Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
No era de extrañar que asquearan a Uly. Era penoso de verdad. Sin embargo, por primera vez en su vida, Kylar se sentía un buen hombre. Siempre había sido bueno en algunas cosas, como forzar cerraduras, escalar, esconderse, luchar, envenenar, disfrazarse y matar. Sin embargo, nunca se había sentido bueno hasta Elene. Cuando ella lo miraba, el Kylar que veía reflejado en sus ojos no era repulsivo. No era un asesino: era el padre adoptivo que tenía peleas de cosquillas con una niña de once años; era el amante que decía a Elene que era bella y se lo hacía creer por primera vez en su vida; era un hombre con algo que dar.
Ese era el hombre que Elene veía cuando lo miraba. Creía tantas cosas buenas sobre él que Kylar alternaba entre creérselas a su vez y pensar que Elene estaba completamente loca. Sin embargo, sentaba de maravilla dejarse convencer.
Al día siguiente llegarían a Caernarvon y, durante una temporada, se quedarían en casa de la tía de Elene, Mia. Con su ayuda, ya que era una partera entendida en hierbas, Kylar montaría una pequeña herboristería. Después superaría las cada vez más tenues objeciones de Elene a la fornicación y dejaría atrás para siempre el camino de las sombras.
Después de quizá doce días, quizá quince, quizá no fueran tantos aunque lo pareciera, Logan por fin sucumbió y cayó dormido. En sueños, oyó voces. Susurraban pero, en el entorno de piedra del Agujero, todos los susurros llegaban lejos.
—Tiene un cuchillo.
—Si vamos todos a por él, da lo mismo. ¡Mira cuánta carne tiene!
—No grites —dijo alguien.
Logan sabía que debía moverse, comprobar si conservaba el cuchillo, levantarse, pero estaba demasiado cansado. No podía aguantar despierto para siempre. Era demasiado difícil.
Le pareció oír una voz de mujer, que gritaba contra una mano que le tapaba la boca. Sonó una bofetada y los gritos cesaron. Después se oyó otra bofetada, y luego otra y otra más.
—Para, Fin. Si matas a Lilly, te destripamos, cojones. Es la única rajita que tenemos.
Fin imprecó al Napias y dijo:
—Vuelve a gritar, zorra, y te arranco el pelo y las uñas. No te hacen falta para follar. ¿Entendido?
Entonces la voz se desvaneció, lo mismo que el calor, el aullido y el hedor, y Logan empezó a soñar de verdad. Soñó con su noche de bodas. Estaba casado con una chica a la que apenas conocía pero, a medida que hablaba en su alcoba, tan nervioso como la hermosa quinceañera que tenía delante, sintió florecer en su corazón una repentina esperanza. Aquella chica era una mujer a la que podía amar y que, inexplicablemente, era suya. Jenine sería su esposa y, algún día, su reina, y sabía que podría amarla.
«Jenine ha muerto. No sigas.»
Vio en los grandes ojos de la chica que ella también podría amarlo, que su lecho nupcial no sería un deber, sino una fuente de gozo. Las mejillas de Jenine se ruborizaron cuando la miró como a su esposa. Los ojos de Logan la reclamaron, no con arrogancia, sino con confianza y dulzura, aceptándola y recreándose en su belleza. Cuando la envolvió con sus brazos y la acercó hacia sí, ella se plegó sobre él. Tenía los labios calientes.
Entonces, se diría que apenas un segundo después, mientras seguían besándose, quitándose la ropa uno al otro, se oyó un atronar de pies en la escalera que llevaba a su habitación. Logan estaba apartándose de ella cuando abrieron la puerta por la fuerza y unos soldados khalidoranos irrumpieron en la alcoba...
Logan abrió los ojos de golpe y lanzó los puños mientras varios cuerpos aterrizaban sobre él.
