—Ah, señor O’Sullivan —dijo el agente, tirando un bate otra vez al maletero de Granuaile y cerrándolo de un portazo—. Cuánto tiempo.
No le contesté nada, sólo hice un gesto de asentimiento.
—Antes llegó a la tienda a pie, pero ahora ha venido en bici. ¿De dónde la ha sacado?
—De mi tienda.
—Su tienda. ¿Y por qué estaba allí?
—Porque la dejé ayer, es evidente.
—¿Por qué?
—Porque a veces me gusta volver caminando.
Y a veces me gusta volver volando. El agente Geffert me miró fijamente, buscando pruebas de que estaba mintiendo, y yo le devolví la mirada con expresión de gran tranquilidad. Él fue el primero en apartar la vista, metiendo las manos en los bolsillos y descubriendo al mismo tiempo algo muy interesante en la punta de sus zapatos.
—Sabe, tengo bastante buen oído. Oí lo que dijo antes. «Hay una providencia especial hasta en la caída de un gorrión.»
—¿Y?
—Me sonó como si fuera una cita. Llamé a la comisaría y hablé con nuestra operadora, que antes era profesora de lengua, y ella me dijo que era un fragmento de
Hamlet
. —Volvió a alzar los ojos para observar mi reacción.
—Así es —confirmé, sin cambiar mi expresión neutra.
—Entonces, ¿qué es lo que oculta, señor O’Sullivan?
Me encogí de hombros.
—Nada.
Meneó un dedo delante de mí.
—Eso no es verdad. Ayer, cuando registramos su casa, andaba por ahí como si su cociente intelectual no pasara de ochenta. Hoy se pone a citar a Shakespeare de memoria.
Mi paciencia se evaporó como una gota de rocío en Yuma y la furia pudo más que el sentido común.
—«¿No es suficiente con irrumpir en mi jardín y, como un ladrón, venir a asaltar mis tierras, trepando mis muros a pesar de mí, su propietario, que además osan desafiarme con términos tan insolentes?»
Geffert alzó las cejas de golpe.
—¿De qué obra es eso?
—
Enrique VI,
segunda parte —contesté.
El agente frunció el ceño.
—¿Cuántas obras de Shakespeare se sabe de memoria?
—Todas, colega.
No sé por qué lo miré con desprecio. No era muy inteligente por mi parte burlarme de él y conseguir así que trincarme se convirtiera en algo personal. Pero sin importar si era sensato o no, le sostuve la mirada con gesto temerario y un brillo de desafío cargado de testosterona en los ojos. Él no sólo se percató de eso, sino que pudo confirmar ese destello de inteligencia que antes le había parecido adivinar. Ya no le cupo duda de que el día anterior le había vendido la moto, y que los había tomado por tontos a él y a todos sus amigotes. Apretó la mandíbula y tensó los hombros, y Granuaile y
Oberón
también se dieron cuenta.
Oye, Atticus, deja de molestar al policía.
—¿Eso es todo, agente Geffert, o necesita algo más? —intervino Granuaile.
—Es todo —contestó, sosteniéndome la mirada todavía—. Por ahora. Lo ha dispuesto todo muy bien, señor O’Sullivan. Su novia hasta me ha enseñado el recibo que coincide con su visita a Target de hace dos noches. Pero no supo explicar por qué en el vídeo de seguridad de Target parece que le falta una oreja y ahora sí la tiene.
—En Target también la tenía —mentí.
—El vídeo muestra lo contrario.
—Entonces el vídeo está mal. Mi oreja es de verdad, no es una prótesis, y las orejas no crecen de la noche a la mañana, ¿verdad? Vamos, compruébelo usted mismo, agente. Le doy permiso.
Volví la cabeza un poco hacia la izquierda y me señalé la oreja con un gesto.
Desvió la mirada hacia mi oreja derecha, alargó la mano y tiró suavemente de ella, más por saber cómo respondía y sentir el tacto del cartílago que ninguna otra cosa.
—Tengo que ocuparme de una autopsia —dijo, decepcionado—. Por favor, esté disponible por si tengo más preguntas que hacerle.
Ninguno de los tres dijo nada. Nos quedamos mirándole sin más mientras volvía a meterse en su coche y se iba. Pasé un rato con
Oberón
y Granuaile, pensando en todo lo que había ocurrido en tan poco tiempo y fue una tarde triste de lamentos y dolor, hasta que llegó Hal a buscarme. Aunque jamás habría pensado que diría algo así en toda mi vida, iba a hacer las paces con las brujas.
Llamamos antes a las brujas para asegurarnos de que supieran que íbamos y deshicieron todos los encantamientos mientras durara nuestra visita. Cuando llegamos un poco más tarde de las cuatro, el aquelarre al completo estaba esperándonos en el piso de Malina.
—Ésta es Bogumila —dijo Malina, haciendo un gesto hacia una castaña esbelta que me miraba fijamente con un solo ojo inmenso; el otro lo tenía tapado tras una cortina de pelo oscuro que le ocultaba la mitad de la cara.
