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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (11 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—¿Por qué? —preguntó Garoth Ursuul.

—No creo que pudieran resistirse a usarlo. Con el dominio de la tierra, esos insignificantes hacedores se volverían cien veces más habilidosos en un abrir y cerrar de ojos. Tarde o temprano aparecería algo que hubieran Hecho, y quedaría claro que alguien estaba Haciendo al nivel de los viejos tiempos. Eso no ha sucedido. O bien los hombres de esa escuela son menos ambiciosos de lo que creo posible, o bien no está allí. El otro rumor fue que lo enlazaron al Gigante Azul de Caernarvon, el castillo. Doy por sentado que no es más que una bravuconada semiculta. No es un lugar especialmente inteligente para esconder un ka’kari.

—¿Pero tenemos una pista fundamentada sobre el rojo?

—Cuando el vürdmeister Quintus pasó por Ceura, dijo que las explosiones del monte Tenji son, al menos en parte, mágicas. El problema estriba, igual que en el caso del azul, en que, aunque pudiéramos llegar a él, es dudoso que un ka’kari siguiera intacto después de estar expuesto a tanto poder elemental durante tanto tiempo.

—No me das mucho, Neph.

—No es exactamente como coleccionar conchas. —Su voz sonaba aduladora. Odiaba eso.

—Una observación profunda. —Garoth suspiró—. ¿Y el negro?

—Ni un mísero susurro. Ni siquiera en los libros más antiguos. Si lo que Escruté era real, y no se debe a que el ladeshiano se engañe a sí mismo, es el secreto mejor guardado del que he tenido conocimiento.

—Esa es la gracia de un secreto, ¿o no? —preguntó Garoth.

—¿Eh?

—Tráeme a nuestro ladeshiano cantarín. Necesitaré un poco de Polvo.

Elene quería que vendiese la espada. Durante las últimas diez noches, habían representado sus papeles como si fueran marionetas de madera. Solo que, de vez en cuando, hasta las marionetas tenían la oportunidad de representar un papel diferente.

—Ni siquiera la miras, Kylar. Está muerta de risa en ese cofre, debajo de la cama. —Unió sus cejas oscuras hasta formar las pequeñas arrugas de preocupación que tan bien empezaba a conocer Kylar.

Se sentó en la cama y se frotó las sienes. Qué cansado estaba de aquello. Qué cansado de todo. ¿De verdad Elene esperaba que le respondiera? Pues claro. Todo eran palabras y aliento desperdiciado. ¿Por qué las mujeres siempre creían que hablar de un problema lo arreglaría? Algunos asuntos eran como cadáveres. El aire caliente los hacía descomponerse y pudrirse y contaminar con su enfermedad todo lo demás. Mejor enterrarlos y seguir adelante.

Como Durzo. Pasto de los gusanos.

—Era la espada de mi maestro. Él me la dio —dijo Kylar, con apenas un poco de retraso.

—Tu maestro te dio muchas cosas, entre ellas bastantes palizas. Era un hombre malvado.

Eso despertó cierta ira.

—No sabes nada de Durzo Blint. Era un gran hombre. Murió para concederme una oportunidad...

—¡Vale, vale! Hablemos de lo que sí sé —dijo Elene.

Estaba una vez más al borde de las lágrimas, maldita fuera. Sentía tanta frustración como él. Lo peor de todo era que no intentaba manipularlo con esas lágrimas.

—Estamos en la ruina. Lo hemos perdido todo, y hemos hecho que la tía Mia y Braen también pierdan mucho. Disponemos de los medios para compensárselo, y se lo merecen. Es culpa nuestra que esos matones quemaran el granero.

—Quieres decir culpa mía —corrigió Kylar. Le llegaron los sollozos de Uly en su habitación. Los estaba oyendo gritar a través de la pared.

