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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (26 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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—¡Conoces muy bien la batalla! —grité para hacerme oír.

—Así debería ser —me gritó—. He estado sesenta veces aquí.

Los buques de guerra francés y británico se fueron acercando cada vez más hasta que el
Victoria
estuvo tan cerca del
Bucentaure
que al pasar vi las caras de los oficiales en los camarotes de lujo. Tras una andanada ensordecedora de los cañones, la popa del buque francés se soltó cuando las balas de cañón británicas atravesaron de parte a parte la cubierta de cañones. En el recalmón, mientras los artilleros volvían a cargar, pude oír los gritos multilingües de los heridos. En Crimea había sido testigo de la guerra, pero de nada como aquello. Luchar tan de cerca con armas tan devastadoras dejaba los hombres reducidos a poco más que jirones y las súplicas de los supervivientes sonaban todavía peor sabiendo que con toda seguridad la asistencia médica que recibirían sería de lo más brutal y rudimentaria.

Casi me caí cuando el
Victoria
chocó con un barco francés situado a popa del
Bucentaure, y
mientras recuperaba el equilibrio comprendí lo cerca que estaban los barcos en ese tipo de batallas. No estaban a distancia… se tocaban. El humo de los cañones nos rodeó y tosí, y el silbido de los disparos cercanos de mosquete me hizo comprender que el peligro era real. Se produjo otro estruendo ensordecedor cuando los cañones del
Victoria
explotaron y el buque francés pareció estremecerse en el agua. Mi padre se echó atrás para permitir que un trozo grande de metal pasase entre nosotros y luego me entregó unos binoculares.

—¿Papá?

Metió la mano en el bolsillo y sacó, de todas las cosas posibles, nada menos que un tirachinas. Lo cargó con una bola de plomo que rodaba por la cubierta y lo tensó, apuntando a Nelson a través del humo que se agitaba.

—¿Ves al tirador en la plataforma delantera del aparejo francés?

—¿Sí?

—Tan pronto como ponga el dedo en el gatillo, cuenta hasta dos y di «fuego».

Miré fijamente el aparejo francés, di con el tirador y le vigilé de cerca. Estaba a menos de quince metros de Nelson. Era el disparo más fácil del mundo. Vi como tocaba el gatillo y…

—¡Fuego!

La bola de plomo voló del tirachinas y le dio a Nelson dolorosamente en la rodilla; cayó en la cubierta mientras el disparo que debería haberle matado se hundía en la madera sin causarle daño.

El capitán Hardy ordenó a sus hombres que llevasen a Nelson bajo cubierta, donde permanecería retenido durante el resto de la batalla. A la mañana siguiente Hardy sufriría su furia y no volvería a servir con él por desobedecer sus órdenes. Mi padre le dedicó un saludo al capitán Hardy, y el capitán Hardy se lo devolvió. Hardy había malogrado su carrera, pero había salvado a su almirante. Era un buen trato.

—Bien —dijo mi padre, guardándose el tirachinas—, todos sabemos cómo acaba esto. ¡Vamos!

Me agarró de la mano y nos pusimos a acelerar por el tiempo. La batalla acabó rápidamente y limpiaron por completo la cubierta; el día seguía a toda velocidad a la noche mientras navegábamos rápidamente de vuelta a Inglaterra para recibir una bienvenida jubilosa por parte de las multitudes que ocupaban los muelles. Luego el buque se desplazó de nuevo, pero en esta ocasión a Chatham, donde enmoheció, perdió los aparejos, los recuperó y volvió a moverse… pero en esta ocasión a Portsmouth, cuyos edificios se elevaban a nuestro alrededor a medida que avanzábamos a gran velocidad hacia el siglo XX.

Cuando desaceleramos volvíamos a estar en el presente, pero en la misma posición, en cubierta, aunque el buque estaba en dique seco y lleno de escolares con libretas de ejercicios que se dejaban guiar.

—Y en este punto —dijo el guía, señalando una placa en la cubierta—, el almirante Nelson recibió en la pierna el impacto de una bala perdida que probablemente le salvase la vida.

—Bien, trabajo terminado —dijo papá, poniéndose en pie y limpiándose las manos. Miró la hora—. Tengo que irme. Gracias por ayudar, garbancito. Recuerda: es posible que la Goliath intente atacar a los Mazos de Swindon, sobre todo al capitán del equipo, para asegurarse el resultado de la Superhoop, así que atenta. Dile a Emma… quiero decir, a lady Hamilton… que la recogeré a las ocho y media, de su hora, mañana… y dile a tu madre que la quiero.

Sonrió, se produjo otro destello rápido de luz y volví a encontrarme en el exterior del laboratorio patológico con Bowden, quien terminaba la frase que había empezado a la llegada de papá.

—…amos en los Montescos?

—¿Disculpa?

—He dicho si quieres oír mis planes para infiltrarnos en los Montescos —arrugó la nariz—. ¿Hueles a cordita?

—Me temo que sí. Escucha, tendrás que disculparme… creo que la Goliath podría intentar algo contra Roger Kapok y, sin él, tendremos todavía menos probabilidades de ganar la Superhoop.