Como pelea, aquella fue patética. Logan llevaba dos semanas sin comer, de modo que estaba débil como un cachorrillo. Por otra parte, el resto de los reclusos, aparte del festín de carne que se habían dado hacía unas semanas, llevaban meses o años subsistiendo a base de pan y agua. Eran sombras demacradas y huecas de los hombres que habían sido, por lo que la pelea discurrió con lentitud y torpeza.
Logan se quitó a un hombre de encima y dio a otro un puñetazo en la mandíbula, pero otros dos los sustituyeron en el acto, con la carne resbaladiza y enfangada por la mugre y el sudor. Fin se arrojó sobre su cadera mientras Jake le arañaba la cara con sus largas uñas. Logan se desembarazó de otro preso, se puso en pie con un gran esfuerzo y se quitó de encima a Jake, que salió disparado.
El hombre cayó por el agujero y desapareció.
En ese mismo momento, la pelea se dio por terminada.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el Napias—. Con lo bien que nos hubiese venido la carne. Serás cabrón, mira que desperdiciar así la carne.
Durante un momento, la furia de los presos se reavivó y Logan pensó que volverían a atacarle. Bajó la mano a la cintura para sacar el cuchillo. No estaba.
Al otro lado del Agujero, Fin lo miró. Se hurgó en las encías ensangrentadas por el escorbuto con la punta del cuchillo. Ahora el tiempo corría de su parte.
Logan había creído que los ojeteros no tenían sociedad, pero se equivocaba. Allí abajo también había bandos. Los ojeteros se dividían entre animales y monstruos, entre débiles y fuertes. Fin encabezaba a los animales, quienes observaban un escalafón acorde en líneas generales con sus crímenes: primero los asesinos, luego los violadores, los esclavistas y los pedófilos. Los monstruos eran Yimbo, un ceurí huesudo y pelirrojo al que habían cortado la lengua; Tatu, un lodricario pálido cubierto de tatuajes que podía hablar pero no lo hacía nunca, y el Chirríos, un débil mental contrahecho con los hombros enormes, la columna torcida y los dientes afilados y puntiagudos. Los monstruos sobrevivían solo gracias al miedo que les tenían los demás y por su disposición a la lucha.
En ese momento, como estaban todos hambrientos, esa tenue sociedad empezaba a desintegrarse. Logan no tenía amigos, ni cuchillo ni lugar. Entre los animales, era un lobo sin manada. Entre los monstruos, un perro que había perdido su diente de acero.
Había intentado ver a los presos como a hombres. Hombres degradados, humillados, envilecidos y malvados, pero hombres. Intentaba ver en ellos algo bueno, algún reflejo en su interior de los dioses o el Dios que los había creado. Sin embargo, en las sombras del Agujero, solo veía animales y monstruos.
Fue a sentarse junto al Chirríos. El hombre le dedicó una sonrisa bobalicona que sus dientes afilados volvían horripilante.
Entonces se oyó un sonido que paralizó a todos. Resonaban unos pasos por el pasillo de encima del Ojete. Logan se escondió bajo el único saliente que podía ocultarlo en el mismo momento en que una cara iluminada por una antorcha aparecía sobre ellos.
—Será posible —dijo el guardia. Tenía el pelo moreno y era pálido y corpulento, con la nariz rota, a todas luces khalidorano.
El hombre abrió la reja pero no perdió de vista a los presos que tenía cinco metros más abajo. Fin ni siquiera desenrolló sus cuerdas.
—Pensaba que a estas alturas unos cuantos ya habríais muerto —dijo el guardia—. Se me ha ocurrido que tendríais un hambre de perros. —Echó mano a un saco y extrajo una gran hogaza de pan. Todos los presos lo miraron con tanto anhelo que rompió a reír—. Muy bien, ahí va.
El guardia les lanzó el pan, pero cayó al agujero.
Los prisioneros prorrumpieron en gritos, creyendo que era un error. El carcelero sacó otra hogaza y también la tiró al agujero. Los reclusos, hasta Fin y Lilly, se apelotonaron en torno al orificio. El siguiente pan rebotó en la punta de los dedos del Napias, que casi cayó detrás de él.
