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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (6 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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«Pero ¿qué hace aquí el maestro Patíbulo?» Cuando lo había visto pasar, Hu desprendía ese aire de listillo satisfecho que tan bien conocía Vi.

Cruzó las piernas para recuperar la atención del guardia. En términos de lucha, los que Hu Patíbulo le había enseñado, se trataba de una finta. Con el movimiento de las piernas atraía el interés del hombe; al volver la cabeza a un lado le daba confianza, y al inclinarse hacia delante le ofrecía buenas vistas. No se atrevía a aplicar su hechizo de seducción tan cerca del rey dios, pero no hacía falta. Un buen escote tenía su propia magia.

Llevaba un vestido azul cerúleo ajustado, tan fino que transparentaba ligeramente. Le había dejado claras sus intenciones al maestro Piccun, y el sastre había diseñado una vestimenta simple: apenas tenía bordados, únicamente unas antiguas runas khalidoranas en los puños y en el dobladillo de la falda... una inscripción sacada de un viejo poema erótico. Ni encaje ni volantes, tan solo líneas y curvas limpias. El maestro Piccun era un redomado viejo verde, y ese era el vestido que había declarado apto para el rey dios. «El tipo tiene docenas de esposas —había dicho el sastre con desdén—. Ya hablarán esas vacas con la seda. Tú cantarás con los dulces tonos de la carne.»

Si el centinela era como la mayoría de los hombres, se quedaría mirando de dos a cuatro segundos, echaría otro vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo pillaba y después volvería a estudiarla. El truco era... «Ahora.»

Vi alzó la vista de repente y sorprendió al guardia en el preciso instante en que este volvía a mirarla. Lo clavó a la pared con los ojos. El centinela se ruborizó de culpabilidad y, antes de que acertara a disimularla con atrevimiento o apartando la vista, Vi se levantó y caminó hacia él.

Era khalidorano, por supuesto, de modo que hizo los ajustes necesarios. La noción del espacio personal de los khalidoranos era más reducida que la de los cenarianos. Penetrar en la burbuja de su espacio personal, con todas las connotaciones que ello conllevaba, significaba acercarse tanto que el hombre pudiera oler no solo su perfume sino también su aliento. Se pegó a él y le sostuvo la mirada durante un segundo más, hasta que vio que estaba a punto de hablar.

—Disculpad —dijo Vi, sin dejar de mirarlo a los ojos con una expresión intensa—, ¿puedo sentarme aquí?

—No estaba mirando... Quiero decir...

Vi se sentó en la silla del guardia, a dos palmos de la puerta, con los hombros adelantados y la cara vuelta hacia arriba con expresión angelical. Llevaba el pelo rubio recogido hacia arriba para que el minucioso trenzado no ocultara la vista.

Era demasiado tentador. Los ojos del guardia se desplazaron el centímetro escaso que pasaba de su rostro a su escote y enseguida volvieron disparados hacia arriba.

—¿Por favor? —insistió Vi con una sonrisilla que le decía que sí, lo había visto, y no, no le importaba.

El centinela carraspeó.

—Yo, esto, no creo que haya problema.

Vi olvidó al sujeto al instante y se puso a escuchar.

—... no puedo ir directamente al Agujero, eso sería contraproducente —dijo una voz de tenor. Debía de ser el duque de Vargun, pero sonaba confiado.

«¿Qué? ¿Cómo puede sonar confiado?»

Vi oyó responder a su maestro, pero no distinguió lo que decía. Después habló el rey dios, pero lo único que entendió fue: «Celdas comunes hasta el juicio... después el Agujero...».

—Sí, santidad —dijo el duque de Vargun.

Vi levantó la cabeza. Ignoraba lo que planeaban, pero nada en la voz del duque khalidorano sugería que fuese un prisionero suplicando clemencia. Parecía más bien un vasallo obediente que cumplía una misión elevada al final de la cual esperaba una recompensa.