Me pregunté qué encontraría si miraba a través de ella. Me hizo un gesto de asentimiento rápido y la luz de las velas que le gustaba a Malina se reflejó en la cortina de pelo, al mecerse suavemente con el movimiento.
—En público puede llamarme Mila —dijo Bogumila—. Los estadounidenses se quedan mirándote si tienes un nombre demasiado largo.
Asentí con media sonrisa y Hal, cuyo nombre completo era Hallbjörn, dijo:
—Entiendo perfectamente lo que quiere decir.
—Berta está allí, en la cocina. —Malina señaló a otra mujer de cabello oscuro.
Berta, a la que podría describirse como una chica de las que «es que he engordado un poco estas vacaciones», estaba picoteando unos canapés y saludó con un gesto informal al oír su nombre. Malina pasó a presentar a las otras tres integrantes de su aquelarre, todas ellas rubias. Kazimiera era muy alta y de piernas largas; su tez morena y los dientes blancos y relucientes parecían anunciar que había nacido en una de las playas de California, más que bajo los cielos plomizos del este de Europa. Klaudia era menuda y con aire de niña abandonada, de mirada somnolienta y labios carnosos; llevaba el pelo corto y capeado por el cuello, y el flequillo le caía por la cara en mechones húmedos y lacios. Era de esas personas que, las veas cuando las veas, siempre da la impresión de que acaban de tener relaciones sexuales justo antes de que tú entres en la habitación y de que lo que más les apetece en ese momento es fumarse un cigarrillo francés. Yo solía llevar encima una pitillera con el único fin de poder ofrecer un cigarro a las mujeres como ella, pero abandoné esa costumbre cuando la gente por fin comprendió que si alguien les ofrecía tabaco era como si les ofreciera un cáncer de pulmón. De todos modos, acaricié sin darme cuenta el lugar donde habría estado el bolsillo de mi chaleco, si hubiera llevado un chaleco, como a finales de la época victoriana.
La última bruja polaca, Roksana, llevaba el pelo recogido en un peinado tan tirante que parecía un casco, pero después de someterse a un lazo plateado a la altura de la nuca, estallaba en una indómita melena ondulada. Sus ojos azules de búho me contemplaron desde detrás de unas gafas redondas. Vestía una americana y una blusa blanca, un abrigo morado con hombreras, pantalones negros y las botas negras de punta que había acabado asociando con Malina. Eché un vistazo rápido y me di cuenta de que todas calzaban las mismas botas y todas vestían algo de color morado; menos en el caso de Kazimiera, quien el único toque de color que llevaba era un broche que se había puesto en la pechera izquierda de la chaqueta.
Presenté a Hal, porque algunas brujas todavía no lo conocían. Él sacó dos copias del tratado de no agresión de su maletín, muy profesional, y las siete plumas afiladísimas con las que lo firmaríamos. Las brujas y yo recibimos cada uno nuestra pluma y las páginas de los tratados que había que firmar quedaron dispuestas en la mesa de centro negra que estaba delante del sofá de Malina. Una a una, las brujas se pincharon la palma de la mano con la pluma y firmaron cada copia del tratado con sangre. Después llegó mi turno.
Durante un rato discutí la exigencia de firmar con sangre, cuando hacerlo con una pluma estilográfica servía igual a efectos legales; no quería que el aquelarre tuviera mi sangre, y punto. Pero el aquelarre repuso con gran vehemencia que era necesario, y terminé cediendo. Desde el punto de vista mágico, hacerlo así era mucho más vinculante, y sus efectos tenían mayor alcance que los legales.
—La gente incumple la ley todo el tiempo, señor O’Sullivan —señaló Malina—. Pero pocas veces la gente incumple un contrato mágico, y aquellos que lo hacen no suelen vivir mucho tiempo. Por tanto, la firma con sangre no es sólo para protegernos nosotras, también le protege a usted.
No obstante, ahora que había llegado el momento y ante mí se oscurecían las seis firmas en sangre, a medida que se secaban, vacilé. Al firmarlo, iría en contra de las que durante siglos había considerado las «prácticas más recomendables» para evitar que las brujas terminaran conmigo. Pero, la verdad, no veía salida sin su ayuda, y la necesitaba si quería disfrutar de la tranquilidad necesaria para recuperar la tierra alrededor de la Cabaña de Tony. Todavía sentía el pinchazo de la pluma mientras me manaba la sangre por la palma de la mano, y no hice nada por mitigar el dolor al firmar los tratados; estaba bien que lo sintiera.
Cuando terminé, por la habitación se extendió un suspiro general de alivio, la tensión desapareció y las sonrisas forzadas se liberaron de golpe, de oreja a oreja.
Berta aplaudió y dijo con alegría:
—Tenemos que celebrarlo. ¿Quién quiere chocolate y unos chupitos?
A todo el mundo le pareció una idea estupenda y Berta se fue a trajinar muy contenta en la cocina. Las demás brujas se acercaron y nos estrecharon la mano a mí y a Hal, dándonos las gracias por nuestra clarividencia y nuestra voluntad por cooperar, nunca se habían sentido tan valoradas y respetadas, etc., etc.
