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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Amanecer (2 page)

BOOK: Amanecer
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Pasó más tiempo. Resistió, no habló directamente a sus captores, como no fuera para maldecirlos. No les ofreció cooperación. Hubo momentos en los que no sabía para qué resistía. ¿Qué iba a perder si contestaba a las preguntas de sus carceleros? ¿Qué tenía que perder, como no fuese la desesperación, el aislamiento y el silencio? Y, sin embargo, resistió.

Llegó un momento en que no pudo evitar el hablar consigo misma, en que le pareció que cada pensamiento que se le ocurría debía de ser dicho en voz alta. Hacía intentos desesperados por estar callada, pero, de algún modo, las palabras empezaban a brotar de ella otra vez. Pensó que perdería la cordura, que ya había empezado a perderla. Se puso a llorar.

Al fin, mientras estaba sentada en el suelo, balanceándose, pensando en volverse loca, y quizá también hablando de ello consigo misma, algo fue metido en la habitación... algún gas quizá. Cayó hacia atrás y se hundió en lo que luego consideraría como su segundo largo sueño.

En su siguiente Despertar, fuera horas, días o años después, sus captores comenzaron a hablar de nuevo con ella, haciéndole las mismas preguntas, como si no se las hubieran hecho antes. Esta vez les contestó. Cuando le parecía, les mentía, pero siempre les contestaba. En el largo sueño había estado su curación: se despertó sin una tendencia especial a decir en voz alta lo que pensaba, o a sentarse en el suelo y balancearse de adelante hacia atrás, pero conservaba sus recuerdos. Se acordaba muy bien del largo período de silencio y aislamiento, y pensó que incluso resultaba preferible un inquisidor no visto.

Las preguntas se hicieron más complejas. De hecho, durante los Despertares posteriores, llegaron a convertirse en conversaciones. En una ocasión pusieron con ella a un niño..., un pequeño de largo y liso cabello negro y piel marrón humo, más pálida que la de ella. No hablaba inglés, y sentía pánico de ella. Sólo tendría unos cinco años de edad, un poco mayor que Ayre, su hijo. El Despertar junto a ella, en aquel extraño lugar, probablemente había sido la cosa más aterradora que jamás hubiera experimentado el pequeño. El niño pasó muchas de las primeras horas encerrado en el lavabo o apretado contra el rincón más alejado a ella. Le llevó largo tiempo convencerle de que no era peligrosa. Luego empezó a enseñarle inglés, y él le enseñó su propio idioma, fuera el que fuese. Se llamaba Sharad. Ella le cantaba canciones, y él las aprendía al momento. Las cantaba luego, en un inglés casi sin acento, y no comprendía por qué ella no hacía lo mismo cuando él le cantaba sus propias canciones.

Al final, ella aprendió sus canciones. Disfrutaba con el ejercicio. Cualquier cosa nueva era un tesoro.

Sharad fue una bendición. Incluso cuando mojaba la cama que compartían, o se ponía impaciente porque ella no lograba entenderle con la bastante rapidez. No era muy parecido a Ayre ni en aspecto ni en temperamento, pero podía tocarlo. No recordaba cuándo era la última vez en que había tocado a alguien, y no se había dado cuenta de lo mucho que había notado a faltar esto. Se preocupaba por él y se preguntaba cómo protegerlo. ¿Quién sabía lo que le habrían hecho sus carceleros..., o lo que le podrían hacer? Pero tenía tan poco poder sobre ellos como lo pudiese tener él: al siguiente Despertar, había desaparecido. Experimento terminado.

Les suplicó que lo dejasen volver, pero se negaron. Le contestaron que estaba con su madre. No los creyó. Se imaginó a Sharad encerrado a solas en su propio cubículo diminuto, con su retentiva mente embotándose a medida que pasaba el tiempo.

Impertérritos, sus captores empezaron una nueva y compleja serie de preguntas y ejercicios.