No tuvo tiempo de intentar sacar conclusiones antes de que las puertas se abrieran y saliese su maestro llevando al duque de Vargun. En contradicción con lo que acababa de oír, el duque parecía maltrecho, tanto física como mentalmente, con las ropas desarregladas y sucias y los ojos pegados al suelo.

Hu Patíbulo se volvió hacia ella al pasarle por delante. El ejecutor tenía unos rasgos tan delicados que no podía calificársele de guapo. Con la fina melena rubia que le llegaba a los hombros, sus grandes ojos y su figura escultural, seguía siendo hermoso aun mediada la treintena. Dedicó a Vi su sonrisa de serpiente y dijo:

—El rey dios te recibirá ahora.

Vi sintió un escalofrío, pero se puso en pie sin decir nada y entró en el salón del trono. En esa estancia el difunto rey Gunder la había contratado para matar a Kylar Stern. Tal y como ella era la aprendiz de Hu Patíbulo, Kylar lo era del otro gran ejecutor de la ciudad, Durzo Blint, que era más respetado, igual de temido y menos vilipendiado que su propio maestro. Matar a Kylar debía haber sido la obra maestra de Vi, la última muerte de su aprendizaje. La habría hecho libre, libre de Hu.

Había echado a perder la oportunidad y, más tarde aquel mismo día y en ese mismo salón, alguien a quien llamaban el Ángel de la Noche había matado a treinta khalidoranos, cinco brujos y al mismísimo hijo del rey dios. Vi creía que tal vez fuese la única en sospechar que Kylar era en realidad el Ángel de la Noche. «¡Nysos! Kylar se convirtió en leyenda el mismo día que lo tuve bajo mi puñal. Podría haber abortado una leyenda.»

Ya no quedaban indicios de la batalla. Habían limpiado el salón de sangre, fuego y magia, y estaba impecable. A ambos lados, siete columnas soportaban el techo abovedado, y gruesos tapices khalidoranos cubrían las paredes para combatir el frío otoñal. El rey dios estaba sentado en el trono, rodeado de guardias, vürdmeisters con túnicas negras y rojas, asesores y criados.

Vi contaba con que la hiciese llamar, pero no tenía ni idea del motivo. ¿Sabía el rey dios que Kylar era el Ángel de la Noche? ¿La esperaba un castigo por dejar que muriese el hijo de Garoth Ursuul? ¿Acaso el hombre con docenas de esposas quería follarse a otra chica bonita? ¿O tan solo sentía curiosidad por ver a la única mujer ejecutora de la ciudad?

—¿Te crees lista, Viridiana Sovari? —preguntó el rey dios.

Garoth Ursuul era más joven de lo que se había esperado, de unos cincuenta años, y seguía siendo vigoroso. Tenía los brazos y el cuerpo fornidos, estaba calvo como un huevo y sus ojos cayeron sobre ella como una rueda de molino.

—Disculpad, santidad... —Había empezado a entonarlo como una pregunta, pero cambió de idea—. Sí. Y es Vi.

Él le indicó que se acercara y Vi subió los catorce escalones hasta situarse directamente delante del trono. El rey dios la miró de arriba abajo, no subrepticiamente como hacían los hombres tan a menudo, pero tampoco con atrevimiento y pasión. Garoth Ursuul la miró como si fuera un montón de grano y estuviese intentando adivinar su peso.

—Quítate el vestido —ordenó.

Su inflexión de voz no daba a Vi nada sobre lo que trabajar. Podría haber sido un comentario sobre el tiempo. ¿Quería seducirla? No le importaba que Garoth Ursuul se la cepillara, pero pensaba hacerlo fatal llegado el caso. Convertirse en la querida del rey dios era demasiado peligroso. Llevaba desde la pubertad calentándole la cama a un monstruo, y no le apetecía ascender por ese escalafón. Aun así, dios, rey o monstruo, Garoth Ursuul no era alguien a quien conviniese contrariar.

