Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Deberías dormir —dijo la niña, haciendo todo lo posible por sonar brusca de nuevo.
—Asegúrate de... —Le dolía tanto todo que no pudo ni completar el pensamiento, y mucho menos la frase.
—Cuidaré de ti, no te preocupes —dijo Uly.
—¿Uly?
—¿Sí?
—Hiciste un buen trabajo. Un trabajo fantástico. Estoy en deuda contigo. Gracias. Lo siento.
Casi percibió cómo el aire alrededor de la niña se ponía tibio y empalagoso. Gimió. Quería decir algo ingenioso y malicioso como habría hecho Durzo, pero antes de encontrar las palabras cayó dormido.
Cuando Kaldrosa Wyn llegó a la parte de atrás de la Taberna de la Buscona a mediodía, ya había doscientas mujeres haciendo cola ante el burdel. Dos horas más tarde, cuando la cola empezó a avanzar, eran el triple. Las mujeres formaban un grupo heterogéneo como solo podía ofrecerlo las Madrigueras: desde ratas de hermandad que no pasaban de los diez años y, aun sabiendo que Mama K no las contrataría, estaban tan desesperadas que acudían de todas formas, hasta mujeres que habían vivido en la rica orilla oriental apenas un mes atrás pero, al perder sus hogares en los incendios, habían acabado en las Madrigueras. Algunas de esas últimas lloraban; otras tenían la mirada ausente y se arrebujaban en sus chales. Un último grupo lo formaban las conejas de toda la vida, que reían y bromeaban con sus amigas.
Trabajar para Mama K era la ocupación más segura que podía conseguir una chica de alquiler. Intercambiaban entre ellas anécdotas sobre cómo se las veía la maestra de los placeres con su nueva clientela khalidorana. Se decía que, cuando los muy sádicos hacían daño a alguna, tenían que pagar monedas de plata suficientes para cubrir el morado. Una chica afirmaba que tenían que ser coronas, pero nadie la creyó.
Cuando la duquesa Terah de Graesin (el viejo duque, su padre, había muerto en el golpe) sacó a la resistencia de la ciudad, todos sus seguidores prendieron fuego a sus comercios y hogares. Los incendios, por supuesto, no se apagaron cuando hubieron devorado las propiedades de los huidos. Millares de entre los que se habían quedado perdieron su casa. Fue incluso peor en las Madrigueras, donde los pobres vivían hacinados como el ganado. Habían muerto centenares de personas. Los fuegos habían ardido durante días.
Los khalidoranos querían que el lado este fuera productivo lo antes posible. Consideraron un incordio a quienes se habían quedado sin hogar, de modo que los soldados los desplazaron a la fuerza a las Madrigueras. Los nobles y artesanos desposeídos habían protestado como desesperados, pero la desesperación no cambiaba nada. Ser expulsado a las Madrigueras era una condena a muerte.
Durante el último mes, el rey dios había permitido que sus soldados hicieran lo que se les antojara en las Madrigueras. Los hombres campaban en manadas para saciar cualquier apetencia que les motivase. Entonando aquella maldita oración a Khali, violaban, mataban o robaban las escasas pertenencias de los conejos sin otro fin que lanzarlas al río y echarse unas risas. Parecía que la situación no podía empeorar pero, tras el intento de asesinato, lo había hecho.
Los khalidoranos habían recorrido las retorcidas calles de las Madrigueras de forma organizada, manzana por manzana. Hacían que las madres escogieran cuáles de sus hijos vivirían y ejecutaban a los demás. Violaban a las mujeres delante de sus familias. Los brujos se entregaban a juegos enfermizos en los que hacían volar partes del cuerpo por los aires. Cuando alguien ofrecía resistencia, hacían redadas y ejecutaban en público a docenas de personas.
