Cerró la puerta tras de sí y regresó a la sala de espera. Cuando consultó su reloj pudo comprobar que llevaba apenas veinte minutos en el edificio. Permaneció en pie, atisbando a través de la ventana los barquitos de la zona más alejada del fondeadero, en un intento por distinguirlos; se preguntaba cómo sería el suyo, y qué pensaría su tripulación de él. En ese momento la puerta se abrió, y un teniente de cierta edad se asomó a la sala.
—¿Es del
Sparrow
, señor?
Bolitho reparó en el sobre sellado que portaba, y tomó aire. Asintió.
—Sí.
El teniente movió la cabeza y sonrió.
—A sus órdenes, señor. El bote ha sido avistado cruzando el malecón. Dispondré que su equipaje sea recogido del
Trojan
en cuanto llegue —se encogió de hombros— pero no estoy muy seguro de que vuelva a verlo alguna vez.
Bolitho sonrió, incapaz de mantener su aparente calma.
—Lo habrán vendido a mis espaldas, ¿eh? Destine el dinero a la ayuda de los marineros heridos que esperan barco para Inglaterra.
Mientras caminaba hacia la luz del día el teniente sacó unos anteojos con montura de acero y le observó. Entonces movió la cabeza, muy despacio. Un muchacho extraordinario, pensó. Esperemos que pueda seguir siéndolo.
Después de la fresca penumbra del edificio, Bolitho encontró los rayos del sol aún más insufribles que antes. Mientras recorría a grandes zancadas la costa, con la mente aún fija en la entrevista con Colquhoun, se preguntaba qué podría ofrecerle su nuevo destino. Viviendo con la tropa, pero no siendo uno de ellos, dispondría al menos de espacio para moverse y se vería libre del diario caudal de señales y exigencias que formaban parte de su destino en el poderoso
Trojan
.
Se detuvo en una revuelta del camino, y protegió sus ojos de la luz para observar el bote que se acercaba al malecón. Se estremeció pese al calor y aceleró el paso hacia el mar. Para cualquier espectador, aquel bote era simplemente otro bote que se ocupaba de los menesteres habituales, pero para él representaba mucho más; un primer contacto, varios de sus hombres. Sus hombres.
Vio la figura familiar de Stockdale plantado junto a algunas de sus pertenencias recién compradas, y le invadió una súbita sensación de afecto. Incluso si Colquhoun hubiera dicho que ninguno de los hombres de la antigua tripulación de Bolitho podía ser destinado para acompañarle en su primer mando, estaba seguro de que Stockdale hubiera llegado a bordo por sus propios medios. Rechoncho y fornido, vestido con amplios calzones blancos y chaqueta azul, le recordaba un roble imbatible. También él observaba el barco que se aproximaba, con los ojos entrecerrados por la luz y un interés crítico.
Bolitho era teniente subalterno en la fragata
Destiny
cuando sus caminos se cruzaron por primera vez. Enviado a tierra con la ingrata tarea de conseguir reclutas para el barco, y con pocas esperanzas de lograr nada, había llegado a una taberna pequeña con su grupo de marineros, para instalar allí una especie de cuartel general, y, lo que era más, para encontrar un poco de paz y un momento para asearse antes del nuevo intento de obtener voluntarios. Vagando de pueblo en pueblo, de taberna en taberna, el sistema variaba poco. Habitualmente daba como resultado un grupo de gente demasiado joven para las duras tareas de una fragata, o viejos marineros que había fracasado en encontrar fortuna o éxito en tierra, o que simplemente deseaban regresar y terminar sus días rodeados de aquello que se habían jurado abandonar para siempre.
Stockdale no encajaba en ninguna de esas categorías. Fue boxeador, y, desnudo de cintura para arriba, había esperado, como una gallina paciente, fuera de la taberna, mientras un charlatán de rostro chupado invitaba a todos y cada uno de los que pasaban, a arriesgarse a una paliza a cambio de ganar una guinea si le derrotaban.
Cansado y sediento, Bolitho entró en la taberna y dejó por el momento a sus anchas a su pequeño pelotón. Lo que pasó a continuación no estaba del todo claro, pero cuando escuchó una sarta de maldiciones, mezcladas con las risotadas de los marineros, salió de la taberna precipitadamente y encontró a uno de sus hombres embolsándose la guinea, y al charlatán, furioso, golpeando a Stockdale en la cabeza y en los hombros con un trozo de cadena. No se supo nunca si el marinero victorioso, un fogonero fornido acostumbrado a reforzar su autoridad mediante la fuerza bruta, había puesto la zancadilla a Stockdale o si le acompañó un golpe de suerte. Lo cierto es que, salvo ese día, Bolitho no vio jamás que nadie derrotara a Stockdale, ni en una pelea limpia ni de otro modo. Mientras gritaba a sus hombres que se alinearan de nuevo, se dio cuenta de que Stockdale continuaba allí, recibiendo el injusto castigo, cuando de un puñetazo podría haber matado al charlatán de feria que lo atormentaba.
