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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (3 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—Trudana —dijo el rey dios antes de que ninguno de los dos acertara a hablar—, me has servido bien, pero podrías haberme servido mejor. Así pues, he aquí tu recompensa y tu castigo. —Le tendió las pajitas—. La corta está a tu izquierda.

La duquesa miró a los ojos de Garoth, oscurecidos por el vir, luego a las pajitas y por fin a su marido. Fue un momento imperecedero. Garoth sabía que la expresión de súplica de los ojos del duque perseguiría a Trudana de Jadwin mientras viviera. El rey dios no tenía ninguna duda sobre lo que escogería, pero era evidente que Trudana se creía capaz de sacrificarse.

Se armó de valor, estiró el brazo hacia la pajita corta y entonces se detuvo. Miró a su marido, apartó la vista y sacó la pajita larga para sí misma.

El duque aulló. Fue encantador. El sonido traspasó los corazones de todos los cenarianos del patio. Se diría que lo había afinado a la perfección para transmitir el mensaje del rey dios: este grito podría ser tuyo.

Mientras los nobles, incluida Trudana, rodeaban al duque con la muerte en los corazones, todos y cada uno de ellos sintiéndose condenados por participar pero haciéndolo de todas formas, el duque se volvió hacia su mujer.

—Te amo, Trudana —dijo—. Siempre te he amado.

Entonces se tapó la cara con la capa y desapareció bajo el martilleo sordo de los puños y los puntapiés.

El rey dios no pudo contener una sonrisa.

Mientras Trudana de Jadwin vacilaba sobre su elección, Kylar pensó que, si hubiese aceptado el encargo de Mama K, ese sería el momento perfecto para atacar. Todo el mundo tenía la vista puesta en la plataforma.

Kylar se había vuelto hacia el barón Kirof y estaba estudiando su expresión de pasmo y horror, cuando reparó en que solo había cinco guardias sobre la muralla que el barón tenía detrás. Volvió a contar enseguida: eran seis, pero uno de ellos sostenía un arco y un puñado de flechas.

Sonó un crujido seco en el centro del patio, y Kylar entrevió que la parte trasera de la plataforma de madera se quebraba y caía. Ascendió por los aires algo que despedía destellos fulgurantes de color. Mientras todos los demás lo miraban, Kylar apartó la vista. La bomba de centellas explotó con un pequeño estallido y un fogonazo enorme de luz blanca. Mientras cientos de civiles y soldados gritaban por igual, cegados, Kylar vio que el sexto guardia de la muralla tensaba su arco. Era Jonus Severing, un ejecutor con cincuenta muertos a sus espaldas. Una flecha con la punta dorada salió disparada hacia el rey dios.

El monarca se tapaba los ojos con las manos, pero a su alrededor ya brotaban escudos mágicos como si fuesen burbujas. La flecha dio contra el más exterior, se clavó y estalló en llamas al deshacerse el escudo. Ya había otro proyectil en camino, que atravesó el escudo exterior que se desintegraba y se clavó en el siguiente, más cercano a su blanco. Reventaron ese y otro; Jonus disparaba con asombrosa velocidad. Estaba utilizando su Talento para sostener las flechas sin usar en el aire de modo que, tan pronto como lanzaba una, la siguiente ya se acercaba a la punta de sus dedos. Los escudos estaban cayendo más deprisa de lo que el rey dios podía reformarlos.

La gente chillaba, cegada. Los cincuenta meisters repartidos por el patio levantaban escudos en torno a sí mismos, derribando a la gente que tenían alrededor.

El ejecutor que había estado escondido bajo la plataforma se subió a ella de un salto por el lado ciego del rey dios. Vaciló cuando brotó un último escudo tembloroso a meros centímetros de la piel de su objetivo, y Kylar vio que en realidad no era ningún ejecutor. Era un chico de unos catorce años, el aprendiz de Jonus Severing. El muchacho estaba tan concentrado en el rey dios que no mantuvo la postura baja ni el movimiento constante. Kylar oyó el chasquido de una cuerda de arco en las inmediaciones y vio caer al chico en el preciso instante en que estallaba el último escudo del rey dios.

La gente se abalanzaba hacia las salidas, pisoteando a sus vecinos. Varios meisters, todavía cegados y presa del pánico, lanzaban proyectiles verdes de forma indiscriminada hacia la muchedumbre y los soldados que los rodeaban. Uno de los guardaespaldas del rey dios intentó tirarlo al suelo para protegerlo. Aturdido, Garoth Ursuul malinterpretó el gesto y un martillo de vir lanzó al enorme montañés al otro extremo de la plataforma, atravesando el grupo de nobles.

Kylar se volvió para averiguar quién había matado al aprendiz de ejecutor. A menos de diez pasos de distancia estaba Hu Patíbulo, el carnicero que había asesinado a la familia entera de Logan de Gyre, el mejor ejecutor de la ciudad ahora que Durzo Blint había muerto.

Jonus Severing ya estaba huyendo, sin perder ni un momento en llorar a su aprendiz muerto. Hu disparó una segunda flecha, y Kylar la vio clavarse rauda en la espalda de Severing. El ejecutor cayó hacia delante desde lo alto de la muralla y se perdió de vista, pero Kylar no tenía duda de que estaba muerto.

