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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (14 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Vi sintió una opresión en el pecho. Ahí tenía su respuesta. Kylar Stern era el Ángel de la Noche. Él había matado al hijo del rey dios. Matar a Kylar era lo único que podía complacer lo bastante a Garoth para que la perdonase por no liquidar a Jarl. Agarró el brazo de Hu y lo acompañó hasta su mecedora, de donde apartó el gorrito de bebé forrado de cuchillas.

—¿Dónde está, maestro? ¿Adónde ha ido?

—¿Sabes qué? No vienes a verme lo suficiente. Después de todo lo que he hecho por ti, so zorra. —Torció el gesto y tiró de ella con malos modos hacia su regazo.

Los minutos previos a que Hu perdiera el conocimiento eran peligrosos: podía manotear con la torpeza y debilidad de un borracho y luego usar la fuerza aplastante de su Talento para compensarlo y así herirla o matarla sin querer. De modo que se dejó caer en sus brazos, abandonada, insensibilizándose. Su cuerpo distraía a Hu, que intentó acariciarla pero se enredó la mano con los pliegues de su túnica.

—¿Dónde está el aprendiz de Blint, maestro? —preguntó Vi—. ¿Adónde se ha ido?

—Se mudó a Caernarvon, renunció al camino de las sombras. ¿Quién es el mejor ahora, eh?

—Tú eres el mejor —dijo Vi, escurriéndose de su regazo—. Siempre has sido el mejor.

—Viridiana —llamó Hu.

Vi quedó paralizada. Nunca la llamaba por su nombre completo. Se volvió con cautela, preguntándose si las setas no habrían sido inofensivas y el vino de adormidera, mera agua. No sería la primera vez que Hu fingía estar intoxicado para poner a prueba su lealtad. Pero tenía los párpados medio bajados, el cuerpo totalmente relajado en su silla.

—Te quiero —dijo—. Esas zorras no tienen nada... —Dejó la frase en el aire y su aliento adoptó la cadencia del sueño.

De repente Vi quería bañarse. Cogió las alforjas y su espada. Luego se paró.

Hu estaba inconsciente. No le cabía ninguna duda. Podía desenvainar su espada y hundírsela en el corazón en menos de un segundo. Se lo merecía una y cien veces. Se merecía algo cien veces peor. Agarró la empuñadura y sacó la hoja poco a poco, en silencio. Se volvió y miró a su maestro, pensando en el millar de humillaciones a las que la había sometido. Las mil degradaciones que le había costado romper su espíritu. Se le hacía difícil respirar.

Giró sobre sus talones, enfundó la espada y se echó al hombro las alforjas. Llegó hasta la puerta y volvió a detenerse. Regresó al dormitorio. Las mujeres ya estaban despiertas, una colocada y con la mirada vidriosa, la otra con dientes de conejo y pecho generoso.

—Hu se aburre enseguida —dijo Vi—. Cada día que paséis con él será como tirar una moneda al aire para ver si sobrevivís. Si queréis marcharos, ahora está dormido.

—Lo que pasa es que estás celosa —dijo la de dientes de conejo—. Lo quieres para ti sola.

—Vosotras mismas —dijo Vi, y se fue.

Capítulo 15

—¿El Sa’kagé está en guerra o no? —preguntó Brant.

Jarl cambió de postura en su asiento. Mama K no dijo nada. Le estaba dejando llevar la iniciativa, si podía.

La casa segura había adoptado la apariencia de un centro de mando militar, eso era evidente. Brant había llevado mapas. Estaba reuniendo datos sobre los efectivos de las tropas khalidoranas, anotando dónde se encontraba acuartelada cada unidad, dónde se distribuían la comida y los pertrechos y construyendo un gráfico de su jerarquía militar, con referencias cruzadas allá donde el Sa’kagé tenía espías y evaluaciones de la fiabilidad y el grado de acceso de cada informador.

—Esa pregunta es más difícil de responder de lo que... —dijo Jarl.

—No —interrumpió Brant—. No lo es.