2

¿Qué le harían esta vez? ¿Más preguntas? ¿Darle otro compañero? Apenas si le importaba.

Permaneció sentada en la cama, vestida, cansada de un modo profundo y vacío que nada tenía que ver con el cansancio físico. Más pronto o más tarde, alguien le hablaría.

Fue una larga espera. Se había recostado, ya casi dormida, cuando una voz dijo su nombre.

—¿Lilith?—La habitual, tranquila y andrógina voz.

Inspiró, cansina y profundamente.

—¿Qué?— respondió. Pero, en el mismo momento en que hablaba, se dio cuenta de que la voz no le había llegado de arriba, como siempre. Se incorporó con premura y miró en derredor. En un rincón divisó la figura de un hombre, alto y de largos cabellos.

¿Era aquel el motivo por el que esta vez le habían dado ropa? Él parecía vestir un conjunto similar. ¿Algo que quitarse cuando ambos hubieran llegado a conocerse mejor?

¡Buen Dios!

—Creo —dijo ella— que usted puede ser la gota que desborda el vaso.

—No estoy aquí para hacerle daño —afirmó él.

—No. Claro que no.

—Estoy aquí para sacarla fuera.

Ahora ella se puso en pie, mirándole fijamente, deseando que hubiera más luz.

¿Estaría bromeando? ¿Burlándose de ella?

—Fuera, ¿para qué?

—Para su educación, para trabajar… Para el inicio de una nueva vida.

Ella dio un paso hacia él y se detuvo. De algún modo, la asustaba. No podía obligarse a sí misma a acercársele.

—Algo anda mal —afirmó—. ¿Quién es usted?

Él se movió un poco:

—¿Y qué soy?

Ella se sobresaltó, porque había estado a punto de preguntárselo.

—No soy un hombre —prosiguió él—. No soy un ser humano.

Ella retrocedió hasta la cama, pero no se sentó.

—Dígame qué es.

—Estoy aquí para explicárselo…, y para mostrárselo. ¿Querrá mirarme ahora?

Dado que ya estaba mirando en su dirección, eso la hizo fruncir el entrecejo:

—La luz…

—Cambiará cuando usted esté dispuesta.

—¿Qué… es usted? ¿Viene de otro mundo?

—De un cierto número de otros mundos. Usted es una de los pocos angloparlantes que nunca consideró la posibilidad de que podía estar en manos de extraterrestres.

—La consideré —susurró Lilith—. Así como la posibilidad de que estuviera en prisión, en un manicomio, en manos del FBI, la CÍA o el KGB. Las otras posibilidades me parecían marginalmente menos ridículas.

El ser no dijo nada. Permanecía absolutamente inmóvil en su rincón, y ella supo, por los muchos Despertares anteriores, que no volvería a hablar de nuevo con ella hasta que ella hiciese lo que él quería…, hasta que le dijese que estaba dispuesta a mirarle y luego, bajo una luz más brillante, le diese la obligada mirada. Aquellas cosas, fueran lo que fuesen, eran asombrosamente eficientes en aquello de saber esperar. Así que, a su vez, hizo que aquel ser esperase durante varios minutos, y él no sólo permaneció en silencio, sino que, además, no movió ni un músculo. ¿Disciplina o fisiología?

No sentía miedo. Ya antes de su captura había superado aquello de que la asustasen las caras «feas». Lo que sí la asustaba era lo desconocido. Pero prefería acostumbrarse a cualquier número de caras feas a permanecer en su jaula.

—Muy bien —dijo—. Veámoslo.

Las luces se hicieron más brillantes, como ella había supuesto que sucedería, y lo que había parecido ser un hombre alto y delgado siguió siendo humanoide; pero no tenía nariz…, ni protuberancia ni ventanillas, simplemente una piel plana y gris. Todo él era gris: piel gris pálido, un cabello de un gris más oscuro en su cabeza, que crecía hacia abajo alrededor de sus ojos, orejas y garganta. Había tanto cabello por delante de los ojos, que se preguntó cómo podría ver. El largo y espeso cabello parecía surgir tanto de dentro de las orejas como de alrededor de las mismas. Por encima, se unía al cabello de los ojos y, por abajo y por detrás, al del cráneo. La isla de cabello de la garganta parecía moverse un poco, y se le ocurrió que podía ser por allí por donde respirase…, como en una especie de traqueotomía natural.

