Aceptó marcharse, pero refunfuñando y lleno de rencor. Pensé que lo más seguro era que volviera con más amigos. Nadie le deseó buen viaje.
Encontré los dientes que me faltaban y no me cupo la menor duda de que los podría poner en su sitio con una buena noche de descanso sobre la tierra. Recuperé a Moralltach y su funda, que estaban cerca del agujero del suelo. Sin embargo, de Leif no había ni rastro.
Malina se unió a mí en el punto por donde le había visto saltar del edificio. Miramos las piedras que había abajo y allí no se veía nada.
—Siento mucho lo de Bogumila —le dije en voz baja—. Y lo de Waclawa. —No dije nada sobre Radomila ni Emily, ni sobre las que habían muerto en las Superstition.
—Gracias —me respondió con una voz tan suave que casi no se oyó.
—¿No habrá visto por casualidad lo que sucedió con Leif?
—Lo vi caer —repuso Malina, con la voz un poco llorosa. Se secó el rabillo del ojo y asintió—. Estaba justo entre Bogumila y yo. No creo que el rabino se fijara siquiera, aunque no entiendo cómo se puede pasar por alto a un vampiro envuelto en llamas. Echó a correr por Pecos, en dirección este, eso fue lo último que supe. Me quedé en mi puesto, por si caían más
Hexen
.
Desvié la mirada hacia el este. Unas luces en la parte norte de la carretera indicaban la presencia de edificios, pero unos cuantos solares más allá por nuestra acera no había más que oscuridad.
—¿Hacia el este, ha dicho? ¿Por esas parcelas sin construir de por ahí? —Señalé.
—No lo sé —repuso Malina—. Deberíamos ir a comprobarlo.
El camión nevera de Antoine entró en el aparcamiento cuando nuestro pequeño convoy de deportivos salía por Pecos, esquivando con cuidado la cabeza del golem que Leif había lanzado a través del tejado. Acomodaron con delicadeza el cuerpo de Bogumila en el Mercedes de Roksana. Saludamos a Antoine y sus necrófilos con la mano y les deseamos que disfrutaran de la cena. Su pandilla dejaría el lugar impecable antes de que amaneciera, sin rastro de nada aparte de los daños en el edificio y un montón de piedras para que la policía hiciera sus especulaciones.
Yo iba con Malina y Klaudia en el Audi. Llevaba a Klaudia sentada en el regazo, con el tronco vuelto para mirarme y rodeándome el hombro con el brazo enfundado en piel. Con la otra mano me acariciaba la mandíbula rota con la yema del dedo, delicadamente. Dejaba escapar un arrullo solidario y yo era incapaz de dejar de mirar sus labios.
—Klaudia, para ya —dijo Malina—. No es el momento de jugar con el señor O’Sullivan.
Me despejé de golpe y me estremecí al ver la sonrisa sabia de Klaudia. Tenía un hechizo en los labios, como Malina hacía con su pelo.
Me alegré de que el viaje fuera corto, porque Klaudia ya había descubierto una fisura en nuestro pacto de no agresión. Era la segunda vez que me hacía efecto un hechizo de atracción de las brujas polacas. Mi amuleto había acabado desactivando el de Malina, y seguro que habría hecho lo mismo con el de Klaudia, pero en ambos casos habían durado lo suficiente como para que pudieran hacerme daño si hubieran querido.
—No pasa nada —contestó Klaudia con voz alegre—. Creo que él y yo nos entendemos. —Me dio una palmadita en el pecho con la mano con la que había estado acariciándome—. ¿Verdad que sí, señor O’Sullivan?
Asentí y aparté la vista hacia la oscuridad de afuera. Estaba haciéndome saber, para que no lo olvidara en el futuro, que ella era tan peligrosa como Malina.
A medio kilómetro al este por Pecos, encontramos el cuerpo renegrido y chamuscado de Leif, tirado bocabajo en una zona con gravilla, junto a una zanja de tierra abrasada. Era evidente que había logrado sofocar el fuego del infierno que lo envolvía y que se había arrastrado unos cuantos metros, pero por lo visto había llegado al límite de sus fuerzas.
—No está muerto —les dije a las brujas reunidas alrededor del cuerpo.
—Sí que lo está —lamentó Berta contradecirme.
—Bueno, sí, tiene razón, pero quiero decir que se pondrá bien. Seguirá muerto. Pero bien.
—¿Y usted? —preguntó Malina—. Parece como si le hubiesen dado con un ablandador de carne por toda la cara.
—Yo también me pondré bien —le aseguré. Ya me sentía un poco mejor, al estar en contacto con la tierra—. Sólo necesito que me ayuden a llevar a Leif a su coche.