—Mi sensación es que estamos en una especie de guerra...

—¿Tu sensación? ¿Qué eres, un líder o un poeta, mariquita?

—¿Mariquita? —exclamó Jarl, indignado—. ¿Qué significa esto?

Mama K se puso en pie.

—Siéntate —dijeron los dos hombres.

Se miraron uno a otro, frunciendo el ceño. Mama K soltó un bufido y se sentó. Al cabo de un momento, Jarl dijo:

—Estoy esperando una respuesta.

—¿Tienes polla o solo las chupas? —espetó Brant.

—¿Es que buscas rollo? —preguntó Jarl.

—Mala respuesta —dijo Brant, meneando la cabeza—. Un buen líder nunca se muestra insidioso...

Jarl le pegó un puñetazo en la cara. El general cayó al suelo. Jarl se plantó encima de él y desenvainó la espada.

—Así lidero yo, Brant. Mis enemigos me subestiman, y les golpeo cuando menos se lo esperan. Te escucho, pero tú me sirves a mí. La próxima vez que me hagas un comentario sobre pollas, haré que te den la tuya para cenar. —Tenía el rostro sereno. Situó la espada entre las piernas de Brant—. No es una amenaza vacía.

Brant encontró su muleta, se levantó con ayuda de Jarl y se sacudió la ropa nueva.

—Bueno, acabamos de disfrutar de un momento instructivo. Estoy conmovido. Creo que escribiré un poema. ¿Tu respuesta es...?

El comentario del poema casi sacó de quicio a Jarl. Estaba a punto de decir algo cuando vio que Mama K hacía un gesto con la boca. Era una broma. «Conque esto es el humor militar.» Jarl negó con la cabeza. Aquello iba a ser un desafío.

Dioses benditos, el tipo era un bulldog.

—Estamos en guerra —dijo Jarl, con la amarga sensación de haber cedido.

—¿Tienes bien sujeto al Sa’kagé? —preguntó Brant—. Porque empiezo a encontrarme con serios problemas. Problemas que en realidad son tuyos.

—No muy bien —reconoció Jarl—. Los khalidoranos han ejercido una influencia unificadora, pero los ingresos son demasiado bajos y la estructura de mando está desintegrándose: la gente no responde ante sus superiores y ese tipo de cosas. Muchos creen que la ocupación por fuerza empezará a suavizarse. Quieren volver a sus negocios de siempre.

—Me parece muy sensato por su parte. ¿Qué plan maestro tienes para hacerles frente?

Jarl frunció el ceño. No había plan maestro, y Brant hacía que eso pareciera de una estupidez increíble.

—Nosotros... Yo... Tenía planeado ver lo que hacían. Quería saber más de ellos y luego combatirlos como fuera necesario.

—¿Se te antoja buena idea dejar que tu enemigo ponga en marcha contra ti unas estratagemas plenamente formadas para luego verte obligado a reaccionar desde una posición de debilidad? —preguntó Brant.

—Eso tiene más de porrazo retórico que de pregunta, general —dijo Jarl.

—Gracias —replicó Brant. Mama K reprimió una sonrisa.

—¿Qué propones? —preguntó Jarl.

—Gwinvere gobernó el Sa’kagé desde un secretismo total, mediante shingas marioneta, ¿no es así?

Jarl asintió.

—Entonces, ¿quién ha sido el shinga marioneta desde que Khalidor nos invadió?

Jarl hizo una mueca.

—No, hum, no he instalado exactamente uno.

—¿No exactamente? —Brant enarcó una tupida ceja gris.

—Brant —dijo Mama K—. Afloja un poco.

El general se ajustó el brazo en el cabestrillo con una mueca de dolor.

—Míralo desde la calle, Jarl. Durante más de un mes, han estado sin líder. No han tenido uno malo, sino ninguno. El pequeño gobierno de Gwinvere ha ido ayudando a todo el mundo y por el momento va bien, pero tu chusma del Sa’kagé, perdón, tu gente, ha estado en el mismo barco que todos los demás. Así que, ¿por qué seguir pagando cuotas? Gwinvere pudo ser una shinga en la sombra porque nunca hubo una amenaza como esta. Esto es una guerra. Necesitas un ejército. Los ejércitos necesitan un líder. Necesitas ser ese líder, y eso no puedes hacerlo desde la sombra.