Así pues, Vi obedeció al instante. En cuestión de dos segundos, el vestido del maestro Piccun se deslizó hasta el suelo. Vi no se había puesto ropa interior, pero sí perfume en las corvas. Actuó con la más escrupulosa obediencia. El rey dios no podía encontrarle ninguna pega pero, al mismo tiempo, Vi sabía que la desnudez repentina no era ni mucho menos tan estimulante como desvestirse poco a poco o como la picardía de una ropa interior de encaje. Que Ursuul la tomara por una seductora ineficaz, que la creyera una ramera, que pensase lo que quisiera de ella, siempre que fuera a distancia. Además, no pensaba darle a ningún hombre la satisfacción de verla echarse atrás. Sintió las miradas de todos los cortesanos, asesores, vürdmeisters, criados y centinelas del salón. No le importaba. Su desnudez era su armadura. Cegaba a los necios babosos. Mientras tuvieran su cuerpo delante, no verían nada más.

Garoth Ursuul volvió a mirarla de arriba abajo, sin dejar traslucir nada.

—No serías nada divertida —dijo el rey dios—. Ya eres una puta.

Por algún motivo, viniendo de aquel hombre horrible, las palabras escocieron. Estaba desnuda ante él, y el tipo había perdido por completo el interés. Había sido su intención desde el principio, pero aun así dolía.

—Todas las mujeres son unas putas —dijo Vi—, ya vendan su cuerpo o su sonrisa y encanto o sus años fértiles y la sumisión a un hombre. El mundo hace de la mujer una puta, pero la mujer pone sus condiciones. Santidad.

Su repentino estallido pareció divertir al rey dios, pero duró poco.

—¿Creías que no iba a ver lo que has hecho con mi centinela? ¿Te creías que podías escucharme a escondidas? ¿A mí?

—Por supuesto que sí —respondió Vi, pero en esa ocasión su jactancia era fingida.

«¿Me ha visto? ¿A través de la pared?» Sabía que debía aferrarse a su chulería o podría derretirse allí mismo en el suelo. Con el rey dios, quien quisiera ganar debía jugar como si despreciara la vida. Sin embargo, le constaba que algunos jugadores habían perdido.

Garoth Ursuul soltó una risilla, y sus cortesanos lo imitaron.

—Por supuesto que sí —dijo—. Me caes bien,
moulina
. No te mataré hoy. Pocas mujeres osarían plantar cara a un rey, no digamos a un dios.

—No soy como ninguna mujer que hayáis conocido —replicó Vi antes de poder contenerse.

La sonrisa del rey dios se marchitó.

—Tienes demasiado buen concepto de ti misma. Por eso, te domaré. Pero no hoy. Vuestro Sa’kagé nos está dando problemas. Ve a ver a tus amiguitos del hampa y descubre quién es el auténtico shinga. No quiero a ningún pelele. Descúbrelo, y mátalo.

Vi se sintió desnuda por primera vez. Su armadura flaqueó. Dios u hombre, Garoth Ursuul poseía una confianza titánica. Le había dicho que la domaría, pero no dudaba ni por un instante que le obedecería. No era un farol; no era arrogancia. Era el simple ejercicio de las prerrogativas de un poder inmenso. Los cortesanos pasaron a contemplarla como los perros bajo la mesa de un rey observan un apetecible pedazo de carne que podría caer al suelo. Vi se preguntó si el rey dios la entregaría a uno de ellos... o a todos.

—¿Sabías —dijo el rey dios— que eres bruja nata? Tienes «Talento», como decís los sureños. De modo que este será tu incentivo: si matas a ese shinga, lo consideramos tu prueba final, y no solo serás una maestra ejecutora, sino que además te adiestraré yo mismo. Te otorgaré poder mucho más allá de lo que Hu Patíbulo podría siquiera imaginar. Poder sobre él, si así lo deseas. Pero si me fallas... Bueno. —Sonrió con sus labios finos—. No falles. Ahora vete.