Hu Patíbulo había traicionado al Sa’kagé, y acababa de salvar al rey dios. Kylar tenía el ka’kari en la mano antes de ser consciente siquiera de ello. «¿Qué pasa, no quería matar al cerebro de la destrucción de Cenaria, pero ahora voy a liquidar a un guardaespaldas?» Por supuesto, llamar guardaespaldas a Hu Patíbulo era como calificar a un oso de mascota, pero la idea general era cierta. Kylar volvió a esconder el ka’kari debajo de su piel.

Agachado para que Hu no le viera la cara, se unió a la multitud de cenarianos aterrorizados que salían en tropel por la puerta del castillo.

Capítulo 2

La mansión de los Jadwin había sobrevivido a los incendios que redujeron a escombros buena parte de la ciudad. Kylar llegó a la vigiladísima entrada delantera y los centinelas le abrieron el portillo sin mediar palabra. Kylar solo se había parado a quitarse el disfraz de curtidor y frotarse el cuerpo con alcohol para desembarazarse del olor, y estaba seguro de haber llegado antes que la duquesa, pero la noticia de la muerte del duque se le había adelantado. Los guardias llevaban tiras de tela negra atadas al brazo.

—¿Es cierto? —preguntó uno de ellos.

Kylar asintió y se dirigió hacia la cabaña donde vivían los Cromwyll, detrás de la mansión. Elene había sido la última huérfana acogida por la familia, y todos sus hermanos se habían marchado para trabajar en otros oficios o servir en otras casas. Solo su madre adoptiva seguía trabajando para los Jadwin. Desde el golpe, Kylar, Elene y Uly se habían instalado allí. Era su única opción, ya que todas las casas seguras de Kylar habían ardido o era imposible acceder a ellas. A él lo daban por muerto, de modo que no quería alojarse en ninguna casa segura del Sa’kagé, donde podrían reconocerlo. Además, estaban todas llenas hasta la bandera. Nadie quería andar por las calles cuando merodeaban las bandas de khalidoranos.

No había nadie en la cabaña, de modo que Kylar fue a la cocina de la mansión. Uly, de once años, estaba de pie sobre un taburete, inclinada sobre una cuba de agua con jabón, fregando sartenes. Kylar entró y con un solo movimiento la agarró bajo un brazo, le dio una vuelta por los aires mientras ella chillaba y la volvió a dejar en el taburete. Después la miró con cara muy seria.

—¿Has impedido que Elene se meta en líos como te encargué? —preguntó a la niña.

Uly suspiró.

—Lo he intentado, pero creo que esa mujer no tiene remedio.

Kylar se rió, y Uly también. A la niña la habían criado los sirvientes del Castillo de Cenaria, convencidos, por el bien de ella, de que era huérfana. En realidad era hija de Mama K y Durzo Blint. Durzo no se había enterado de su existencia hasta los últimos días de su vida, y Kylar le había prometido que cuidaría de la niña. Tras el mal trago inicial de explicarle que él no era su padre, las cosas habían ido mejor de lo que se esperaba.

—¿Que no tengo remedio? Ya te enseñaré yo lo que no tiene remedio —dijo una voz.

Elene apareció con un enorme caldero con los restos pegados del estofado del día anterior, que dejó junto a la pila de platos de Uly.

La niña soltó un gemido y Elene se rió con sorna. Kylar se maravilló ante lo mucho que había cambiado en apenas una semana, aunque tal vez el cambio se había obrado en su manera de verla. Elene seguía teniendo las gruesas cicatrices que Rata le había dejado de niña: una X sobre sus labios carnosos, otra en la mejilla y una medialuna que trazaba una curva desde una ceja hasta la comisura de la boca. Sin embargo, Kylar casi no reparaba en ellas. Lo que veía era una piel radiante, unos ojos luminosos de inteligencia y felicidad, y una sonrisa ladeada no por una cicatriz sino por la próxima travesura que estuviera tramando. Encima, que una mujer pudiera estar tan guapa vestida con las humildes prendas de lana de una sirvienta y un delantal, constituía uno de los grandes misterios del universo.

Elene descolgó otro delantal de un gancho y miró a Kylar con un destello depredador en los ojos.

—Ah, no. Yo, no —protestó él.

Elene le pasó el cuello del delantal por la cabeza y lo acercó a su cuerpo con movimientos lentos y seductores. Tenía la vista puesta en los labios de Kylar, y él no pudo evitar quedarse mirando los de ella mientras se los humedecía con la lengua.

—Creo —dijo Elene en voz baja, deslizándole las manos por los costados— que...

Uly tosió sonoramente, pero ninguno de los dos le hizo caso.

Elene lo atrajo hacia sí, le puso las manos en la parte baja de la espalda y alzó un poco la boca; su aroma inundó el olfato de Kylar.

—... así está mucho mejor. —Elene anudó las dos tiras del delantal a su espalda, soltó a Kylar de golpe y se apartó hacia atrás—. Ahora puedes ayudarme. ¿Prefieres cortar las patatas o las cebollas?