—Si anuncio quién soy, me matarán.

—Lo intentarán —dijo Brant—. Y lo conseguirán a menos que puedas reunir un núcleo de gente competente que te sea absolutamente leal. Gente dispuesta a matar y morir por ti.

—Aquí no tenemos soldados de buena familia educados en los valores de la lealtad, el deber y el valor —replicó Jarl—. Estamos hablando de ladrones, prostitutas y cortabolsas, personas que solo piensan en ellas mismas y su propia supervivencia.

—Y eso mismo dirán ellos —terció Mama K en voz tan baja que Jarl apenas la oyó—, a menos que tú veas lo que pueden llegar a ser y se lo hagas ver a ellos.

—Cuando era general, mis mejores soldados procedían de las Madrigueras —dijo Brant—. Se volvían los mejores porque lo tenían todo por ganar.

—¿Y qué propones, exactamente? —preguntó Jarl.

—Propongo que intentes eliminar tu puesto de trabajo —dijo Brant—. Ofrece a tus sinvergüenzas el sueño de una vida mejor, un estilo de vida mejor para sus hijos y una oportunidad de verse como héroes, y tendrás un ejército.

Hizo una pausa para dejar que lo asimilara, y a Jarl enseguida se le aceleró el pulso, mientras pensaba a toda velocidad. Era algo audaz. Era grande. Era una oportunidad de usar el poder para algo más que mantener el poder. Veía cómo los contornos de un plan empezaban a encajar. Ya tanteaba con el pensamiento a qué personas colocaría en cada cargo. Fragmentos de discursos iban cobrando forma. Oh, era un panorama seductor. Brant no solo estaba diciendo a Jarl que ofreciera un sueño a los sinvergüenzas; le estaba ofreciendo un sueño a él. Podía ser un tipo distinto de shinga. Podía ser noble. Querido. De tener éxito, probablemente hasta podría adquirir una posición legítima, recibir títulos de verdad de manos de la familia noble a la que restaurase en el poder. ¡Dioses, era seductor!

Pero significaría delatarse. Comprometerse. En ese momento, su existencia era un secreto. Todo el mundo creía que no era más que un chico de alquiler retirado. Menos de media docena de personas sabía que era el shinga. Si quería, podía dejar de comunicarse con ellas y punto. Si no lo intentaba, no podía fracasar.

—Jarl —dijo Mama K con voz amable—, que sea un sueño no quiere decir que sea mentira.

Jarl miró de la una al otro, preguntándose hasta qué punto le leían la mente. Mama K probablemente lo tenía calado como si lo hubiera parido. Daba miedo. Solo que hubiera guardado silencio durante todo el tiempo debería haberlo puesto sobre aviso, pero no podía enfadarse con ella. Había tenido con él más paciencia de la que se merecía.

«Eliminar mi puesto de trabajo.» Elene había dicho que no se imaginaba una Cenaria sin el Sa’kagé contaminándolo todo, pero Jarl sí podía intuirla. Sería una ciudad donde nacer en el lado oeste no significaría desespero, explotación, aprendizaje en las hermandades, pobreza y muerte. Él había tenido suerte de conseguir un trabajo para Mama K. Las Madrigueras no ofrecían casi ningún empleo honrado, y a los huérfanos menos que a nadie. El Sa’kagé se nutría directamente de una infraclase de putas y ladrones que se renovaba sola porque abandonaban a sus hijos como a ellos los habían abandonado. Pero podía ser diferente, ¿o no?

«Que sea un sueño no quiere decir que sea mentira.» Le estaban sugiriendo que insuflase esperanza en las Madrigueras.

—Vale —dijo Jarl—, con una condición, Brant: si me matan, sea quien sea el culpable, quiero que escribas un poema para mi funeral.