Asqueado por el espectáculo, y, al mismo tiempo, furioso consigo mismo, propuso a Stockdale que se alistara voluntario para servir al rey. La muda gratitud del hombre había resultado casi tan embarazosa como las sonrisas en los rostros de los marineros, pero Bolitho encontró cierta satisfacción ante el incrédulo asombro del charlatán cuando, sin mediar palabra, Stockdale recogió su camiseta y siguió al pelotón que se alejaba de la taberna.
Si Bolitho imaginaba que aquel era el final de la historia, pronto descubriría que no era así. Stockdale se adaptó a la vida en el mar como si hubiera nacido allí. Tan fuerte como dos hombres, se mostraba amable y paciente, y en cualquier ocasión en la que Bolitho se hallara en peligro, siempre parecía estar allí. Cuando un alfanje derribó a Bolitho y la tripulación de su barco se retiraba, presa del pánico, había sido Stockdale quien les obligó a rehacerse, quien rechazó a los atacantes y puso a salvo al teniente inconsciente. Cuando Bolitho dejó la fragata y partió hacia el
Trojan
, Stockdale se las ingenió para ser destinado con él. Siempre cerca de Bolitho, le sirvió como criado al mismo tiempo que de capitán de artilleros, y cuando abordaron el barco capturado le bastó con mirar a los tripulantes apresados para lograr su inmediato respeto. Hablaba muy poco, y en un ronco susurro. Sus cuerdas vocales habían quedado afectadas después de años de luchar para otros en barracas y ferias a lo largo y ancho de todo el país.
Pero cuando se supo del ascenso de Bolitho, solamente había dicho:
—Sea el barco que sea, necesitará un buen timonel, señor —y sonrió con su gesto perezoso, de medio lado—.
Y así quedó la cosa. Tampoco la mente de Bolitho había albergado ninguna duda al respecto. Stockdale se volvió cuando Bolitho se aproximaba al bote, y rozó su nuevo sombrero con una mano.
—Muy bien —recorrió con la mirada el rutilante uniforme de Bolitho y asintió, con obvia satisfacción—. Nada que usted no mereciera, señor.
Bolitho sonrió.
—Eso está por ver.
Con un movimiento más de los remos, y un marinero afirmando ya un cabo a la borda, el bote chocó suavemente contra los pilotes. Stockdale se inclinó y aferró la borda con el puño.
—Un buen día para comprobarlo, señor —dijo, con voz ronca, mientras fijaba su mirada en los inmutables remeros.
Un esbelto guardiamarina saltó del bote y se descubrió con ademán afectado. Rondaría los dieciocho años y parecía un joven de aspecto agradable, tan bronceado como un nativo.
—Soy Heyward, señor —mudó de expresión bajo la mirada impasible de Bolitho—. Me… me han enviado para recogerle, señor.
Bolitho asintió.
—Gracias, señor Heyward. Así podrá informarme acerca del barco durante el trayecto.
Esperó un segundo a que el guardiamarina y Stockdale condujeran su arcón y su equipaje al bote, y subió a bordo tras ellos.
—¡Botad el barco! ¡Remos fuera! —Heyward parecía muy escrupuloso ante la presencia de Bolitho—. ¡En marcha! ¡Avante!
Como huesos pálidos, los remos se elevaron y descendieron con precisión matemática. Bolitho echó una ojeada a las dos líneas de remeros. Pulcramente vestidos con chaquetas de paño y pantalones blancos, parecían saludables y en forma. Alguna gente afirmaba que un barco podía juzgarse por sus botes. Bolitho sabía que eso no era cierto; algunos capitanes cuidaban sus lanchas como si fueran piezas de exposición, mientras que la tripulación del barco llevaban una vida poco mejor que la de los animales. Sus expresiones no denotaban nada: rostros normales y familiares que los marineros británicos habían convertido en máscaras para evitar el escrutinio. Posiblemente todos se hicieran preguntas sobre el nuevo capitán. Para ellos su capitán resultaba apenas inferior a Dios. Podía conducirles y usar su pericia en una batalla, y podía también convertir fácilmente sus vidas en un infierno, sin que nadie pudiera protestar o interceder por ellos.
—Hemos permanecido fondeados tres días, señor —dijo el guardiamarina, con tono vacilante.
—¿Y antes de eso?
—Patrullamos por la zona de Guadalupe. Avistamos un bergantín francés, pero se nos escapó, señor.
—¿Cuánto tiempo lleva en el
Sparrow
?
—Dos años, señor, desde su destino en el Támesis, en Greenwich.
Stockdale estiró el cuello para mirar a su alrededor.
—Ahí está, señor. Hermosa amura de babor.
Bolitho se sentó erguido en el banco de popa; sabía que en cuanto dejara de mirar hacia el bote todos los hombres le observarían con curiosidad. Apenas pudo contener su nerviosismo cuando contempló la corbeta anclada que se encontraba ahora totalmente a la vista, tras un pesado navío de transporte. Se balanceaba casi sin movimiento, sobre la imagen gemela que se reflejaba en el agua; su enseña lucía como un parche escarlata contra las colinas cubiertas de niebla que se extendían a lo lejos.
