—El café, señor —Stockdale lo sirvió sobre la mesa—. Ahora que aún está caliente.
Bolitho se volvió hacia él, dispuesto a maldecirle por haber interrumpido el hilo de sus pensamientos, pero la vista de su rostro preocupado se lo impidió, como solía ocurrirle. Se sentó a la mesa e intentó relajarse. Stockdale tenía razón. Si había olvidado algo, ya no tenía remedio. Podía romperse la cabeza todo lo que quisiera. Lo único que conseguiría es que después su mente se encontrara más confusa y agotada de lo razonable.
Sorbió su café y contempló la carne fría. Ni la tocaría. Sentía el estómago ya retorcido por la aprensión, y las lonchas magras de cerdo podían terminar con su delicado equilibrio.
Stockdale se asomó un momento a la ventana.
—Será un buen viaje, señor. Lo suficientemente largo como para medir a esos hombres.
Bolitho elevó la mirada hacia él. Sin duda, Stockdale sabía leer en su mente. Debían escoltar, junto con otra corbeta, dos grandes transportes con refuerzos para las tropas de Filadelfia, una vez se hubiera enlazado con el escuadrón de tierra. Dos mil millas, la mayor parte de ellas en alta mar, le darían tiempo, sin ninguna duda, para probarse a sí mismo y a sus hombres.
Se había reunido con los oficiales en su pequeña cámara la noche anterior. Con la excepción de Tyrrell, todos habían embarcado en la misión de Greenwich. Se sintió ligeramente celoso de la familiaridad que mostraban con el
Sparrow
. Los dos guardiamarinas, ambos de dieciocho años, se habían incorporado como grumetes sin oficio. Habían crecido en el
Sparrow
y esperaban conseguir un ascenso. Pensó que era una lástima que fueran únicamente guardiamarinas. Competían demasiado por la aprobación del capitán, mientras que en un barco grande, con una rivalidad mayor entre los «jóvenes caballeros», su pugna hubiera resultado menos directa.
Buckle había hablado muy poco durante aquella reunión no oficial. Reservado, y, sin duda, a la espera de comprobar cómo se comportaría el capitán durante la navegación, se había limitado a los asuntos de navegación.
Robert Dalkeith, el cirujano, era un tipo extraño. Joven, pero demasiado rollizo para su propio bien, se había quedado completamente calvo, lo que ocultaba bajo una peluca roja muy chillona. Pero parecía más hábil en su oficio de lo habitual en un barco del rey, y también muy culto, de modo que Bolitho imaginó que ocultaba algo más de lo que su aspecto dejaba adivinar.
Lock, el tesorero, un hombre muy dinámico y de una pasta excelente, completaba la asamblea.
Graves se les unió más tarde, y armó bastante jaleo a cuenta del problema con las gabarras, las dificultades de encontrar ayuda en tierra para los botes… La lista era inacabable.
Tyrrell le interrumpió con aire alegre.
—No es justo, Héctor. ¡Te han escogido para convertirte en un condenado mártir!
Graves había fruncido el ceño y luego forzado una sonrisa cuando todos los otros se unieron a las risas de Tyrrell. Bolitho se arrellanó en la silla y miró hacia la lumbrera. Tampoco él se sentía muy seguro de Graves. Un trabajador incansable. ¿Fue el pelota de Ransome? Era preocupante observar el resentimiento latente entre Tyrrell y él. Pero había estado bien.
—¿Mi comandante?
Bolitho se sobresaltó y miró hacia la puerta. El guardiamarina Bethune aguardaba en pie, con el sombrero bajo el brazo y su mano libre aferrando la empuñadura de su daga. Tenía la cara redonda, sorprendentemente juvenil, y medio oculta bajo una lluvia de pecas.
—¿Sí?
Bethune tragó saliva.
—Con los respetos del señor Tyrrell, señor. Los transportes han sido cargados. El
Fawn
ha izado ya la vela —miró con curiosidad en torno a la cabina.
Bolitho asintió con gravedad.
—Ahora mismo subo.
Se obligó a beber otro sorbo de café con especial cuidado. Estaba realmente sobresaltado. El
Fawn
, la otra corbeta de escolta, llevaba a Colquhoun como supervisor, además de a su comandante. El guardiamarina continuaba en el camarote.
—Yo también soy de Cornualles, señor —añadió, inesperadamente.