El guardia se rió. Cerró la reja y se alejó silbando una alegre melodía. Varios de los presos rompieron a llorar.
No regresó. Los días transcurrieron como una agonía. Logan jamás se había sentido tan débil.
Pasaron cuatro noches, si es que la palabra significaba algo; Logan consideraba noche el tiempo en que dormían casi todos los ojeteros, y ellos decían que era mediodía cuando los vientos aullaban con más fuerza. Esa cuarta noche, Fin rebanó el pescuezo a uno de sus pedófilos. En unos instantes, todo el mundo estaba despierto y luchando por el cuerpo. Cuando el Napias empezó a golpear al Chirríos para que el hombre soltase cierto pedazo sanguinolento que Logan prefirió no identificar, el retrasado dejó caer la carne y lo atacó. El Napias intentó quitárselo de encima, pero el Chirríos lo manejó como si fuera un niño. Apartó sus brazos a los lados y le hundió los dientes afilados en el cuello.
En la pelea que estalló por los despojos, una pierna entera se desprendió y aterrizó al lado de Logan. Cuando el Costras se acercó a por ella, Logan la aferró. Para su propio horror, miró fijamente al Costras hasta que el tipo cedió y se fue.
Logan se llevó la pierna a la pared y lloró, porque por mucho que la mirase solo veía carne.
Comparado con Cenaria, Caernarvon era el paraíso. Allí no había Madrigueras, ni brecha insalvable entre ricos y pobres, ni ejército de ocupación, ni peste a ceniza y muerte, ni miradas perdidas de desesperación. La capital de Waeddryn había florecido bajo una línea sucesoria ininterrumpida de veintidós reinas.
«Veintidós reinas.» La idea resultaba extraña para Kylar, hasta que cayó en la cuenta de que Mama K llevaba más de veinte años rigiendo los destinos del Sa’kagé y las calles de Cenaria.
—Declarad el motivo de vuestra visita —dijo el centinela de la puerta de la ciudad, echando un vistazo a su carro. Allí la gente era más alta que los cenarianos, y Kylar nunca había visto a tantas personas con los ojos azules o un pelo de colores tan brillantes, desde el blanco hasta el rojo encendido.
—Compro y vendo hierbas medicinales. Venimos para abrir una herboristería —dijo Kylar.
—¿De dónde venís?
—De Cenaria.
El guardia reflexionó.
—Dicen que la cosa está muy fea por ahí. Si os instaláis en el lado sur, andaos con cuidado. Hay un par de barrios duros en esa... —Dejó la frase en el aire al reparar por primera vez en las cicatrices del rostro de Elene.
Con más rapidez de la que habría creído posible, Kylar sintió que lo invadía la furia. Las cicatrices de Elene eran lo único que estropeaba una belleza por lo demás perfecta. Una sonrisa radiante, unos ojos castaño oscuro que contradecían la aburrida fealdad de la palabra «castaño», ojos que solo un poeta podría describir de manera adecuada y solo una legión de bardos podrían alabar como merecían, una piel que suplicaba que la tocaran y unas curvas que lo exigían. «Con todo eso, ¿cómo puede ver solo cicatrices?» Sin embargo, si decía cualquier cosa únicamente provocaría una escena. El guardia parpadeó.
—Hum, adelante —dijo.
—Gracias.
A Kylar no le preocupaba el Sa’kagé de Caernarvon. Eran, sin excepción, delincuentes de poca monta: atracadores, rateros, prostitutas callejeras y corredores de apuestas en los reñideros de perros y de toros. Hasta había varios burdeles y garitos de juego que hacían sus negocios sin estar afiliados a él. La pandilla callejera de la infancia de Kylar estaba más organizada que la delincuencia de aquella ciudad.
