéndolas en totopos de cerámica. Aquél estaba esperando en el otro pasillo, vigilando el acceso a la escalera. Yo estaba apoyado contra otra pared de cristal en la que se abría una única puerta. Al otro lado se extendía una sala amplia y sin rematar. Con el suelo desnudo de hormigón, sin ningún tabique y los conductos del techo al descubierto, nos ofrecía espacio más que de sobra para esquivar a un par de golems.

—¡Necesitamos espacio! —grité, y me puse de pie como pude para empujar la puerta de cristal que llevaba a la sala.

Estaba abierta, pues no había nada que robar allí. Leif entró a la carrera justo detrás de mí y un segundo después los golems de basalto hicieron añicos la pared de cristal, persiguiéndonos. Sentí que se me clavaban algunas esquirlas en el chaleco antibalas y una me hizo un corte en el brazo izquierdo, pero no le presté atención mientras corríamos a toda prisa para poner un poco de distancia entre nosotros y los golems. En aquel edificio lo que sobraba era espacio para correr; calculé que serían casi unos dos mil metros cuadrados.

—Estos guardianes de piedra podrían suponer un problema —dijo Leif con ironía. Se movían con la misma elegancia y sigilo que un desprendimiento de tierras, los chirridos terrosos de sus articulaciones anunciaban el ruido atronador que hacía cada uno de sus pasos—. Carecen de venas jugosas que yo pueda desgarrar, las espadas no los traspasan y no van a detenerse a menos que nos vayamos.

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