Lilith contempló el cuerpo humanoide, preguntándose cuan parecido a los seres humanos sería en realidad.

—No pretendo ofenderle —le dijo—. Pero, ¿es usted macho o hembra?

—Es un error asumir que debo ser de un sexo con el que usted esté familiarizada —

contestó él—. Pero resulta que soy macho.

Bien. Al menos podía atribuirle un género concreto. Era menos molesto.

—Observe —prosiguió él— que lo que probablemente usted ve como cabello no lo es en realidad. No tengo cabello, y lo que realmente tengo no parece gustarles a los humanos.

—¿Por qué?

—Acérquese más y véalo usted misma.

No deseaba estar más cerca de él. Antes, no había sabido qué era lo que la había mantenido alejada; ahora, estaba segura de que era su inhumanidad, sus diferencias, el hecho de ser auténticamente de otro mundo. Descubrió que seguía siendo incapaz de dar un solo paso más hacia él.

—Oh, Dios —susurró, y el cabello…, o lo que fuese, se movió. Una parte del mismo pareció moverse hacia ella como impulsado por el viento…, aunque el aire de la habitación no se movía ni un ápice.

Frunció el entrecejo, forzó la vista para ver, para comprender. Luego, bruscamente, comprendió. Se echó hacia atrás, rodeó la cama corriendo, y se dirigió hacia la pared más lejana. Cuando no pudo seguir más lejos, se apretó contra la pared, mirándole.

Medusa.

Algo del «cabello» se estremeció independientemente, como un nido de víboras sobresaltado, haciéndolas partir en todas direcciones.

Volvió la cara hacia la pared, presa de repugnancia.

—No son animales diferenciados—explicó él—. Son órganos sensoriales. No son más peligrosos de lo que lo puedan ser su nariz o sus ojos. Es natural en ellos el moverse en respuesta a mis deseos o emociones, o a estímulos externos. También los tenemos en nuestros cuerpos. Los necesitamos, del mismo modo que ustedes necesitan sus ojos, orejas o nariz.

—Pero… —de nuevo le hizo frente, incrédula. ¿Para qué iba a necesitar esas cosas…

esos tentáculos, para complementar sus otros sentidos?

—Cuando pueda —dijo él—, venga más cerca y míreme. He comprobado que algunos humanos creían ver órganos sensoriales en mi cabeza…, y luego los he visto irritarse conmigo cuando se han dado cuenta de que estaban equivocados.

—No puedo —susurró ella, aunque ahora deseaba hacerlo. ¿Cómo podía haber estado tan equivocada? ¿Cómo podían haberle engañado de tal modo sus propios sentidos?

—Lo hará —afirmó él—. Mis órganos sensoriales no son peligrosos para usted. Tendrá que acostumbrarse a ellos.

—¡No!

Los tentáculos eran elásticos. Ante su grito, algunos de ellos se alargaron, tendiéndose hacia ella. Imaginó unos enormes gusanos nocturnos, estremeciéndose lentamente, moribundos, extendidos a lo largo de la acera tras una lluvia. Imaginó pequeños y tentaculados gusanos de mar, nudibranquios, que hubieran crecido de un modo imposible hasta adquirir tamaño y forma humanos y que, cosa obscena, sus voces sonasen más a ser humano que las de muchos seres humanos. Y, sin embargo, necesitaba oírle hablar.

Callado, entonces sí que le parecía absolutamente alienígena.

Tragó saliva.

—¡Escuche! ¡No se quede en silencio, hábleme!

—¿Sí?