Rió.

—Bardos fotocopiados, Mazos de Swindon, maridos erradicados. Te gustan las misiones imposibles, ¿no?

22 Roger Kapok

LA TASA DE CONTRICIÓN NO ES LO SUFICIENTEMENTE ELEVADA COMO PARA ALCANZAR LOS OBJETIVOS

Ése fue el dictamen devastador del señor Tork Armada, el portavoz de DEDIOS, el organismo que otorga la licencia a las instituciones religiosas. «A pesar de los esfuerzos continuos y concertados por parte de la Goliath por alcanzar los niveles de arrepentimiento exigidos por este organismo —dijo ayer el señor Armada durante una conferencia de prensa—, no ha logrado alcanzar ni la mitad de los requisitos mínimos de divinidad establecidos.» La Goliath recibió con sorpresa el informe del señor Armada, ya que la corporación había tenido la esperanza de que su petición se aprobase con rapidez y sin oposición. «Cambiamos de táctica para dirigirnos a los que consideran a la Goliath anatema —dijo el señor Schitt-Hawse, un portavoz de la empresa—. Recientemente hemos logrado el perdón de alguien que nos había despreciado profundamente, alguien que cuenta por veinte según las propias reglas de contrición de DEDIOS. Pronto habrá más como ella.» El señor Armada claramente no se sintió impresionado y se limitó a decir: «Bien, ya veremos.»

¡Goliath Hoy!
, 17 de julio de 1988

Subí rápidamente la calle hasta el estadio de cróquet para 30.000 espectadores, reflexionando profundamente. Esa mañana habían publicado las cifras de contrición de la Goliath y, gracias a mí y al Proyecto de Disculpa en Masa por Crimea, el cambio a religión no sólo parecía ya posible sino probable. El único aspecto positivo era que probablemente no se produjese hasta después de la Superhoop, por lo que cabía la posibilidad —confirmada por mi padre— de que la Goliath intentase comprar al equipo de Swindon. Y apuntar al capitán, Roger Kapok, era probablemente el mejor método.

Dejé atrás el aparcamiento VIP donde se exhibían en fila automóviles caros y le mostré al aburrido guardia de seguridad mi placa de OpEspec. Entré en el estadio y recorrí uno de los túneles de acceso hasta la parte superior, y desde allí miré al campo. En la distancia, los aros resultaban casi invisibles, pero sus posiciones quedaban indicadas por grandes círculos blancos pintados sobre el césped. La línea de las diez yardas cruzaba el césped de parte a parte y los «peligros naturales» —el jardín italiano hundido, los arbustos de rododendros y los parterres— destacaban con claridad. Cada «obstrucción» se había construido siguiendo meticulosamente las especificaciones de la Liga Mundial de Cróquet. Antes de cada partido se medía con exactitud la altura de los rododendros, los parterres se delimitaban con arbustos idénticos, se instalaban en el jardín las azucenas y la gran fuente de Minerva, idéntica a la de todos los campos del mundo, desde Dallas hasta Poona, desde Nairobi hasta Reykjavik.

Vi a los Mazos de Swindon dedicados a una dura sesión de entrenamiento. Roger Kapok se encontraba entre ellos, ladrando órdenes al equipo mientras todos corrían de acá para allá, haciendo girar los mazos peligrosamente cerca unos de otros. El cróquet a cuatro bolas podía ser un deporte peligroso, y manejar los mazos con poco espacio sin provocar heridas físicas de gravedad se consideraba una habilidad única en la Liga de Cróquet.

Bajé los escalones entre las filas de asientos, lo que casi acabó conmigo, porque a mitad de camino resbalé con una piel de plátano tirada con descuido y, de no haber sido por un juego de piernas habilidoso, me habría caído de cabeza contra los escalones de cemento. Mascullé una maldición, eché una mirada de furia a un encargado y entré en el campo.

—Bien —oí que decía Kapok al acercarme—, el sábado tenemos un encuentro importante y no quiero que nadie vaya pensando que vamos a ganar automáticamente porque lo haya predicho san Zvlkx. La semana pasada el hermano Thomas de York predijo una victoria por veinte puntos para los Lanzados de Battersea y los derrotaron de mala manera, así que al loro. No voy a consentir que el equipo confíe en el destino para ganar este encuentro… lo haremos con trabajo de equipo, dedicación y táctica. —Los jugadores reunidos emitieron gruñidos de aceptación y asintieron con la cabeza. Kapok siguió hablando—: Swindon nunca ha ganado la Superhoop, así que quiero que sea nuestra primera vez. Biffo, Smudger y Aubrey se encargarán como siempre de la ofensiva, y no quiero que nadie se caiga en el jardín hundido como pasa en todos los entrenamientos del martes. Los peligros están ahí para que perdáis las pelotas del oponente con golpes limpios y legales, y no quiero que los uséis para ningún otro propósito.