Si se hubiese encargado de Tom Gray a su manera, el tipo se habría asustado demasiado para acercarse a cinco manzanas de casa de la tía Mia. Kylar conocía la música de las calles. Hablaba el lenguaje de la carne, tocaba los sutiles acordes de la intimidación, se sabía la canción que insuflaba el miedo en los corazones. Conocía y amaba esa música. Sin embargo, las notas de las canciones que Durzo enseñaba no eran silogismos. No había tesis, con su correspondiente antítesis, que se armonizase en una síntesis. No era ese tipo de música. La música de la lógica era demasiado señorial para las calles, demasiado liviana, con los matices equivocados.

El leitmotiv del ejecutor, siempre que tocaba, era el sufrimiento, porque todo el mundo entiende el dolor. Era brutal... pero aun así tenía sus distintas tonalidades. Sin desvelar su Talento, Kylar podría haberse encargado de los seis matones callejeros y de Tom Gray. Los jóvenes se habrían llevado moratones y un buen susto. A Tom le habría hecho daño. Cuánto, habría dependido de Tom. Sin embargo, aunque Elene se lo hubiese permitido, ¿podría haberlo hecho con ella delante? ¿Y si hubiese visto cuánto gozaba?

La miró a la cara, y era tan hermosa que se descubrió parpadeando para contener las lágrimas.

«¿A qué ha venido eso?»

—¿Por qué no nos saltamos toda esta mierda? Ahora yo te diré que la espada no tiene precio y tu responderás que eso significa que nos daría para abrir nuestra tienda y yo te diré que no puedo hacerlo y punto pero no puedo explicar por qué o sea que tú me dirás que lo que de verdad quiero es ser un ejecutor y tú no eres más que un estorbo... y luego te pondrás a llorar. Entonces, ¿por qué no empiezas directamente a llorar, así luego te abrazo, nos besamos durante una hora y luego me impides ir más allá, y después te duermes tan ricamente mientras yo me quedo despierto con las pelotas a punto de explotar? ¿Podemos saltar a la parte de los besos? Porque lo único que me gusta de nuestra puta vida entera es cuando creo que tú disfrutas tanto como yo y pienso que a lo mejor esa noche por fin follamos. ¿Qué me dices?

Elene lo encajó sin decir nada. Kylar vio que se le empañaban los ojos, pero no lloró.

—Te digo que te quiero, Kylar —respondió con voz queda. Se le apaciguaron las facciones y la arruga de la frente desapareció—. Creo en ti, y estoy contigo, pase lo que pase. Te quiero. ¿Me oyes? Te quiero. No entiendo por qué no quieres vender la espada... —Tomó aliento—. Pero puedo aceptarlo. ¿De acuerdo? No volveré a sacar el tema.

De manera que, en adelante, quien quedaba como un auténtico cabrón era él. Tenía una fortuna muerta de risa en vez de usarla para mantener a su mujer y su hija y compensar a la gente que había sufrido por su culpa. Pero ella iba a aceptarlo. Qué noble. Lo peor era que Kylar sabía —maldición, lo sabía porque siempre había podido leerla como un libro abierto— que no adoptaba una postura de superioridad moral por mala fe. Intentaba hacer lo correcto. Eso no hacía sino resaltar el contraste entre los dos.

«No me conoce. Cree que me conoce, pero no es así. Me aceptó pensando que Kylar no era más que una versión mayor y algo ensuciada de Azoth. No estoy sucio, soy pura porquería. Mato gente porque me gusta.»

—Ven a la cama, cariño —dijo Elene.

Se estaba desvistiendo, y la ondulación de sus pechos a través del camisón y las curvas de sus caderas y sus largas piernas despertaron en Kylar el fuego que siempre encendían. La piel de Elene resplandecía a la luz de las velas y los ojos de Kylar quedaron fijos en la punta de un pezón mientras ella apagaba la vela de un soplo. Él ya estaba en ropa interior, y la ansiaba. La ansiaba tanto que temblaba.

