Bolitho sonrió.
—Se ha arriesgado. Pude haber acudido a Colquhoun y delatar cómo le apodaba.
—Lo habría negado.
—¡Por supuesto!
Ambos rieron.
Entonces, mientras afirmaban la yola a las cadenas, recuperaron de nuevo la formalidad. Incluso antes de que Bolitho hubiera alcanzado el bote, las banderas aparecieron en las vergas del
Fawn
y la señal de haberlo recibido le respondió desde la fragata con igual rapidez.
Bolitho se instaló en el banco de popa y miró hacia su barco. Colquhoun se había arrogado la responsabilidad y había tomado una decisión. Su propia responsabilidad acababa de comenzar.
El teniente Tyrrell se volvió cuando la cabeza y los hombros de Bolitho superaron en la escotilla de la superestructura de popa, y aguardó hasta que terminó la rutinaria inspección de las velas y la aguja.
—Va bien, señor —indicó.
Bolitho caminó a través de la cubierta inclinada y posó sus manos en la batayola para sentir cómo el casco se estremecía bajo él como un ser vivo. El sol de mediodía permanecía inmóvil sobre el barco, pero Bolitho era capaz de olvidarse de él, preocupado sólo por las velas hinchadas y la nube de espuma que golpeaba el bauprés. Hacía cinco días del regreso del
Fawn
a Antigua y parecía como si la desaparición de Colquhoun hubiera atraído un cambio de suerte y de tiempo. Más perverso que nunca, pero, por una vez, a su favor, el viento había rolado súbitamente a sur-suroeste, y se había convertido en un vivo soplo que apenas había cesado durante todo ese tiempo.
Bajo las lonas a punto de reventar, los barcos habían tomado el rumbo hacia la costa americana, que, de acuerdo con los cálculos más recientes, se extendía a una distancia de doscientas cincuenta millas. Los pesados mercantes habían mantenido sus buenos cinco nudos, quizá satisfechos porque el capitán del
Miranda
se contentaba con dejarles tranquilos. La mayor parte de las señales de la fragata habían sido destinadas al
Sparrow
. Durante las veinticuatro horas que siguieron a la marcha del
Fawn
, el vigía había avistado, una vez más, una vela solitaria, muy lejos, a la popa del convoy, una pequeña grieta blanca en el horizonte.
Bolitho había enviado a Graves a la arboladura con un catalejo, pero ni siquiera él había sido capaz de identificar al misterioso perseguidor. Inmediatamente hizo señales a la fragata, solicitando permiso para investigar. Le había sido denegado. El capitán del
Miranda
lamentaba, posiblemente, su encuentro con el convoy. De no haber sido por su excesivo peso, ya hubiera alcanzado su objetivo, y nadie le hubiera reprochado el fracaso de no entregar personalmente las noticias en Antigua. Pero una vez en contacto con los veleros, más lentos, no había tenido más elección que actuar como lo hizo. También era consciente de que una vez libre de su control el
Sparrow
podría involucrarse demasiado y ser requerido su regreso, y de ese modo, le dejaría a él con toda la responsabilidad sobre los transportes.
La vela desconocida no volvió a ser avistada, y Bolitho aceptó que el capitán del
Miranda
había acertado, pese a mostrarse tan cauteloso en medir tanto sus esfuerzos.
Miró las bronceadas fracciones de Tyrrell y asintió.
—Estoy muy satisfecho.
Observó cómo algunos de los hombres que trabajaban en el trinquete descendían por los flechastes hasta la cubierta, haciendo carreras entre ellos, después de su trabajo en la arboladura. Buckle estaba en lo cierto: el barco se movía como un pájaro, siempre que hubiera viento. Contempló el
Bear
, el transporte más cercano a su propio barco, y deseó librarse de una vez del convoy. Entonces podría poner a prueba al
Sparrow
. Aparejarían los sobrejuanetes, e incluso las velas ornamentales, aunque no fuera más que para descubrir lo que podía dar de sí navegando a toda vela.
La mayor parte de los oficiales ociosos se encontraban en cubierta disfrutando del habitual cotilleo antes del almuerzo; se cuidaban bien de mantenerse en la borda de sotavento y tan lejos de él como les era posible.
Vio a Dalkeith, el cirujano, riendo con Buckle, que mostraba su calva muy pálida bajo la cruda luz. Un criado de la cámara de oficiales sacudía la peluca roja, y Bolitho adivinó que eso era, más o menos, un lavado de pelo. Lock, el tesorero, mantenía una conversación más seria con el joven Heyward; abría y cerraba un gran libro al viento mientras le explicaba algunos puntos sobre abastecimiento que le harían estar más informado que su amigo Bethune. Este último, que estaba de guardia, paseaba desgarbado junto a la batayola de la superestructura de popa, con la camisa abierta hasta la cintura, mientras masajeaba su estómago con una mano. Bolitho sonrió. Sin duda el chico tenía hambre. Los guardiamarinas como Bethune solían tenerla.