Corrían rumores sobre escondrijos seguros en las profundidades de las Madrigueras, bajo tierra, pero solo quienes tuvieran buenos contactos en el Sa’kagé podían entrar en ellos. Todo el mundo tenía escondites, pero los soldados llegaban noche tras noche, y a veces también de día. Era solo cuestión de tiempo que pillaran a cualquiera. La belleza se había convertido en una maldición. Muchas de las mujeres que tenían amantes, maridos o incluso hermanos que las protegiesen los habían perdido. La resistencia acarreaba la muerte.
Así pues, las mujeres acudían a los burdeles de Mama K porque eran los únicos lugares seguros de las Madrigueras. Ya que iban a violarte, pensaban muchas, por lo menos que te pagaran por ello. Además, al parecer los burdeles seguían funcionando bien. Algunos khalidoranos preferían evitar los riesgos de adentrarse en las Madrigueras. Otros simplemente preferían asegurarse de que se acostarían con una mujer limpia y de buen ver.
Sin embargo, a los burdeles ya no les quedaban muchas plazas libres... y nadie quería conjeturar por qué tenían esas pocas.
Kaldrosa había aguantado tanto como había podido. No habría debido acabar así. Aquel vürdmeister, Neph Dada, la había contratado precisamente porque era una antigua pirata sethí que había quedado varada en las Madrigueras hacía mucho. Llevaba diez años sin navegar, y nunca había sido capitana, a pesar de lo que le había contado a aquel vürdmeister, pero sí era sethí y había prometido que podría capitanear un navío khalidorano a través del archipiélago de los Contrabandistas y remontar el río Plith hasta el castillo. A cambio, le dejarían quedarse con el barco.
Se le había antojado una buena paga por un trabajillo desagradable. Kaldrosa Wyn no sentía lealtad hacia Cenaria, pero trabajar para los khalidoranos echaba atrás al más pintado.
Quizá hasta habrían cumplido su parte del trato y le habrían regalado aquel cascarón de barcaza que no valía ni los clavos que lo sujetaban. Quizá hasta habría podido reunir una tripulación... si no fuera porque algún hijo de puta le había hundido el barco durante la invasión.
Había alcanzado la orilla a nado, que era más de lo que podía decir de los doscientos guerreros con armadura a los que transportaba, que a esas alturas eran comida para los peces. Tras cuatro violaciones y dos palizas a Tomman que lo habían dejado medio muerto, allí estaba.
—¿Nombre? —preguntó la chica de la puerta, que sostenía una pluma y un papel. Debía de tener dieciocho años, una buena década menos que Kaldrosa, y era despampanante: el pelo y los dientes perfectos, las piernas largas, la cintura minúscula, los labios sensuales y un aroma dulce y almizclado que hizo pensar a Kaldrosa en cómo debía de apestar ella. Desesperó.
—Kaldrosa Wyn.
—¿Ocupación o talentos especiales?
—Fui pirata.
La chica se animó.
—¿Sethí?
Kaldrosa asintió, y la chica la mandó al piso de arriba. Al cabo de otra media hora, entró en uno de los pequeños dormitorios.
La mujer que lo ocupaba también era joven y bella. Rubia, menuda pero curvilínea, con los ojos grandes y una ropa increíble.
—Soy Daydra. ¿Has trabajado las sábanas alguna vez?
—Supongo que no te refieres a velas de barco.
Daydra soltó una risita, y hasta eso fue hermoso.
—Toda una pirata, ¿eh?
Kaldrosa se tocó los anillos de su clan, cuatro aretes en semicírculo que le marcaban el pómulo izquierdo.
—El clan Tetsu, de la isla de Hokkai.
Indicó con un gesto la cadena de capitana que llevaba... y que se había puesto en cuanto le encargaron el trabajo para Khalidor. Había optado por la mejor cadena de plata en espiga que se pudo permitir. Trazaba una curva desde su lóbulo izquierdo hasta el más bajo de sus anillos de clan. Era una cadena de capitán mercante, de capitán mercante de orígenes humildes. Los capitanes militares y los piratas más osados llevaban una cadena engarzada de lóbulo a lóbulo por detrás de la cabeza, para que hubiese menos posibilidades de que se la arrancaran en combate.