Se tumbó, pero sin tocarla. El ka’kari lo había maldecido con una vista perfecta por mucha oscuridad que hubiera. Maldecido, porque aún podía verla. Veía el dolor de su cara. La lujuria de Kylar era una cadena de la que se sentía esclavo y que le asqueaba, de manera que, cuando Elene se volvió hacia él y lo tocó, se quedó inmóvil. Rodó hasta ponerse boca arriba y miró hacia el techo.

«Parece que me lo he saltado todo hasta la parte del dolor de huevos.

»No debería estar aquí. ¿Qué estoy haciendo? La felicidad no es para los asesinos. No puedo cambiar. No valgo nada. No soy nada. Un herborista sin hierbas, un padre que no es padre, un marido que no es marido, un asesino que no mata.

»Esa espada soy yo. Por eso no puedo desembarazarme de ella. Es lo que soy. Una espada envainada que vale una fortuna, escondida en el fondo de un cofre. Peor que inútil. Un desperdicio.»

Se sentó en la cama, y luego se levantó. Metió la mano bajo la cama y sacó el estrecho cofre.

Elene se incorporó mientras él empezaba a ponerse la ropa de ejecutor.

—¿Cariño? —dijo.

Kylar se vistió en un santiamén —Blint le había hecho practicar incluso eso—, se ató cuchillos a los brazos y las piernas, se sujetó un juego de ganzúas a una muñeca y un garfio plegable a la parte baja de la espalda, se ajustó los pliegues grises de tela para que amortiguaran todo sonido, se enganchó Sentencia a la espalda y se puso una máscara de seda negra.

—Cariño —dijo Elene, con la voz tensa—, ¿qué haces?

No salió por la puerta y bajó la escalera. No, esa noche no. En lugar de eso, abrió la ventana. El aire olía bien. A libertad. Se llenó los pulmones con una gran bocanada de aire y la retuvo como si pudiera atrapar esa libertad en su interior. Al caer en lo irónico del pensamiento, soltó todo el aire de golpe y la miró.

—Lo que hago siempre, amor —dijo Kylar—. Joderla.

Con un impulso de su Talento, saltó a la noche.

Ferl Khalius había recibido otro destino de mierda. Después de que exterminaran a su unidad durante la invasión, lo habían escogido para todas las tareas desagradables: tirar cuerpos desde aquel puente destartalado y medio quemado, ayudar a los cocineros a entrar provisiones en el castillo, ayudar a los meisters a construir la nueva muralla del rey dios en torno a la ciudad, guardias dobles y triples... Jamás un destino agradecido como el puente de Vanden, donde los centinelas se sacaban la paga de una semana en sobornos todos los turnos con solo dejar pasar a un puñado de sinvergüenzas. Y ahora aquello.

Contempló con asco a su prisionero. Era un tipo gordo y con las manos suaves de un noble sureño, aunque llevaba la barba pelirroja al estilo khalidorano. Tenía la nariz torcida y sus cejas parecían cepillos. Observaba a Ferl con evidente inquietud.

En teoría Ferl no debía hablar con él. En teoría no debía saber quién era. Sin embargo, aquello le había dado mala espina desde el principio, desde que un capitán le había dicho que los vürdmeisters querían verlo. Lo habían solicitado a él, por su nombre. Debía presentarse de inmediato.

Eso era algo que ningún khalidorano deseaba oír. Ferl creyó que el motivo sería su pequeño recuerdo, la espada con la empuñadura de dragones que había encontrado en el puente. No lo habían requerido por eso, aunque había estado a punto de hacerse pis encima al ver que su interlocutor era el vürdmeister lodricario Neph Dada en persona. Ningún vürdmeister era normal, pero Neph resultaba inquietante hasta entre ellos. Durante toda la entrevista Ferl había tenido la vista fija en los doce cordones anudados que representaban las shu’ras que Neph había dominado. Daba demasiado miedo mirarlo a la cara.

