Las órdenes, cuando procedían de un inmaculado oficial, resultaban asombrosamente breves. Por orden del comandante en jefe, Richard Bolitho asumiría el puesto de comandante, con el rango y la paga correspondientes. El nombramiento tendría lugar inmediatamente. Se aprovisionaría de los uniformes necesarios y se presentaría en el nuevo cuartel general en el plazo de dos días. Miró su imagen en el espejo. Eso era hoy.
Parecía que en Antigua uno podía conseguir cualquier cosa, incluso en tan corto plazo, con tal de que pudiera pagar lo suficiente. Y ahora, en lugar de su deteriorado uniforme de teniente, contemplaba las anchas solapas azules de comandante y la única franja dorada en cada manga que le proclamaba como un proyecto de joven capitán. Tras él, en una silla, un tricornio rematado con un cordón de oro brillaba bajo la luz tamizada, como todo lo demás, su chaleco y sus pantalones blancos, su rígida pechera, sus zapatos polvorientos; incluso la preciosa espada de puño curvado, que había escogido con tanto cuidado, era tan nuevo que parecía que había pedido prestado el uniforme. No se había atrevido a calcular el coste de los sobornos necesarios para obtenerlo en el plazo fijado. Un anticipo de su recompensa, tan duramente ganada, había desaparecido ya.
Se tocó un mechón de pelo negro que colgaba, rebelde, sobre su ojo derecho. Sentía calor en la profunda cicatriz que corría bajo ese mechón hasta la raíz del pelo, como si sólo hiciera semanas, y no años, desde que fuera derribado por un alfanje.
Pese a su tensión interna, se sonrió. Joven o no, había dado el primer paso importante; un paso que podría traerle fama o desgracia, pero que, como toda su familia antes que él, había aguardado con ansiedad e impaciencia.
Sonaron más pasos en el corredor; ajustó su pechera y colocó la nueva espada de modo que no le molestara en la cadera. Una vez más, el espejo le devolvió la imagen de un extraño. El uniforme, el modo tenso como mantenía erguida su esbelta figura, como si desfilase, manifestaba más aprensión de la que él creía albergar.
Se detuvo ante la puerta, y con un movimiento aferró su tricornio y lo aplastó bajo el brazo, en un intento de olvidarse de su corazón, que golpeaba contra las costillas como un martillo. Sentía la boca seca, pero aun así notaba que el sudor corría por entre las paletillas como una lluvia cálida.
Richard Bolitho tenía veintidós años, y había servido en la Armada Real desde los doce. Pero mientras fijaba su mirada en la manilla dorada, se sentía más como un guardiamarina asustado que como el hombre que iba a recibir el regalo más codiciado que podía otorgarse a un ser humano: la capacidad de dar órdenes, el mando de un navío.
El sargento de marina le miró, imperturbable.
—Cuando esté listo, señor. El capitán Colquhoun le recibirá ahora.
—Estoy listo, gracias.
El marinero le observó con una imperceptible sonrisa.
—Sin duda le agradará saberlo, señor.
Bolitho no escuchó ni una palabra. Al seguir al sargento penetró en el corredor y en otro mundo.
El capitán Colquhoun se levantó por un instante de detrás de un inmenso escritorio, hizo ademán de ofrecer su mano, y se hundió luego nuevamente en el sillón.
—Siéntese, se lo ruego, Bolitho.
Se volvió hacia una ventana y resultó imposible apreciar su expresión, pero mientras Bolitho se acomodaba en una estrecha silla, de respaldo alto, sabía perfectamente que el otro hombre le escrutaba.
—Presenta buenos informes —dijo Colquhoun. Abrió un sobre de lona y sus ojos repasaron los papeles que contenía—. Veo que fue teniente oficial en el 74 —le dirigió una mirada penetrante—. ¿Correcto?
—Sí, señor —replicó Bolitho—. Una fragata, la
Destiny
.
Llevaba suficiente tiempo en la marina como para saber que las entrevistas con los superiores llevaban tiempo. Cada cual hacía gala de su propio método, pero todo parecía radicar en mantener una actitud general de incómoda expectación. Trató de olvidarse de la cabeza inclinada de Colquhoun y se obligó a mirar, en cambio, en torno a la habitación: paredes blancas y azulejos de colores en el suelo, algunos muebles oscuros, muy pesados, y una mesa casi cubierta por hermosas jarras. Colquhoun, por lo que podía apreciarse, sabía disfrutar de la vida. Su mirada se deslizó hasta su nuevo superior. A primera vista aparentaba unos treinta años, y, por lo que la ventana iluminada dejaba ver, poseía rasgos bien dibujados y una barbilla pequeña y agresiva. Tenía el pelo claro, recogido en la nuca, como el suyo propio, tal y como dictaba la moda, y Bolitho reparó en que, pese a su servicio en la zona, su piel presentaba un matiz notablemente pálido.
—Su capitán habla bien de usted —los informes crujieron—. Muy bien.