—Hecho —replicó el general con una sonrisa—, y será la leche de emotivo.

Capítulo 16

Sentado en la cama a oscuras, Kylar contemplaba la forma durmiente de Elene. Era de esas chicas que no pueden aguantar despiertas hasta tarde por mucho que lo intenten. Verla lo llenaba de tal ternura y tal pena que apenas podía soportarlo. Desde que le había prometido no pedirle que vendiera a Sentencia, había cumplido su palabra. No era ninguna sorpresa, pero es que ni siquiera lo había insinuado.

La amaba. No era lo bastante bueno para ella.

Siempre había creído que uno acababa pareciéndose a aquellos con quienes pasaba tiempo. Quizá aquello formaba parte de ese proceso. Amaba en ella todo lo que él no era. Franqueza, pureza, compasión. Elene era sonrisas y sol, y él pertenecía a la noche. Quería ser un buen hombre, lo deseaba de todo corazón, pero tal vez algunas personas simplemente nacían mejores que otras.

Después de aquella primera noche, se había jurado que no volvería a matar. Saldría y se entrenaría, pero no mataría. De modo que se adiestraba para nada y perfeccionaba habilidades que había jurado no usar. El entrenamiento era una pálida imitación de la batalla, pero se conformaría con él.

Su resolución aguantó durante seis días, hasta que estando en los muelles vio a un pirata que propinaba una paliza salvaje a un grumete. Kylar solo tenía intención de separarlos, pero los ojos del pirata exigieron la muerte. Sentencia la administró. La séptima noche, se dedicó simplemente a practicar técnicas de ocultación delante de una taberna del centro, intentando evitar los lugares donde era más probable que topase con chulos, ladrones, violadores y asesinos. Le pasó por delante un hombre que dirigía una red de niños cortabolsas, un tirano que mantenía a raya a los pequeños a base de pura brutalidad. Sentencia le encontró el corazón antes de que Kylar acertara a contenerse. A la octava noche se encontraba en el barrio nobiliario, donde esperaba presenciar menos violencia, cuando oyó a un noble que pegaba a su amante. El Ángel de la Noche entró invisible y le rompió los dos brazos.

Kylar miraba a Elene con Sentencia en el regazo. Todos los días se prometía que no mataría, nunca más, y había aguantado otras seis noches. Sin embargo, una parte de él sabía que eso era porque había tenido suerte. Lo peor era que no se sentía culpable por los asesinatos. Cuando mataba para Durzo se sentía fatal cada vez. Esas últimas muertes no le inspiraban nada. Solo se sentía culpable de mentir.

Tal vez se estaba convirtiendo en un Hu Patíbulo. Tal vez ya necesitaba matar. Tal vez se estaba volviendo un monstruo.

Trabajaba todos los días con la tía Mia. Durzo rara vez lo había alabado, de modo que no llegó a ser consciente de cuánto había aprendido del viejo ejecutor, pero, tras pasar horas con la tía Mia catalogando sus hierbas, reempaquetando algunas para que se conservaran más tiempo, tirando las que habían perdido su potencia y etiquetando el resto con fecha y notas sobre sus orígenes, empezó a reparar en lo mucho que sabía. Seguía sin llegar a Durzo ni a la suela de los zapatos, pero él le llevaba unos cuantos siglos de ventaja.

Tenía que ir con cuidado, sin embargo. La tía Mia usaba con fines medicinales muchas hierbas que él había empleado como venenos. En una ocasión la mujer apartó las raíces de una hojiplata diciendo que eran demasiado peligrosas y que solo podía aprovechar las hojas. Sin pensarlo, Kylar dibujó un gráfico con las dosis letales de las hojas, raíces y semillas de la planta según sus diferentes preparaciones, fuesen en tintura, en polvo, como ungüento o en infusión, tabuladas según la masa corporal, el sexo y la edad del... estuvo a punto de escribir «muriente», hasta que en el último momento se acordó de cambiarlo por «paciente». Cuando alzó la vista, la tía Mia lo miraba fijamente.

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