Ella y Uly se rieron de su expresión indignada.

Kylar saltó adelante y Elene intentó esquivarlo, pero él usó su Talento para agarrarla. Había estado practicando durante la semana anterior y, aunque de momento solo podía proyectar su poder a un paso más allá de sus brazos, en esa ocasión fue suficiente. Tiró de Elene y la besó. Ella apenas fingió que oponía resistencia antes de devolverle el beso con el mismo fervor. Por un instante, el mundo se redujo a la blandura de los labios de Elene y el tacto de aquel cuerpo apretado contra el suyo.

En algún lugar, Uly empezó a fingir que vomitaba ruidosamente. Kylar estiró un brazo y con un manotazo lanzó agua de fregar hacia el punto donde estaba aquel incordio. Las arcadas se interrumpieron de golpe por un gritito. Elene se zafó de Kylar y se tapó la boca en un intento de no reírse.

Kylar había conseguido empapar por completo la cara de Uly, que alzó la mano y le salpicó a modo de revancha. Kylar dejó que el agua lo alcanzara. Luego revolvió el pelo mojado de la niña, algo que ella detestaba, y dijo:

—Vale, canija, me lo merecía. Ahora estamos en paz. ¿Dónde están esas patatas?

Se dejaron llevar apaciblemente por la rutina del trabajo de cocina. Elene le preguntó qué había visto y descubierto y Kylar, aunque en ningún momento dejó de vigilar por si alguien los escuchaba, le contó con pelos y señales que había espiado al barón y presenciado impotente el intento de magnicidio. Comentar la jornada era, quizá, lo más aburrido que podía hacer una pareja, pero Kylar se había visto privado durante toda su vida de los lujos aburridos del amor cotidiano. Poder compartir, decir la verdad sin más a una persona a quien le importaba, era para él algo valioso hasta extremos incalculables. Durzo le había enseñado que un ejecutor debía ser capaz de dejarlo todo en cualquier instante. Un ejecutor siempre está solo.

De modo que ese momento, esa sencilla comunión, era el motivo de que Kylar hubiese abandonado el camino de las sombras. Durante más de media vida había entrenado sin descanso para convertirse en la máquina de matar perfecta. Ya no quería matar más.

—Necesitaban a un tercer hombre para el trabajo —dijo Kylar—. Para que actuara de vigía y pudiese apuñalar en caso necesario. Podríamos haberlo conseguido. Su sincronización ha sido buenísima. Un segundo de diferencia y se habrían salido con la suya, aun siendo solo dos. Si hubiera estado yo allí, tanto Hu Patíbulo como el rey dios estarían muertos. Tendríamos cincuenta mil gunders. —Un pensamiento oscuro lo hizo detenerse—. «Gunders.» Supongo que dejarán de llamarlos así, ahora que todos los Gunder han muerto. —Suspiró.

—Quieres saber si hiciste lo correcto —dijo Elene.

—Sí.

—Kylar, siempre habrá personas tan malas que pensemos que merecen morir. En el castillo, cuando Roth te estaba... haciendo daño, estuve en un tris de matarlo yo misma. Si hubiese pasado tan solo un poquito más de tiempo... no sé. Lo que sí sé, porque me lo contaste, es lo que matar provoca en tu alma. Da igual el bien que parezca hacerle al mundo, a ti te destruye. Eso no puedo presenciarlo, Kylar. No lo haré. Me importas demasiado.

Era la única condición que Elene imponía para dejar la ciudad con Kylar: que renunciase a matar y a la violencia. Kylar todavía se sentía muy confuso. No sabía si el camino de Elene era el correcto, pero había visto lo suficiente para estar seguro de que el de Durzo y Mama K no lo era.

—¿De verdad crees que la violencia engendra violencia? ¿Que al final morirán menos inocentes si renuncio a matar?

—Lo creo de verdad —respondió Elene.

—De acuerdo —dijo Kylar—. Entonces hay un trabajo que debo terminar esta noche. Si no surgen imprevistos podremos partir mañana por la mañana.

Capítulo 3

El Ojete del Infierno no era lugar para un rey. Resultaba apropiado que el Agujero, como también se lo conocía, estuviera en el extremo inferior del calabozo que los cenarianos llamaban las Fauces. La entrada a las Fauces era un rostro demoníaco labrado en vidrio volcánico negro. Los prisioneros entraban directamente por la boca abierta, y bajaban una rampa que a menudo estaba resbaladiza a causa de las vejigas aflojadas por el miedo. Dentro del Agujero en sí, el arte de los talladores había sido innecesario, cediendo el puesto al puro miedo visceral que inspiraban los espacios angostos, la oscuridad, las alturas, el escalofriante aullido del viento que surgía de las profundidades y la certeza de que todo preso con quien se compartiera el Agujero había sido considerado indigno de una muerte limpia. En el Ojete del Infierno imperaba un calor incesante y un hedor a azufre y residuos humanos en sus tres variedades: el de las heces, el de la muerte y el de la carne sin lavar. Había una única antorcha, muy alta, al otro lado de la reja que separaba a los animales humanos del resto de los prisioneros de las Fauces.

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