Bolitho intentó no tragar saliva, para no delatar así la sequedad de su garganta. El capitán Pears, del
Trojan
, había enviado un informe a través de él mismo a bordo del navío apresado. Si hubiera podido prever la posterior suerte de Bolitho con el barco pirata, su informe hubiera sido incluso mejor. Era extraño, pensó. Durante los tres años a bordo del barco de Pears jamás le había comprendido. A menudo imaginó que no agradaba a su capitán, y que, como mucho, éste toleraba sus esfuerzos. Y ahora, en aquel escritorio, bajo los ojos de un nuevo superior, las palabras de Pears revelaban una realidad muy distinta.
—Gracias, señor.
—Hmm —Colquhoun se puso en pie y caminó hacia a la mesa. Entonces cambió de idea; se encaminó a la ventana, y contempló, ausente, el embarcadero—. Se me ordena encomendarle un nuevo destino. Deberá probar su valía, la habilidad de obedecer órdenes, más que de adaptarlas a su propia conveniencia.
Bolitho aguardó. Era imposible seguir a aquel hombre.
—Desde el desastre militar en Saratoga, el año pasado —añadió Colquhoun— hemos presenciado todos los movimientos de los franceses para incrementar su ayuda a los americanos. En un principio, enviaron suministros y estrategas militares. Luego, corsarios y soldados de fortuna, mercenarios —escupió las palabras—. Ahora ya no se recatan a la hora de utilizar a los americanos para sus propios fines, cada vez más ambiciosos, y recuperar de ese modo el territorio que perdieron ante nosotros en la guerra de los Siete Años.
Bolitho aferró la empuñadura de su nueva espada y trató de permanecer tranquilo, al menos en apariencia. En algún lugar, fuera de aquella habitación, un barco aguardaba a su nuevo capitán. Viejo o moderno, enorme o insignificante como unidad en combate, ahora le pertenecía por entero. Y debía permanecer inmóvil, escuchando las observaciones del capitán Colquhoun sobre la guerra. Bolitho había estado involucrado en ella desde su inicio, y ya sabía, por un oficial, compañero del
Octavia
, que Colquhoun había llegado de Inglaterra hacía apenas seis meses.
—Pero mientras controlemos las rutas marítimas y los canales de abastecimiento, ni los franceses, ni el maldito Papa podrán impedirnos que recobremos el total control en tierra —se volvió ligeramente, y el sol recorrió el cordoncillo dorado de su casaca—. ¿No está de acuerdo?
Bolitho se removió en su silla.
—Hasta cierto punto, señor. Pero…
Colquhoun le interrumpió con brusquedad.
—Pero no es una palabra de mi agrado. O está de acuerdo, o no lo está.
—Creo que deberíamos esmerarnos más en detectar a los corsarios y en destruirlos de raíz, señor —calló, aguardando alguna corrección corrosiva. Continuó—: Poseemos muy pocos barcos como para desperdiciarlos en una misión de convoy. Cualquier ataque a los mercantes, hostigados por dos o más barcos al mismo tiempo, puede jugar una mala pasada si le acompaña una única escolta.
—Cierto. Me sorprende usted.
Bolitho se mordió los labios. Se había buscado la perdición. Quizás Colquhoun esperaba premiar con ese puesto a uno de sus protegidos, y veía a Bolitho como un intruso. Fuera como fuera, no parecía quedar ninguna duda sobre su hostilidad.
—Por supuesto, he oído hablar de su familia, Bolitho. Estirpe de marinos. Ninguno de ello dudó nunca en arriesgar el pescuezo. Y en estos momentos necesitamos con nosotros a los mejores oficiales de guerra que podamos encontrar —se volvió, súbitamente, hacia la ventana—. Acérquese.
Bolitho se situó a su lado, y dirigió su mirada hacia los barcos fondeados.
—Impresionantes, ¿verdad? —Colquhoun emitió lo que podría haber sido un suspiro—. Pero, una vez en alta mar, dispersos por el viento, sólo son un puñado. Con los gabachos a nuestras espaldas amenazando Inglaterra una vez más, nos vemos forzados más allá de cualquier límite seguro —señaló hacia el puerto. Una fragata se ladeaba, escorada peligrosamente, con los pantoques llenos de gente ocupada; sus espaldas desnudas brillaban bajo el sol como caoba pulida.
—
Bacchante
, treinta y seis cañones —dijo Colquhoun, en voz baja—. Mi barco. La primera vez que fui capaz de reparar sus daños bajo la línea de flotación asumí el mando.
Bolitho le dedicó una breve mirada. Siempre había soñado con capitanear una fragata, desde que vivió su primera y breve experiencia en la
Destiny
, un barco pequeño de veintiocho cañones. Poseía gran agilidad de movimiento, y la capacidad de atacar con dureza a cualquier buque inferior a un navío de línea, y toda la potencia y la agilidad que un joven capitán pudiera desear; pero Colquhoun no parecía encajar en ese papel, con su constitución frágil y el atractivo pálido y petulante de un auténtico aristócrata. Sus ropas denotaban una factura excelente, y la espada que colgaba de su cadera debía de haber costado al menos doscientas guineas.
Colquhoun levantó un brazo.