—Una capitana pirata —añadió—, pero nunca me atraparon. Si te pillan, o te cuelgan o te arrancan los anillos y te destierran. La gente no se pone de acuerdo sobre qué es peor.
—¿Por qué lo dejaste?
—Tuve un encontronazo con un cazapiratas real sethí unas horas antes de una tormenta. Él salió casi tan mal parado como nosotros, pero la tempestad nos hizo encallar contra las rocas del archipiélago de los Contrabandistas. Desde entonces he ido trampeando con lo que he podido. —Kaldrosa no mencionó que «lo que he podido» incluía casarse y trabajar para Khalidor.
—Enséñame las tetas.
Kaldrosa deshizo los lazos y, sacudiendo los hombros, se bajó el corpiño.
—Caray —dijo Daydra—. Muy bien. Creo que servirás.
—Pero si sois todas guapísimas —objetó Kaldrosa. Por estúpido que fuera protestar, no podía creerse que su suerte estuviera cambiando.
Daydra sonrió.
—No nos faltan preciosas. Todas y cada una de las chicas de Mama K tienen que ser guapas, y tú lo eres. Lo que aportas es exotismo. Mírate. Anillos de clan, piel aceitunada... ¡Hasta tienes morenas las tetas!
Kaldrosa se alegró de haberse obstinado en no cubrirse el torso en su barco para que los soldados khalidoranos la mirasen como pasmarotes. Se había quemado de mala manera, pero su piel se había oscurecido y el bronceado no había desaparecido aún.
—No sé cómo has conseguido ese color —dijo Daydra—, pero tendrás que mantenerlo, y hablar como una pirata. Si quieres trabajar para Mama K, tendrás que ser la pirata sethí. ¿Tienes marido o amante?
Kaldrosa vaciló.
—Marido —reconoció—. La última paliza casi lo mata.
—Si te dedicas a esto, nunca lo recuperarás. Un hombre puede perdonar a una mujer que deje la calle por él, pero jamás perdonará a la que se meta a puta por él.
—Vale la pena —dijo Kaldrosa—. Para salvarle la vida, vale la pena.
—Otra cosa. Porque tarde o temprano lo preguntarás. No sabemos por qué los paliduchos lo hacen. Todos los países tienen sádicos que disfrutan haciendo daño a las chicas de alquiler, pero esto es diferente. Algunos se lo pasan bien primero y no te pegan hasta después, como si les diera vergüenza. Otros no te hacen ningún daño pero más tarde fanfarronean de que lo han hecho y pagan las multas de Mama K sin protestar. Pero siempre pronuncian las mismas palabras. ¿Las has oído?
Kaldrosa asintió.
—¿
Khali vas
, y no sé qué más?
—Es khalidorano antiguo, un conjuro o una plegaria o algo así. No le des más vueltas. No les busques excusas. Son unos animales. Te protegeremos lo mejor que podamos y ganarás dinero, pero tendrás que aguantarlos todos los días. ¿Te ves capaz?
A Kaldrosa se le formó un nudo en la garganta, de modo que volvió a asentir.
—Pues ve a ver al maestro Piccun y dile que quieres tres conjuntos de chica pirata. Que acabe de tomarte las medidas antes de echarte un polvo.
Kaldrosa alzó las cejas.
—A menos que eso te suponga un problema.
—Tú no crees que vayamos a tener ningún problema, ¿verdad? —preguntó Elene. Estaban tumbados en el carro, pasando una última noche bajo las estrellas después de tres semanas de camino. Al día siguiente entrarían en Caernarvon y su nueva vida.
—Dejé todos mis problemas en Cenaria. Bueno, menos los dos que se me han colado en el carro —dijo Kylar.