Bolitho había visto gran cantidad de corbetas durante sus años de servicio. Como las fragatas, se encontraban por doquier, y siempre resultaban necesarias. Criadas para todo, los ojos de la flota, resultaban normales en todos los puertos navales; pero precisamente en aquel momento sabía que el
Sparrow
se distinguiría claramente de todas las demás. Era una belleza, desde sus topes de mástil suavemente curvados hasta la única línea de portas abiertas. Un pura sangre, una fragata en miniatura, un velero que parecía ansioso por partir lejos de tierra. Era todas esas cosas, y ninguna de ellas.
—Naveguen en torno a la proa —se escuchó decir.
Mientras el timón giraba, él percibía claramente el silencio, roto tan sólo por el chapoteo del agua en torno a la popa del bote y por el crujido rítmico de los remos, como si no se viera obligado a compartir ese momento con nadie. Como un dedo negro y flaco, el botalón de foque de la corbeta se acercaba y se alejaba de su cabeza, y por un momento contempló el mascarón de proa bajo el bauprés: un gorrión del tamaño de un hombre, con el pico abierto furiosamente y las alas desplegadas, pronto al combate. Sus garras curvadas aferraban con firmeza un manojo dorado de hojas de roble y bellotas. Bolitho lo examinó hasta que el bote lo rodeó y se situó bajo la serviola de estribor. Nunca había imaginado que un simple gorrión pudiera ser reproducido en una actitud tan belicosa.
Se sobresaltó, sorprendido, cuando sus ojos repararon en una boca de cañón que sobresalía por la primera tronera.
—Tenemos un cañón del treinta y dos en cada amura, señor —dijo Heyward, respetuosamente—. El resto del arsenal lo forman dieciséis cañones del doce —se arredró cuando Bolitho se volvió a mirarle—. Le pido disculpas, señor, no pretendía molestarle.
Bolitho sonrió y le tocó en el brazo.
—Sólo me ha extrañado. Parece un armamento muy potente para un barco tan pequeño —movió la cabeza—. Esos dos cañones de proa deben haber provocado más de un disgusto al enemigo; según creo, lo más corriente en las corbetas son los cañones del nueve.
El guardiamarina asintió, pero sus ojos ya miraban hacia al costado del barco, sus labios apretados mientras elegía el momento adecuado.
—¡Timón a estribor!
El bote giró en un apretado arco y se dirigió hacia el portalón principal. Varias cabezas se alineaban en la pasarela, y Bolitho distinguió, junto al punto de llegada, un uniforme de oficial, blanco y azul, y una multitud de figuras en el palo mayor.
—¡Alza remos!
El bote cabeceó junto a las cadenas, donde el remero de proa sujetó el bichero del bote con un golpe bien calculado. Bolitho se puso en pie en la popa, consciente de todos los ojos que le escrutaban; de la mano de Stockdale, medio alzada, dispuesta a sostenerle si perdía el equilibrio; de la nueva espada a su costado; ni siquiera quería mirar hacia abajo para asegurarse de que no le estorbaba en las piernas mientras escalaba la lustrosa escalerilla.
Respiró hondo, se puso en pie y se aupó desde el bote. Se había preparado para casi cualquier eventualidad, pero le tomó totalmente de improviso el punzante chillido de las gaitas en el mismo momento en que su cabeza y sus hombros ascendían sobre la cubierta. Quizá, más que cualquier otra cosa, el saludo de honor reservado al capitán le hizo comprender cuan grande era el paso de un puesto de teniente a la posición de mando.
Parecía demasiado para que fuera incluido en la misma imagen. Las espadas alzadas, los contramaestres con sus silbatos de plata en los labios, los marineros con la espalda descubierta en las pasarelas, o subidos en los obenques. Bajo sus pies sentía la confortable seguridad de la cubierta, y una vez más comprendió el cambio que ese barco significaba para él. Después de la enorme mole del
Trojan
y el inmenso peso de su artillería, esa corbeta parecía incluso viva.
Uno de los oficiales se adelantó a la toldilla en cuanto Bolitho se despojó del sombrero.
—Bienvenido a bordo, señor —dijo—. Soy Graves, el segundo teniente.
Bolitho le observó con atención. El teniente era joven y despierto, pero poseía en sus rasgos oscuros la controlada precaución de un hombre mucho mayor.
—Todos esperamos que se encuentre a gusto a bordo, señor —añadió, medio girado hacia los otros.
—¿Y el primer teniente? —preguntó Bolitho.
Graves desvió la mirada.
—En el buque insignia, señor. Tenía una cita —se encaró a él rápidamente—. No ha sido su intención parecer descortés, señor, puedo asegurárselo.
Bolitho asintió. La explicación de Graves resultaba demasiado rápida, demasiado elocuente; o la de un hombre que deseaba atraer la atención hacia el comportamiento del oficial al excusarle de esa manera.