Neph había asignado aquella misión a Ferl y solo a Ferl. Le había prohibido comentarla con otros soldados o relacionarse siquiera con ellos durante la duración del servicio. Él y el noble fueron confinados a la casa de un comerciante en el lado este. A toda prisa, los meisters habían convertido parte de la casa en una prisión. ¿Meisters haciendo el trabajo duro? Eso solo se explicaba de una forma: la misión era tan importante que debía ejecutarse al instante y sin que nadie lo supiera. Después lo habían dejado con comida suficiente para varios meses y le habían prohibido salir.

Todo aquello olía a chamusquina. Ferl Khalius no había llegado a segundo (ahora primero) de su horda siendo estúpido. Había hablado con el noble y se había enterado de que su nombre era barón Kirof. El barón afirmaba no saber por qué lo habían encarcelado. Proclamaba su inocencia y su lealtad a Khalidor... y el hecho de que malgastara su aliento contándoselo a un mero soldado indicaba a Ferl que no era muy brillante.

Desobedeciendo sus órdenes, Ferl se escabulló y descubrió que en teoría el barón Kirof había sido asesinado. El buen duque khalidorano Tenser de Vargun se estaba pudriendo en ese momento en las Fauces por haber matado a un noble cenariano que no estaba muerto.

Fue entonces cuando Ferl supo que estaba jodido. Su imaginación era incapaz de pintar un cuadro en el que aquello acabara bien para él. ¿Por qué le habrían encargado aquella misión a un hombre sin unidad? Porque podían eliminarlo sin que nadie se fijara. Llegado el momento, podrían liberar o matar al barón Kirof; el único motivo para mantenerlo vivo cuando se suponía que estaba muerto era poder sacarlo a la palestra en algún momento. Pero ¿Ferl? Ferl solo sería la prueba de que los vürdmeisters mentían.

«Tendría que haberme vuelto a Khalidor.» Le habían ofrecido un trabajo cuidando de los bueyes de la caravana del botín. Había estado a punto de aceptarlo. De haberlo hecho, a esas alturas podría estar en el camino de regreso a su clan. Claro que toda la escolta del tesoro a Khalidor era sometida a un concienzudo registro antes de ponerse en marcha, y eso habría significado perder su preciosa espada. De modo que se había quedado, seguro de que podría amasar una pequeña fortuna mientras saqueaban la ciudad. Ya.

—Debería matarte —dijo Ferl—. Debería matarte aunque solo fuera para fastidiarles.

El gordo se puso más pálido todavía. Notaba que Ferl lo decía en serio.

—Dime, grasitas —prosiguió el khalidorano—. Si los vürdmeisters te dijeran que podías vivir si mentías sobre quién te había secuestrado, ¿lo harías?

—Vaya una pregunta más tonta —dijo el barón Kirof.

De modo que habían sabido que Kirof les seguiría el juego.

—Eres todo un valiente, ¿eh, grasitas?

—¿Qué? —preguntó el barón Kirof—. No entiendo tu acento. ¿Por qué me llamas guasitas?

—Grasitas. ¡Grasitas!

—¿Qué guasitas? ¿Es que he dicho algo gracioso?

Ferl metió una mano entre los barrotes, agarró un puñado de grasa del barón y lo apretó con todas sus fuerzas. Kirof abrió mucho los ojos, chilló e intentó retirarse, pero Ferl lo sostuvo apretado contra los barrotes por su michelín.

—¡Grasitas! ¡Grasitas! —exclamó. Agarró el carrillo del barón y lo estrujó con su otra mano. El noble dio manotazos para intentar quitarse a Ferl de encima, pero era demasiado débil. Gimoteó—. ¡Grasitas! —le aulló el khalidorano a la cara. Después lo soltó.

El barón se dejó caer sobre su camastro de la celda y se frotó la mejilla y el michelín, con los ojos nublados de lágrimas.

—¿Grasitas? —preguntó, herido.

Ferl tuvo suerte de que no hubiera una lanza a mano.

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