Atravesaron la capital mirando boquiabiertos como pueblerinos la gente y los monumentos. Caernarvon se encontraba en la confluencia de los ríos Wy, Rojo y Zarzamora, y sus calles eran un hervidero de comercios y de ese variopinto caudal de personas que fluye con el dinero. Se cruzaron con sethíes de tez morena y rasgos marcados, vestidos con pantalones anchos y cortos y túnicas blancas, con ceuríes pelirrojos que llevaban dos espadas y tenían la extraña costumbre de trenzarse mechones multicolores de pelo ajeno en la cabellera, con un puñado de ladeshianos y hasta con un ymmurí de ojos almendrados. Lo convirtieron en un juego; señalaban con disimulo e intentaban adivinar de dónde era cada cual.
—¿Qué me decís de ese? —preguntó Uly, señalando a un hombre anodino vestido con sobrias prendas de lana. Kylar arrugó la frente.
—Eso, a ver, listillo —dijo Elene con una sonrisa pícara—. Y no señales, Uly.
El hombre no tenía características destacables. No llevaba tatuajes, su túnica y sus calzones eran los normales en Caernarvon, lucía el pelo castaño corto y no tenía la nariz patricia de los modainíes ni ningún otro rasgo distintivo; ni siquiera su piel, bastante bronceada, que podría proceder de media docena de países.
—Ah —dijo Kylar—. Alitaerano.
—Demuéstralo —dijo Elene.
—Solo los alitaeranos parecen tan encantados de conocerse.
—No me lo creo.
—Pregúntale —propuso Kylar.
Elene negó con la cabeza y se echó atrás con repentina timidez.
—¡Eh, jefe! —gritó Uly cuando pasaron por delante de él con el carro—, ¿de dónde vienes?
—¡Uly! —la reprendió Elene, que no sabía dónde meterse.
El hombre se volvió y se puso muy derecho.
—Provengo de Alitaera, la mayor nación de todo Midcyru por la gracia del Dios.
—De los dioses, querrás decir —terció el waeddrynés con el que estaba regateando.
—No; a diferencia de vosotros, perros waeddryneses, los alitaeranos decimos lo que pensamos —replicó el mercader y, al momento, se enzarzaron en una discusión sobre religión y política que relegó a Uly a un segundo plano.
—La verdad es que soy la pera —observó Kylar.
Elene gimió.
—Probablemente tú también eres alitaerano.
Kylar rió, pero ese «probablemente» le sentó mal. «Probablemente», porque era un rata de hermandad, un huérfano, hijo de esclavos tal vez. Como ese alitaerano, ni siquiera podía conjeturar de dónde eran sus padres. No podía saber por qué lo habían abandonado. ¿Estaban muertos? ¿Vivos? ¿Eran personas importantes de alguna manera, como sueña todo huérfano? Mientras Jarl se afanaba en ahorrar calderilla para salir de la hermandad, Kylar intentaba imaginar los motivos por los que sus nobles padres pudieran haberse visto obligados a abandonarlo. Era una quimera inútil, estúpida y que creía superada hacía mucho tiempo.
Lo más parecido a un padre que había tenido era Durzo... y Kylar se había convertido en lo que todos los hombres maldicen: un parricida. Allí estaba ahora, un cabo suelto sin nada que lo atara por delante o por detrás.
No, eso no era cierto. Tenía a Elene y a Uly. Y tenía la libertad de amar. Esa libertad costaba algo, pero el precio valía la pena.
—¿Estás bien? —le preguntó Elene, con preocupación en sus ojos castaños.
—No —respondió Kylar—. Mientras estemos juntos, estoy genial.
Al cabo de unos minutos, habían dejado los mercados de la parte norte y se adentraban en el barrio de los muelles. También allí casi todos los edificios eran de piedra, a diferencia de Cenaria, donde la piedra era tan cara que la mayoría de las casas estaban hechas de madera y papel de arroz. Los maleantes locales haraganeaban a la entrada de los edificios, los almacenes y los talleres, mirándolos pasar malcarados, con esa expresión universal de todos los adolescentes con algo que demostrar.