Kapok era un hombre corpulento, de pelo muy corto y nariz muy mal rota que llevaba con orgullo. Cinco años antes había recibido un pelotazo en la cara, cuando no eran obligatorios los cascos y las defensas corporales. Llevaba más de diez años en Swindon y, a sus treinta y cinco, se encontraba en el límite de edad para un jugador profesional de cróquet. Él y el resto de los miembros del equipo eran leyendas locales y, que se recordara, no habían tenido que pagar las bebidas en el pub… Pero fuera de Swindon eran prácticamente desconocidos.

—Thursday Next —dije, acercándome y presentándome—, OpEspec. ¿Podemos hablar?

—Claro. Descansad, chicos.

Le di la mano a Roger y nos fuimos hacia el parterre adyacente a la línea de las cuarenta yardas, junto a la apisonadora de jardín que, debido a un horrible accidente en la Copa PanPacífica del año pasado, ahora estaba acolchada.

—Soy un gran admirador suyo, señorita Next —dijo Roger, sonriendo de oreja a oreja y dejando al descubierto varios huecos en la dentadura—. Su trabajo
en Jane Eyre
fue asombroso. Me encantan las novelas de Charlotte Brontë. ¿No le parece que el personaje de Ginevra Fanshawe de
Villette
y el de Blanche Ingram de
Jane Eyre
son similares?

Efectivamente, me había dado cuenta, más que nada porque en realidad eran la misma persona, pero no me pareció que Kapok o cualquier otro tuviesen necesidad de conocer la economía del MundoLibro.

—¿En serio? —dije—. No me había dado cuenta. Vayamos al grano, señor Kapok. ¿Alguien ha intentado convencerle para no jugar el sábado?

—No. Y probablemente me ha oído decirle al equipo que haga caso omiso de la Séptima Revelación. Aspiramos a ganar por nosotros mismos y por Swindon. ¡Y ganaremos, tiene mi palabra!

Sonrió, con la resplandeciente sonrisa reconstruida de Roger Kapok que tantas veces había visto en las vallas publicitarias de Swindon, anunciándolo todo, desde pasta de dientes hasta pintura para el suelo. Su confianza era contagiosa y de pronto derrotar a los Machacadores de Reading me pareció, más que «completamente imposible», «bastante improbable».

—¿Y qué hay de usted? —pregunté, recordando la advertencia de mi padre al respecto de que sería el primero al que la Goliath trataría de atacar.

—¿Qué pasa conmigo?

—¿Permanecerá en el equipo pase lo que pase?

—¡Claro que sí! —respondió—. Ni los caballos salvajes podrían impedirme liderar la victoria de los Mazos.

—¿Prometido?

—Por mi honor. El código de los Kapok está en juego. Sólo la muerte me impedirá estar el sábado en el campo.

—Debería ser precavido, señor Kapok —dije—. La Goliath hará todo lo posible para garantizar una victoria de Reading en la Superhoop.

—Sé cuidar de mí mismo.

—No lo pongo en duda, pero aun así debería tener cuidado. —Callé, invadida por un súbito impulso infantil—. ¿Le importa… si doy un golpe? —Señalé su mazo y él dejó caer una bola azul al suelo.

—¿Jugaba?

—En el equipo de la universidad.

—¡Roger! —gritó uno de los jugadores a nuestra espalda. Se disculpó y yo me cuadré frente a la bola. Hacía años que no jugaba, pero sólo por falta de tiempo libre. Se trataba de un juego rápido y violento, muy diferente de su anticuado predecesor, aunque los peligros naturales, como los rododendros y los demás elementos de jardín, se mantenían desde la época en que no era más que un inofensivo juego de jardín. Con el pie hice rodar la bola para plantarla firmemente en la hierba. Mi antiguo entrenador de cróquet había sido un ex jugador de la liga llamado Alf Widdeershaine, que siempre me decía que la concentración era el ingrediente de los mejores jugadores de cróquet… y Alf debía saberlo bien porque había sido profesional con los Bombarderos de Slough y se había retirado con 7.892 carreras de aro, un récord todavía imbatido. Miré a lo largo del campo hasta el aro posterior de las cuarenta yardas. Desde donde estaba no era más grande que la punta de un dedo. Alf había hecho aro desde cincuenta yardas de distancia, pero mi mejor marca era de sólo veinte. Me concentré mientras agarraba el mango de cuero, luego levanté el mazo y descargué un tremendo golpe. Se oyó un restallido satisfactorio y la bola describió un arco bajo… directamente hacia los rododendros. Maldición. De haber sido en un partido, habría «perdido la bola» hasta el siguiente tercio. Me volví para comprobar si alguien había estado mirándome, pero por suerte no había sido así. En vez de eso, parecía que los miembros del equipo estaban enzarzados en un altercado. Dejé caer el mazo y corrí.

—¡No puedes irte! —gritaba Aubrey Jambe, defensa de aro—. ¿Qué pasa con la Superhoop?

—Os irá bien sin mí —imploró Kapok—, ¡de verdad!

Estaba junto a dos hombres trajeados que no parecían dedicarse al negocio del deporte. Les mostré la identificación.

—Thursday Next, OpEspec. ¿Qué pasa?

Los dos hombres se miraron. Habló el alto.

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