—Mire a lo lejos. Más allá de mi barco podrá ver el resto de nuestra flotilla. Con eso, y sólo con eso, se espera de mí que patrulle y descubra al enemigo, que lleve mensajes a la flota, que enjuague las lágrimas de los ricos mercantes en cuanto vean una vela desconocida. Necesitaría una fuerza cinco veces mayor, e incluso así creo que me parecerían pocos.
Se volvió para observar la expresión de Bolitho mientras miraba más allá del agua resplandeciente.
—Tres corbetas de guerra —dijo Bolitho, muy despacio. Reparó en una pequeña goleta armada anclada más allá del resto—. Y una goleta.
—Correcto —Colquhoun regresó a su mesa y recogió un sobre muy pesado. Mientras lo sostenía, bajo los rayos del sol, dijo:
—Se le destina el
Sparrow
, Bolitho. Dieciocho cañones y sólo dos años de antigüedad —le miró sin apenas expresión—. Después de mi fragata, es la mejor bajo mi mando.
Bolitho no supo hacer más que continuar observándole.
—No sé qué decir, señor.
—Entonces, no diga nada —vertió brandy en dos vasos—. No albergo dudas respecto a su capacidad como oficial, Bolitho. Sus antecedentes son una prueba de ello. Sin embargo, obedecer y ejecutar órdenes sin hacer preguntas es una cosa; dirigir a otros, sostener sus tareas y sus vidas en una mano sin perder el control, es algo completamente distinto —le ofreció uno de los vasos—. Por su primer mando, Bolitho. Le deseo más suerte que la que ha guiado sus pasos a lo largo de este año de 1778, porque le aseguro que la necesitará.
El brandy le supo a fuego, pero la cabeza de Bolitho aún continuaba girando y apenas se dio cuenta de ello. Una nueva corbeta, la mejor bajo el mando de Colquhoun. En unos momentos se despertaría a bordo del
Octavia
, y nada de eso habría ocurrido al comenzar de nuevo el día.
—Su antecesor en el
Sparrow
murió hace poco —dijo Colquhoun en tono calmado.
—Lamento escuchar eso, señor.
—Hmm —Colquhoun le estudió concienzudamente—. Fiebres. Su primer teniente es demasiado joven para hacerse cargo del mando, incluso por breve espacio de tiempo —se encogió de hombros—. Su providencial llegada, las bendiciones de nuestro amado almirante, y, por supuesto, sus evidentes cualidades para el puesto, le convertían en una elección obvia. ¿Eh, Bolitho? —no sonreía.
Bolitho desvió la vista. Resultaría más seguro asumir desde el principio que Colquhoun carecía de sentido del humor.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor —dijo.
—Estoy seguro de ello —Colquhoun sacó su reloj y lo abrió con un chasquido—. El
Sparrow
se encuentra completamente equipado. En cuanto a hombres, quiero decir. Me veo obligado a enviar urgentemente la tripulación que logró la captura de su presa a otros veleros que los precisan. ¿Desea mantener consigo a algún compañero?
—Sí, señor. Solamente a uno. Muchas gracias.
—Es usted una mezcla curiosa —suspiró Colquhoun—. De Cornualles, si no estoy mal informado.
—Sí, señor.
—Ah, bien… —no continuó. A cambio, dijo: lo he arreglado todo para que en media hora un bote le recoja. Sus documentos ya estarán preparados.
Bolitho aguardó, casi esperando nuevos consejos. Colquhoun pareció leer en su mente, y habló en voz baja.
—De vez en cuando recibirá instrucciones por escrito; pero sólo le aclararán qué hacer. Cómo lleve a cabo la misión y logre el objetivo será únicamente cosa suya —se volvió de nuevo a la ventana, y sus ojos se posaron en la fragata escorada—. He sido capitán en cuatro ocasiones. La primera fue, por supuesto, la más emocionante. Pero también la recuerdo como la más solitaria. Ya no podía solicitar ayuda a mis compañeros en la cámara de oficiales, ni podía buscar distracciones en mis horas libres. Antes yo imaginaba que el capitán era una especie de dios, colocado sobre la faz de la tierra para ordenar, y que delegaba las preocupaciones de llevar a cabo sus órdenes a sus insignificantes subordinados. Ahora pienso de otra manera, como lo hará usted.
Bolitho recogió su sombrero.
—Procuraré recordarlo, señor.
Colquhoun no se le encaró.
—No, no lo recordará. Creerá que usted sabe más que nadie, y así debe
ser
. Pero en algún lugar a lo largo de la travesía, en las fauces de una galerna, o frente la andanada de un enemigo, o en plena calma chicha, con la tripulación medio enloquecida por la sed, conocerá el verdadero significado de ser capitán. Cuando todos los demás le estén mirando, en la popa, y usted tenga entre sus manos el poder de vida o muerte. Entonces descubrirá lo que significa, créame —luego añadió, brevemente—: Puede esperar en la estancia junto a la entrada.
La entrevista había terminado.
Bolitho avanzó hacia la puerta, con los ojos aún fijos en la silueta que se recortaba contra la luz del ventanal. Era aquel un momento tan importante que deseaba recordar todos los detalles, incluso el mobiliario y las lujosas jarras.