Bajo la cubierta de artillería varios de los hombres estaban tendidos bajo las grandes sombras de las velas o pasaban el tiempo charlando como los oficiales. El contramaestre aguardaba con su mejor amigo, Yule, el artillero, y, según pensaba Bolitho, juntos formaban una terrorífica pareja de salteadores de caminos. Mientras que Tilby era inmenso y desgarbado, con miembros pesados, hinchados por el exceso de bebida, Yule se mantenía moreno y ágil como una ardilla, con ojos como dardos, o como el pedernal, siempre en movimiento.
Mientras su mirada vagaba de un grupo a otro, recordaba nuevamente su recién adquirida soledad. La intimidad podía conducir a la soledad. El privilegio llegaba a convertirse en una carga.
Entrecruzó las manos a su espalda y dio unos pasos lentos a lo largo de la banda de barlovento, permitiendo así que el viento cálido despeinara su cabello y jugara con su camisa abierta. En algún lugar más allá de las hamacas se encontraba la costa de América. Sería extraño arrojar el ancla para encontrarse con que la guerra había terminado, que la vista de la sangre había sido demasiado para Francia. Si Inglaterra admitiera la independencia de América, entonces quizá las dos naciones pudieran unirse contra Francia y terminar así con sus ambiciones de una vez para siempre. Echó una ojeada al perfil de Tyrrell y se preguntó si él pensaría lo mismo.
Bolitho apartó de su mente los problemas personales de Tyrrell y trató de concentrarse en la lista de problemas que requerían diariamente su atención. La reserva de agua debía ser renovada tan pronto como fuera posible. Los barriles eran malos y el agua se descomponía pronto en ese clima. Y se aprovisionaría con fruta fresca en cuanto tocaran tierra o se encontraran con algún velero de suministros. Resultaba increíble que la tropa del barco se hubiera mantenido tan sana cuando Ransome ni siquiera había adoptado unas precauciones tan sencillas. A bordo del viejo
Trojan
no se dio ni un solo caso de escorbuto en los tres años que él había pasado a bordo, prueba de la preocupación del capitán Pears por sus hombres, y una valiosa lección para todos sus subordinados. Ya había hablado de ello con Lock.
—Saldrá muy caro, señor —había murmurado el contable tras dudar un momento.
—Saldrá aún más caro si nuestra gente cae enferma, señor Lock. He visto a un escuadrón entero inutilizado por esa tacañería.
Luego estaba el asunto de los azotes, los primeros que debía ordenar desde que era capitán. Siempre había odiado el uso innecesario del castigo, aunque sabía que a veces resultaba imprescindible. En la Armada la disciplina era instantánea y severa, y cuando un barco se encontraba a millas del hogar y sin más autoridad que la suya, era misión del capitán evitar la insubordinación y la confusión. Algunos capitanes lo usaban sin pensar. Las palizas brutales e inhumanas menudeaban en muchos barcos, y, siendo un joven guardiamarina, Bolitho casi se había desmayado después de uno de esos espectáculos. Otros capitanes, débiles e ineficientes, cedían su autoridad a subordinados y hacían oídos sordos ante los abusos.
Pero, en su mayor parte, los marineros ingleses conocían los límites de su trabajo, y si corrían riesgos estaban dispuestos a asumir las consecuencias; para un hombre que robaba o timaba a otro compañero no había piedad. Se temía tanto la justicia de las cubiertas inferiores como la del comandante.
Pero este caso era diferente, o podía serlo, por lo que él sabía. Un hombre había desafiado al teniente Graves durante una guardia nocturna cuando ordenó a los hombres que rizaran las gavias durante un inesperado chubasco. Gritó al oficial y le llamó «marica sin corazón», y otras veinte personas lo habían oído.
Tyrrell había pedido a Bolitho, en confianza, que aceptara las explicaciones del marinero. Era un buen trabajador, y Graves le había provocado al ver que no lograba alcanzar su puesto en la verga de mayor con el resto de sus compañeros.
«Sucio yanqui bastardo»; esas fueron las palabras que había empleado Graves. Demasiado perezoso para hacer bien su trabajo, y sin duda demasiado cobarde para luchar cuando llegara el momento. Esto y el acalorado ataque de Tyrrell al modo como Graves había llevado el asunto eran buena prueba de la latente tensión que subyacía entre los hombres bajo su mando.
Graves había sido agraviado. El hombre le había insultado en presencia de su tripulación y debía ser castigado. Tenía razón en un aspecto: debía mantener su autoridad o jamás recuperaría de nuevo el control.
Bolitho se culpaba a sí mismo. Si hubiera contado con más tiempo para considerar esta situación tan poco usual, o hubiera disfrutado menos con su nuevo cargo, podría haberlo prevenido. Mediante el ejemplo, o imponiendo su voluntad a sus oficiales, les habría hecho comprender que no toleraría un comportamiento así. Pero ahora era demasiado tarde. Ya había ocurrido.