—Y, ya que estamos en ello, dígame: ¿Cómo es que habla tan bien el inglés? Por lo menos, debería tener un acento poco normal.

—Me ha enseñado gente como usted. Hablo varios idiomas humanos. Empecé a aprenderlos de muy joven.

—¿Cuántos otros humanos tienen aquí? Y, de paso, ¿dónde es aquí?

—Éste es mi hogar. Usted lo llamaría una nave…, una nave muy grande, en comparación con las que construyó su gente. Lo que realmente es este lugar, no lo puedo traducir. Pero, si lo llama nave, la entenderán. Se encuentra en órbita alrededor de su planeta Tierra, en algún punto de más allá de la órbita de su satélite, la Luna. En cuanto al número de humanos que hay aquí…, están todos los que sobrevivieron a su guerra.

Recogimos a todos los que pudimos. Aquellos a los que no hallamos a tiempo murieron a causa de las heridas, las enfermedades, el hambre, las radiaciones, el frío… Los encontramos luego, demasiado tarde.

Le creía. En su intento de destruirse a sí misma, la Humanidad había convertido a su mundo en algo inhabitable. Ella había estado segura de que iba a morir, a pesar de que había sobrevivido a las bombas sin sufrir siquiera un rasguño. Entonces había considerado que su supervivencia era cuestión de mala suerte…, la promesa de una muerte más lenta. Y, ahora…

—¿Queda algo en la Tierra? —susurró—. Algo vivo, quiero decir…

—¡Oh, sí! El tiempo y nuestros esfuerzos han ido restaurando su planeta…

Esto la sobresaltó. Consiguió mirarle por un momento sin ser distraída por los tentáculos, que se movían lentamente.

—¿Restaurarla? ¿Para qué?

—Para usarla. Finalmente, usted volverá allí.

—¿Me enviarán de vuelta? ¿Y también a los otros humanos?

—Sí.

—¿Para qué?

—Lo irá comprendiendo poco a poco.

Ella frunció el entrecejo.

—De acuerdo, empezaré ahora. Cuéntemelo.

Los tentáculos de su cabeza ondularon. Individualmente, se parecían más a gusanos grandes que a serpientes pequeñas. Largos y delgados, o cortos y gruesos como…,

¿como qué? ¿Ha cambiado su humor? ¿Presta ahora atención a otra cosa? Apartó la mirada.

—¡No! —dijo él secamente—. Lilith, sólo hablaré con usted si me mira.

Ella cerró una mano en un puño y deliberadamente se clavó las uñas en la palma hasta casi hacerse sangre. Con el dolor de esto para distraerla, se le enfrentó otra vez.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—Kaaltediinjdahya lel Kahguyaht aj Dinso.

Ella se le quedó mirando, luego suspiró y agitó negativamente la cabeza.

—Jdahya —dijo él—. Esa parte soy yo. Lo demás es mi familia y otras cosas.

Ella repitió el nombre más corto, tratando de pronunciarlo exactamente como lo había hecho él, para así conseguir pronunciar de un modo correcto el inusitado sonido de la j casi insonora:

—Jdahya —dijo—. Quiero saber cuál es el precio de la ayuda de su gente. ¿Qué es lo que quieren de nosotros?

—No más de lo que ustedes pueden darnos…, pero más de lo que usted pueda entender aquí y ahora. Hay cosas que, en un principio, le ayudarán a entenderlo más que las palabras. Hay cosas fuera que tiene que ver y oír.

—Dígame algo ahora, lo entienda o no.

Sus tentáculos ondularon.

—Sólo puedo decirle que su gente tiene algo que nosotros valoramos. Podrá empezar a comprender lo mucho que lo valoramos si le digo que, según su modo de calcular el tiempo, han pasado varios millones de años desde la última vez que nos atrevimos a interferir en el acto de autodestrucción de otro pueblo. Muchos de nosotros nos preguntamos si sería bueno hacerlo. Pensamos… que había existido un consenso entre ustedes, que habían estado de acuerdo en morir.

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