A Leif se le desprendieron algunas partes, que salieron volando, al moverlo. Un dedo se deshizo, como la ceniza compacta de un cigarro liado a mano.
—¡Ep! —exclamó Kazimiera, al verlo.
—No pasa nada. Volverá a crecer, creo.
Palpamos los bolsillos de sus vaqueros chamuscados y recuperamos las llaves. Decidimos, por su seguridad y la mía, que regresaríamos a Tempe en el camión. Klaudia se ofreció voluntaria para volver más tarde y llevar el coche de Leif.
—Pero no le cuenten nunca que hicimos esto —dije, mientras lo metíamos en el maletero del Jaguar—. No creo que se lo tomara demasiado bien. —Berta disimuló una risita.
Me despedí de las brujas y les deseé que volvieran a crecer y ser fuertes. Ése era el lenguaje de la diplomacia y todos lo sabíamos, pero era el lenguaje adecuado para aquel sitio y momento.
El doctor Snorri Jodursson ya estaba en mi casa, viendo
La Comunidad del Anillo
con mi aprendiza, así que no fue difícil encontrar a quien pudiera encargarse de la recuperación de Leif. Snorri dijo que sólo tenía que hacer una incursión en el banco de sangre y fue muy amable colocándome los dientes, antes de que fuera a acostarme en el jardín trasero para curarme. Dijo que ni siquiera me cobraría.
Me estiré, agradecido, en esa hierba del jardín que me era tan familiar, con un
Oberón
preocupado arrimado contra mí, y deseé que el futuro más próximo me trajera un poco de tranquilidad. Estaba cansado de esas distracciones continuas y de la velocidad alarmante con la que parecía que perdía las orejas. Y si aquel caos accedía a desaparecer un tiempo, podría sanarme y llorar y concentrarme en lo que debía hacer después.
Había un campo que necesitaba mi atención, y ya llevaba demasiado tiempo negándosela.
Es raro que adopte la forma de un venado. Aunque es el animal más grande en el que puedo transformarme, está un poco más abajo en la cadena alimenticia de lo que me gustaría y es muy rara la ocasión en la que no me va mejor adoptar otra forma. Pero debía arrastrar sacos de veinticinco kilos de mantillo durante varios kilómetros por un terreno escarpado, así que era la mejor opción.
Me seguían Granuaile y
Oberón
, que también iban cargados con otras pocas cosas, mientras subíamos hasta la zona arrasada alrededor de la Cabaña de Tony. Ellos llevaban herramientas, la comida, una muda para mí y un agave azul de cinco galones. Yo tenía enganchados unos arreos y una carreta para poder tirar de los 225 kilos de rico mantillo, rebosante de todo tipo de bacterias y nutrientes.
Cuando llegamos al límite de la zona arrasada, casi se me cae el alma a los pies. Todavía estábamos a más de seis kilómetros de la Cabaña de Tony y lo que había que recuperar ya era mucho. Si la cabaña estaba en el centro de un círculo perfecto, eso significaba que debíamos arreglar uno 130 kilómetros cuadrados. Los árboles eran apenas unos palos muertos erectos y los cactus eran bultos desecados dispersos sobre unas costillas de madera seca. Los arbustos se habían convertido en astillas carentes de vida, petrificados de hecho. No había ni una hormiga, ni un escarabajo, ni una bacteria o un hongo que deshiciera las plantas para nutrir los nuevos brotes en primavera. Pero había que empezar por algún sitio.
Me desligué de la forma de venado y me puse la ropa que habíamos llevado. Con las palas que había traído Granuaile, sacamos unas cuantas plantas muertas que estaban al borde del camino y decidimos que las convertiríamos en abono. Después excavamos una pequeña zanja que iba desde la tierra viva hasta la zona arrasada, mucho más profunda que ancha, y la llenamos con toda la tierra que habíamos arrastrado. Esparcimos la tierra muerta que habíamos sacado por la parte sana, para que las hojas, los insectos, la hierba y todas esas cosas cayeran sobre ella, o se subieran encima, y poco a poco le devolvieran su fuerza.
Plantamos el agave en la zanja y tuvimos que contentarnos con echarle un par de botellas de agua, para ayudarle a superar el cambio y echar raíces.
¿Esto es todo?
, preguntó
Oberón
, olfateando la planta.
Se le ve un poco solo, lo único vivo aquí plantado mientras que todo lo demás está muerto.
—Es sólo el principio,
Oberón
—respondí en voz alta, para que Granuaile pudiera oírme—. Es un primer paso muy importante.
¿Puedo mear encima de él para que se sienta como en casa?
—Quizá la próxima vez. Ahora mismo podrían ser demasiadas cosas para él.