Bolitho sonrió, pese a la tensión. La competición había comenzado.
—Trataré de no esgrimirlo en su contra, señor Bethune —replicó.
Cerró los ojos cuando el chico abandonó la cámara. Se puso en pie y tomó el sombrero que le tendía Stockdale. Entonces, con una breve inclinación de cabeza, caminó hacia la luz del sol.
Las pasarelas y las cubiertas parecían más abarrotadas que nunca, con todos los marineros realizando sus tareas, perseguidos por las órdenes vociferadas por los oficiales de menor rango. Cuando alcanzó la toldilla pudo ver los dos pesados navíos de transporte que se balanceaban hacia el promontorio, con sus velas oscuras hinchadas por la brisa.
Tyrrell se llevó la mano al sombrero.
—Listos para levar anclas, señor.
—Gracias.
Bolitho se desplazó hacia el lado de babor, y dirigió la vista hacia el. anclado
Fawn
. Podía contemplar el hervidero de hombres en su cabrestante y los preparativos de última hora junto a la proa. Cruzó al lado opuesto, y trató de pasar por alto los marineros preparados en sus lugares de trabajo. Más allá del cercano promontorio, en el horizonte azul y hostil, se apreciaba un cielo salpicado de nubecitas blancas. Una vez fuera del acogedor fondeadero haría buen tiempo para navegar. Observó los remolinos perezosos que formaba la corriente y se mordió los labios. Tenía que librarse primero de todos esos barcos que le rodeaban.
—La señal del
Fawn
a punto, señor —Bethune observaba los obenques con un catalejo, aunque la señal de Colquhoun era lo suficientemente clara como para ser divisada a simple vista.
—¡Permanezcan junto al cabrestante!
Tyrrell corrió hasta la batayola e hizo bocina con sus grandes manos.
—¡Largad las velas!
Junto al timón, Buckle aguardaba en pie junto a sus dos timoneles, con los ojos fijos en Bolitho.
—Está refrescando, señor.
—Sí.
Bolitho se aproximó a la batayola y contempló sus dominios. Divisó a Graves, que vigilaba la maniobra del ancla, y al guardiamarina Heyward, al pie del mástil, con su sección de marineros.
—¡La señal, señor! ¡Leven anclas!
—¡Todos a la arboladura! ¡Larguen el aparejo!
Se volvió para observar a los hombres que abarrotaban los obenques y se distribuían a lo largo de las vergas izadas; sus cuerpos parecían negros al recortarse contra el cielo. Tyrrell poco tuvo que decir, y Bolitho observó que los hombres que se encontraban en lo alto eran capaces de maniobrar sin más instrucciones desde la cubierta. Mientras las lonas producían un ruido atronador, aún flojas en las vergas y el barco se desperezaba con un largo estremecimiento, vio los mástiles del
Fawn
que se estremecían ya por la popa, con sus velas del trinquete y las de las gavias hinchadas por el viento, a medida que escoraba.
—¡La señal! —gritó Bethune—. ¡Rápido, señor!
Bajó su catalejo, en un intento de evitar la mirada de Bolitho.
—¡Hombres a las brazas!
Trató de restar importancia a la última orden de Colquhoun. Quizá se empeñaba en inducirle a que hiciera alguna tontería, quizá actuaba siempre del mismo modo, pero nada le iba a estropear ese momento.
—¡El ancla ha zarpado! —el grito provenía de proa.
Libre ya de ataduras, el
Sparrow
se inclinó peligrosamente, azotado por una racha de viento, y el promontorio pareció deslizarse junto a su botalón de proa al tiempo que una y otra vela se hinchaban y emitían un estruendo atronador al desplegarse desde sus vergas. Las poleas resonaban y se quejaban, y muy por encima de las cubiertas los hombres saltaban como monos.
Bolitho miró a Buckle.
—Hágala virar por babor. Luego despliegue la vela de trinquete para doblar el promontorio —sostuvo la mirada del piloto y añadió—. Sí, largaremos las velas de trinquete y veremos si así podemos arrebatarle la delantera al
Fawn
.
Momentos más tarde, con las velas de trinquete y las gavias desplegadas al viento de la mañana, el
Sparrow
se deslizó y adelantó a un barco de dos cubiertas anclado que lucía la enseña del vicealmirante en la proa.