Se había puesto en un compromiso manteniéndose aparte de los hombres cuando sabía, antes como ahora, que se limitaba a posponer lo inevitable.
Elevó su mirada hacia la verga de mayor, firmemente braceada mientras el barco describía un giro hacia babor y viraba. Veía al hombre en cuestión desde allí; desnudo salvo por un calzón de lona, trabajaba con los otros en la interminable tarea de empalmar y reparar cabos en las alturas. Se preguntó si Tyrrell creía realmente que el hombre había sido provocado, o si le defendía porque imaginaba que Graves se cebaba en él para castigar a los otros colonos.
—¡Los de cubierta! —el grito del vigía fue atenuado por el viento y el vivo crujir de las velas—: El
Miranda
envía señales.
Bolitho se volvió.
—Suba arriba, señor Bethune, hoy está medio dormido.
Tyrrell se puso en pie a su lado mientras el guardiamarina corría hacia los obenques de sotavento con su catalejo.
—¡Siempre pensando en la siguiente comida!
Sonreía ante la confusión del muchacho.
—Parece que el vigía es el único de esta guardia que hace lo que tiene que hacer, señor Tyrrell.
La mordacidad de su voz hizo que el rubor afluyera al rostro del teniente, que le volvió la espalda sin responder.
—Del
Miranda
, señor —gritó Bethune—: «¡Barco al noroeste!».
—Recibido.
Bolitho se enfureció ante la descuidada actitud de Tyrrell, y aún más ante lo injusto de su propio enfado. Unas dos millas por delante del
Golden Fleece
, con sus velas remendadas y navegando a buena marcha, el
Miranda
ya estaba preparando sus juanetes, pronto para investigar. El barco desconocido, fuera el que fuera, se encontraba en algún lugar en la amura de estribor, y como no había sido avistado hasta entonces, parecía seguir un rumbo convergente.
—¡Los de cubierta! ¡Vela a la vista! ¡Por el costado de barlovento!
Bolitho miró las absortas expresiones que le rodeaban. Por un instante le tentó la idea de abrirse camino por la embrollada sucesión de cajas y jarcias del palo mayor, pese al miedo a las alturas que nunca había sido capaz de superar. La larga escalada por los obenques que vibraban y se estremecían disolvería su ira y aclararía de nuevo su mente.
Vio a Raven, el recién nombrado segundo piloto.
—Suba a la arboladura —dijo—. Coja un catalejo y dígame qué es lo que ve.
Buckle le había dicho que el hombre tenía experiencia como marinero, ya que había servido con anterioridad en varios barcos reales, y que no se dejaba confundir fácilmente por las apariencias. Antes de que Raven hubiera podido alcanzar la verga de mayor, el vigía llamó de nuevo.
—¡Dos barcos! ¡Y navegan juntos!
Todos los ojos se fijaron en el cuerpo de Raven mientras trepaba entre los obenques y subía hacia la parte más alta del mástil. Bethune, todavía pesaroso por su tardanza en ver las señales del
Miranda
, se puso tenso de repente.
—¡Fuego, señor! —gritó. Había colocado sus manos como bocinas en torno a sus orejas, lo que le daba a su cara redonda la apariencia de un goblin pecoso.
Bolitho le miró. Entonces, mientras su oído se adaptaba al crujido de las velas y al continuo sonido de la espuma contra el casco, escuchó también el tronar profundo y discordante de un disparo de cañón. No podía contener su impaciencia, pero sabía que si metía prisa a Raven podía confundirlo y provocar que su apreciación fuera inadecuada.
—¡Los de cubierta! —al fin era Raven—. El primer barco es un mercante atacado por un bergantín.
—¡Un corsario, Dios mío! —exclamó en voz alta Buckle.
Bolitho cogió un catalejo y lo dirigió a través de la oscura masa del aparejo y más allá de los hombres agrupados junto al castillo de proa. Un efecto de la luz. Pestañeó y lo intentó de nuevo. No, allí estaba, una manchita blanca que parecía lidiar con el inacabable panorama de olas encrespadas. El solitario mercante había tenido mala suerte, pero ahora, con un mínimo de fortuna, se invertirían los papeles.
El
Miranda
ya había virado con violencia, agitando la confusión de sus velas mientras abandonaba su posición anterior. Incluso con las velas medio hinchadas y en plena virada, Bolitho vio las nuevas señales de las banderas ondeando al viento.
—Señal general, señor —dijo rápidamente Bethune—: «Permanezcan en sus posiciones».
—¡Va detrás del asqueroso dinero que le darán por la presa, el marica avaricioso! —juró Buckle.
El fuego resultaba más evidente ahora, y cuando de nuevo Bolitho elevó el catalejo vio un poco de humo que ascendía de los dos barcos a impulsos del viento, y la pequeña forma del bergantín atacante mientras se preparaba para estrechar aún más el campo de tiro.