Vi partió con el corazón en un puño. El éxito significaba traicionar a su mundo. ¡Traicionar al Sa’kagé de Cenaria, la red de delincuencia organizada más temida de todo Midcyru! Significaba matar a su cabecilla por una recompensa que no estaba segura de desear. ¿Entrenar para convertirse en bruja con el mismísimo rey dios? Mientras el monarca le hacía su oferta, se había imaginado que sus palabras eran telarañas, que la pegaban a él cada vez con más fuerza. Había sido algo casi tangible, un hechizo que la envolvía como una red, retándola a resistirse. Sintió un mareo. La obediencia era la única posibilidad. Por malo que fuese el éxito, el fracaso no era una alternativa. Había oído los rumores.

—¡Vi! —la llamó el rey dios.

Se detuvo a medio camino de la puerta, sintiendo un escalofrío al oír su nombre en labios de aquel horror. Pero el rey dios sonreía; por vez primera sus ojos se pasearon por el cuerpo desnudo de la joven como harían los de un hombre. Algo voló como una sombra hacia ella y Vi agarró al vuelo el bulto de tela en un acto reflejo.

—Llévate tu vestido —dijo él.

Capítulo 6

—Me siento como si hubiese estado respirando serrín durante una semana —dijo Kylar.

—Agua de río. Cinco minutos —replicó Uly, seca, altiva.

Kylar luchó por abrir los ojos pero, cuando lo logró, siguió sin ver nada.

—Así que tú me has sacado. ¿Dónde estamos, Uly?

—Huele.

Se estaba haciendo la dura, lo que significaba que Kylar le había dado un susto de muerte. «¿Así es como actúan las niñas pequeñas?»

Inhaló media bocanada de aire antes de que el hedor le hiciera toser. Estaban en el cobertizo para botes que Mama K tenía en el Plith.

—No hay nada como las aguas negras calentitas en una noche fresca, ¿eh? —comentó Uly.

Kylar rodó sobre sí mismo.

—Creía que era tu aliento.

—Si yo huelo mal, tendrías que ver el aspecto que tienes tú —dijo la niña.

—Y tú tendrías que mostrar algo de respeto.

—Y tú tendrías que estar muerto. Duérmete.

—No te creas que estás mona cuando avasallas.

—Necesitas dormir. No sé qué pintan las vasallas.

Kylar se rió. Dolía.

—¿Lo ves? —dijo Uly.

—¿Tienes la daga?

—¿Qué daga?

Kylar la agarró por la pechera de la túnica.

—Ah, ¿esa que he tenido que sacarte del hombro con una palanca? —preguntó Uly.

No era de extrañar que le doliera el hombro. Nunca había visto a Uly tan respondona. Si no iba con cuidado con ella, la niña rompería a llorar. Una cosa era sentirse un idiota, y otra sentirse un idiota impotente.

—¿Cuánto tiempo he estado... inconsciente?

—Un día y una noche.

Maldijo para sus adentros. Era la segunda vez que Uly lo veía asesinado, con el cuerpo mutilado. La niña no había dudado en ningún momento de que Kylar regresaría de entre los muertos, y se alegraba. Le había prometido que lo haría, pero sin estar seguro. Lo único que sabía era que había vuelto una vez. El Lobo, el extraño hombre de ojos amarillos al que había conocido en el lugar situado entre la vida y la muerte, no le había garantizado nada. A decir verdad, en esa ocasión Kylar ni siquiera lo había visto. Había tenido la esperanza de plantearle unas preguntas, como de cuántas vidas disponía. ¿Y si solo eran dos?

—¿Y Elene? —preguntó.

—Ha ido a por el carro. Los centinelas que Jarl sobornó solo estarán de guardia una hora más.

¿Elene había ido sola a buscar el carro? Kylar estaba muy cansado. Notaba que Uly volvía a estar al borde de las lágrimas. ¿Qué clase de hombre hacía pasar por todo aquello a una niña? No era gran cosa como padre de repuesto, pero antes se creía mejor que nada.

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