El chocolate caliente y las bebidas fueron servidos junto con un plato de galletas recién hechas que Berta había conseguido no se sabía cómo. Malina enrolló la copia del tratado que era para el aquelarre y Hal cogió la mía y volvió a guardarla en su maletín, para que las galletas pudiesen ponerse en la mesa de centro. La mitad del aquelarre se sentó en el sofá y los demás acercamos sillas, de forma que todos quedamos dispuestos en una especie de elipse. Delante de nosotros teníamos el chocolate y las galletas, y a nuestras espaldas, alrededor de toda la habitación, brillaban alegremente las velas con aroma de naranja y cardamomo. Era como estar en una de esas cafeterías antiguas de Europa, con la diferencia de que el color morado estaba mucho más presente de lo que era recomendable o aceptable en Ámsterdam o París.
Felicité a Berta por el chocolate y después pedí:
—Háblenme sobre
die Töchter des dritten Hauses
.
A todas las brujas les cambió la cara.
—¿Qué le gustaría saber? —dijo Malina con voz neutra, para lo que tuvo que hacer un esfuerzo.
Daba la impresión de que estuviera intentando controlar la ira contra ellas, más que ocultándome algo a mí.
—Quizá podrían ponerme al corriente de cuál es la naturaleza del rencor que les guardan. Dijo que empezó en la segunda guerra mundial, pero apenas sé a qué se dedicaban entonces. No escuché más que el principio de la historia cuando nos conocimos.
—¿Qué fue lo que le conté entonces?
—Me dijo que todas se habían reunido de algún modo en Polonia, durante la
Blitzkrieg
—contesté—, y en un momento sin precisar, tiempo después, acabaron en Estados Unidos.
—¿Sólo eso? Está bien, nos encontramos en Varsovia —explicó Malina—. Mejor dicho, Radomila nos encontró y nos unió. Y después de formar el aquelarre, discutimos largamente sobre qué hacer. Hacíamos rituales de adivinación casi sin parar, intentando saber qué pasaría, qué podíamos hacer, dónde podíamos ir. Veíamos los horrores que se avecinaban y sabíamos que en Polonia no podíamos hacer nada al respecto. Las cosas habían llegado tan lejos, tan rápidamente, que nuestras medidas de protección serían inútiles y las personas a las que necesitábamos llegar en Alemania eran inalcanzables. Como brujas, podemos haber sido poderosas, pero ni siquiera nosotras podíamos rechazar las divisiones de Panzer o impedir que las SS hiciesen lo que les viniese en gana. No obstante, sí vimos dónde podíamos hacer algún bien, así que dejamos Varsovia una semana antes de que cayera y nos dirigimos a Bulgaria.
—¿Bulgaria? —Fruncí el ceño—. Pero también era una potencia del Eje.
—Sí, pero ¿en qué condiciones? El zar Boris III se unió al Eje para evitar que Alemania invadiera su país, pero no envió ninguna tropa a combatir. Hitler quería que invadiera Rusia y aliviara un poco la presión del frente oriental, pero Boris se negó. También dio un no rotundo al envío de cincuenta mil judíos búlgaros a los campos de exterminio de Polonia. Yo creo que durante un tiempo lo hicimos bien allí.
Cuando asimilé la transcendencia de lo que estaba diciendo, me quedé boquiabierto.
—¿En serio está atribuyéndose el mérito de esos hechos?
—Nos instalamos en Sofía y nos quedamos allí hasta el asesinato. Salvamos muchas vidas.
Pasé por alto sus alardes.
—¿El asesinato de quién? — pregunté.
—Todavía estamos hablando de Boris III.
—Ah, sí. ¿Quién cree que lo mató? En el palacio de Sofía no se descubrió ninguna conspiración.
—
Die Töchter des dritten Hauses
.
Sacudí la cabeza.
—No, lo siento, sé alguna cosa sobre esa muerte. Exhumaron el cadáver, hicieron la autopsia y se confirmó que había muerto por un fallo cardíaco, nada más.
—Precisamente —dijo Roksana con su acento marcado, y lanzó una mirada de disculpa a Malina por meterse en la conversación—. No fue un envenenamiento por parte de los alemanes, que es una de las teorías de conspiración que circulan, ni fue una acción de los rusos. Fueron las
Hexen
alemanas, que traspasaron nuestros conjuros y lo mataron con un maleficio.
—¿Tienen un maleficio que provoca un fallo cardíaco?
Todas las brujas polacas asintieron a la vez.
—Es un hechizo de necrosis que dirigen al corazón —explicó la mitad visible de la boca de Bogumila—. Sólo provoca que muera una parte pequeña del tejido, pero si se trata de tejido del corazón, la consecuencia es un infarto de miocardio mortal.
—Es su arma preferida en combate —intervino Klaudia.
De modo que así era como habían intentado matarme y la razón por la que el amuleto me golpeaba el pecho en cada ocasión. Y así era como habían matado a Perry. Sabía que el maleficio que lanzaban contra la gente era mortal, claro, pero no sabía exactamente en qué consistía. Los médicos forenses concluirían que Perry había muerto de un ataque al corazón difícil de explicar, nada más.