¿No puedes hacer alguna cosa guay de druida y curar la tierra con magia?
—Más adelante, podré atraer la atención de la tierra y ayudarla, pero de momento no hay nada con lo que trabajar. La vida es el medio y en esta zona no hay vida, ni siquiera bacterias. Tenemos que seguir trayendo la materia prima.
Pues me parece que tendrías que hacerte con un poco de material pesado y un par de volquetes de cien kilos.
Me eché a reír.
—¿Y cómo iba a subir el material hasta aquí? No llegan las carreteras. El camino ya lo conoces. Es demasiado escarpado. Y la mayor parte de esta zona es impracticable, está cubierta de vegetación tupida.
Oberón
miró hacia el camino que llevaba a la Cabaña de Tony, que estaba a unos seis kilómetros. Después se quedó pensando en el agave solitario cerca de sus pies.
Va a llevar mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí, es mucho trabajo, pero no me quedaré tranquilo hasta que no esté terminado. Cuando estoy aquí y llamo a la tierra, nada me responde.
Ah.
Oberón
levantó la vista hacia mí.
Eso debe de ponerte triste. Pero entonces llámame a mí, Atticus. Yo siempre te responderé. Y por cierto, llevas todo el rato con la bragueta abierta y Granuaile no te ha dicho nada.
Gracias, amigo
, respondí mentalmente, mientras intentaba subirme la cremallera con disimulo.
¿Ves? Yo te cubro por delante y por detrás. Me merezco una golosina.
No sé qué supondrá para otros escritores, pero para mí terminar una novela en cinco meses es algo así como conseguir la cuadratura del círculo, y no lo habría logrado sin mis lectores fundamentales: Alan O’Bryan, Andrea Taylor y Tawnya Graham-Schoolitz robaron tiempo a sus atareadas vidas para leer cada capítulo a medida que yo los iba escribiendo y me hicieron comentarios muy valiosos. Allen Rouser, Mike Ruggiero y Nick Steinkemper también leyeron la obra en calidad de mis primeros seguidores y me dieron el visto bueno.
La ayuda de Katarzyna y Leszek Rosinski con la traducción de las partes en polaco y ruso fue inestimable y Andreas Hümer me echó una mano con el alemán. Cualquier error que pueda haber es mío, por supuesto, y todos los aciertos se deben a ellos.
La agente Dana Packer de la Policía de Lincoln, Rhode Island, colaboró explicándome cuáles serían los pasos que daría la policía en un caso como el de Perry. Si el personaje del agente Geffert se aparta lo más mínimo de lo que debería haber hecho, es porque yo no entendí bien a Packer.
Evan Goldfried es mi extraordinaria agente de JGLM y siempre le estaré agradecido por todos los esfuerzos que hace por mí.
Tricia Pasternak, mi editora en Del Rey, es sin duda la más sensata de toda Norteamérica, pero ¡hay más! También es brillante y servicial y confío plenamente en lo que opina. Mike Braff, su ayudante editor, se merece su propio casco Spangenhelm por soportar las flechas y hondas de mis bromas extravagantes, y también le agradezco mucho su ayuda.
Mi mujer y mi hija también me apoyaron muchísimo a lo largo de todo el proceso y no puedo expresar con palabras cuánto agradezco su amor, sus ánimos y su curiosidad por saber lo que harían a continuación Atticus y
Oberón
.
El edificio de tres plantas donde se desarrolla la batalla con la que culmina el libro se encuentra en realidad en una calle de Gilbert llamada Germann, y no Pecos. Le cambié el nombre porque la gente de allí lo pronuncia como
germane
, no se sabe por qué razón, ya que no tiene nada que ver con la forma en que se escribe; además, no quería que pareciera, ni aunque fuera indirectamente, que las brujas germanas lo habían elegido por la supuesta relación con su nacionalidad. Lo más probable es que el edificio ya esté ocupado cuando se publique este libro, pero mientras lo escribía es cierto que pasó muchos meses sin terminar y vacío, tal como se describe.
Podéis seguirme en Twitter (@kevinhearne) y GoodReads.com, y tengo una fantástica página web con un enlace a mi
blog
: kevinhearne.com. Espero poder saludaros por ahí.
Kevin Hearne nació y creció en Arizona y se aficionó a los cómics de superhéroes a muy temprana edad. A los siete años ya había asistido al estreno de Star Wars que le dejó impactado. Asistió a la Northern Arizona University, donde obtuvo una licenciatura en Enseñanza del Inglés. Fue durante este tiempo cuando sintió el gusanillo de la escritura: Trabajó para el periódico de la universidad tanto como caricaturista editorial como columnista, y comenzó una novela que no llegó a terminar. Sería la primera de muchas novelas inconclusas.