—¡Oye! —exclamó Uly. Aunque era tan espabilada como su madre, Mama K, seguía teniendo once años y era fácil picarla.
—¿Cómo que nos hemos colado? —dijo Elene, incorporándose sobre un codo—. Si mal no recuerdo, este es mi carro.
Eso era verdad. Jarl les había regalado el carro y Mama K lo había cargado de hierbas con las que Kylar podría abrir una herboristería. Quizá en deferencia a las sensibilidades de Elene, la mayoría eran legales.
—Si alguien se ha colado en el carro, eres tú.
—¿Yo? —preguntó Kylar.
—Estabas dando un espectáculo tan penoso que me entró vergüenza ajena. Lo único que quería era que dejases de suplicar.
—Caramba, y yo que pensaba que eras una pobre e indefensa... —empezó Kylar.
—Pues ya sabes que no —lo atajó Elene, satisfecha, mientras volvía a arroparse entre las mantas.
—Vaya si lo sé. Tienes tantas defensas que un hombre estaría de suerte si te hincara el diente una vez en mil años —dijo Kylar con un suspiro.
Elene profirió un grito ahogado y se sentó.
—¡Kylar Thaddeus Stern!
Kylar soltó una risilla.
—¿Thaddeus? Esa sí que es buena. Una vez conocí a un Thaddeus.
—Yo también. Era tonto de remate.
—¿De verdad? —preguntó Kylar, con expresión pícara—. El que conocí yo era famoso por el tamaño gigantesco de su...
—¡Kylar! —interrumpió Elene, haciendo una seña hacia Uly.
—¿El tamaño gigantesco de su qué? —preguntó la niña.
—Ahí lo tienes —dijo Elene—. ¿Qué era eso tan gigantesco, Kylar?
—Los pies. Y ya sabes lo que dicen sobre los pies grandes. —Le hizo un guiño lascivo a Elene.
—¿Qué? —preguntó Uly.
—Zapatos grandes —respondió Kylar. Se acomodó entre sus mantas, tan satisfecho como lo había estado Elene unos momentos antes.
—No lo entiendo —protestó Uly—. ¿Qué significa, Elene?
Kylar rió maliciosamente.
—Te lo contaré cuando seas mayor —dijo Elene.
—No quiero saberlo cuando sea mayor. Quiero saberlo ahora —insistió Uly.
Elene no le respondió. En lugar de eso, pegó un puñetazo en el brazo a Kylar, que gruñó.
—¿Ahora vais a pelearos? —preguntó Uly. Había salido de entre sus mantas y se había sentado entre ellos—. Porque siempre acabáis besándoos. Es asqueroso. —Hizo una mueca e imitó el ruido de unos besos húmedos.
—Nuestro pequeño anticonceptivo —dijo Kylar. Aunque quería mucho a Uly, estaba convencido de que era el único motivo de que, habiendo pasado tres maravillosas semanas de ruta con la mujer que amaba, siguiera siendo virgen.
—¿Lo haces otra vez? —pidió Elene a Uly, riendo y atajando con astucia la pregunta de qué era un anticonceptivo.
Uly volvió a esbozar su mueca y hacer sonar los besos, y al cabo de poco los tres se deshacían en carcajadas que dieron paso a una pelea de cosquillas.
Después, con agujetas de tanto reírse, Kylar escuchó la respiración de las chicas. Elene tenía el don de caer dormida en cuanto su cabeza tocaba una almohada, y Uly no le iba a la zaga. Esa noche, el insomnio de Kylar no era una maldición. Sentía que su piel misma resplandecía de amor. Elene se revolvió y apretó la cara contra su pecho. Kylar inhaló el aroma fresco de su pelo. No recordaba haberse sentido tan bien, tan aceptado, en toda su vida. Elene acabaría babeándole encima, sin duda, pero no le importaba. De algún modo la baba se volvía entrañable cuando era de Elene.