Bolitho echó una ojeada a Tyrrell y vio su abierta sonrisa. Bolitho pensó que el teniente habría tenido motivos para arrepentirse de su solicitud de traslado. Y, si su confianza en Tyrrell resultaba injustificada, se arrepentiría él.
Pasaron entre dos barcos y se dirigieron luego hacia el llamativo promontorio. Algunos objetos pequeños giraban y flotaban en la estela espumosa que el barco producía en la popa, y cuando Bolitho se movió para estudiar la aguja vio que ya le sacaban al
Fawn
una delantera de medio cable.
Buckle intercambió una mirada con el cirujano que tiraba de los obenques de la mesana con una mano y sostenía en la otra su peculiar peluca. Le guiñó un ojo.
—Hemos dado con un bicho raro, señor Dalkeith.
Dalkeith no pareció inmutarse mientras Bolitho echaba una ojeada a la arboladura.
—El pobre capitán Ransome jamás hubiera abandonado el puerto con tanto escándalo, ¿verdad? —esbozó una leve sonrisa—. Claro que, a estas horas de la mañana estaría ya derrengado.
Los dos rieron. La voz de Bolitho los sobresaltó.
—Hay una yola en la amura de babor, señor Buckle. Le permito que se ría luego todo lo que quiera, pero húndala mientras el buque insignia esté aún a la vista y ya verá cómo se ríe en otro tono.
Se volvió a la batayola mientras Buckle se apresuraba con sus timoneles. El borde del promontorio estaba siendo bordeado, y sintió el empuje del trinquete del
Sparrow
cuando la primera ola rozó suavemente su cubierta, inclinada aún más bajo la presión de las lonas.
—¡El ancla está firme, señor! —grito Tyrrell.
La espuma había empapado su rostro y su camiseta, pero sonreía abiertamente. Bolitho asintió.
—Bien. Ahora consiga que cacen esa vela de trinquete. Parece una sábana arrugada —pero no pudo continuar con ese aire de severidad—. ¡Por Dios! ¡Está flameando! ¿No lo ve?
Paseó su vista por la arboladura, por las velas cuadradas y las vergas con sus cabos, por el gallardete del calcés que ondeaba como el látigo de un cochero. Había visto todo eso muchas veces con anterioridad, pero esta vez le pareció la primera.
—Mensaje del
Fawn
, señor. Posiciónese a barlovento —indicó Bethune.
Bolitho le sonrió.
—Recibido. ¡Una estupenda mañana! —añadió, dirigiéndose a la cubierta en general.
Junto a la escotilla Stockdale observaba el placer de Bolitho y se regocijaba para sí. Posó luego sus ojos sobre los marineros ajetreados que se deslizaban, una vez más, por la cubierta. Sanos, bronceados… ¿qué sabían ellos? Hurgó con un palillo de marfil entre sus dientes desparejados. El capitán había vivido mucho más en los últimos años de lo que ellos, con sus tranquilas existencias, pudieran imaginar. Contempló los hombros cuadrados de Bolitho mientras caminaba incansablemente por la banda de barlovento. Decidió que había que darles tiempo. Ya lo descubrirían.
Bolitho abrió los ojos y contempló por unos instantes cómo la linterna apagada describía círculos sobre su lecho. Pese a la debilidad que sentía y a la frecuencia con la que esa noche había acudido a la cubierta, no era capaz de conciliar el sueño. Tras el mamparo que separaba su camarote del resto de la cámara podía contemplar la pálida luz de la aurora, y sabía por el movimiento perezoso de la linterna y el inquieto crujir de las cuadernas que el viento en el exterior era poco más que una brisa. Trató de relajarse, y se preguntó cuánto tiempo le llevaría librarse del hábito de despertarse al amanecer para disfrutar así de su recién adquirida intimidad.
Se escuchaban pisadas arriba, en la cubierta de toldilla, y adivinó que en pocos momentos los marineros comenzarían a prepararse para el nuevo día. Hacía dos semanas que el pequeño convoy había partido de Antigua, y en ese tiempo habían cubierto tan sólo la mitad de la distancia fijada. Mil millas en alta mar, y cada milla dificultada por vientos contrarios, o por, sencillamente, la ausencia de viento. Apenas transcurría una hora sin verse obligado a enviar a los hombres para que soltaran o aferraran velas, o para que ajustaran las vergas con la esperanza de captar una brisa mortecina, o para rizar a causa de una tempestad violenta y casi insultante.