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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Sangre (22 page)

BOOK: Ámbar y Sangre
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-Valthonis es conocido como el Dios Caminante porque nunca se queda demasiado tiempo en un sitio. ¿Quién sabe dónde podré encontrarlo?

—Casualmente, yo lo sé —repuso el abad—. Muchos de nuestros sacerdotes han decidido viajar con Valthonis, como otros tantos hacen. Cuando nuestros hermanos se encuentran por casualidad con alguien de nuestra orden, me envían noticias. Hace sólo una semana que me llegaron las últimas y decían que Valthonis y sus seguidores se dirigían a Neraka.

Rhys se levantó, con fuerzas renovadas y lleno de energía.

—Gracias, reverendísimo. No estoy muy seguro de que sea correcto que inste a Mina a que use sus poderes milagrosos, pero creo que en este caso podría hacer una excepción. Podríamos estar en Neraka al caer la noche...

—Sigues siendo un hombre muy impetuoso, hermano Rhys —comentó el abad con cierto tono reprobador—. ¿Has olvidado tu clase de Historia sobre la Guerra de las Almas, hermano?

Aquélla era la segunda vez que le preguntaban a Rhys sobre sus clases de Historia. No imaginaba lo que quería decir el abad.

—Me temo que no comprendo, reverendísimo...

—Al final de la guerra, cuando los dioses habían recuperado el mundo y habían descubierto el terrible crimen de Takhisis, juzgaron que debía ser transformada en mortal. Para mantener el equilibrio, con el fin de que el número de dioses de la luz fuera igual al de los dioses de las tinieblas, Paladine se sacrificó y también se hizo mortal. Siendo él testigo, el elfo Silva- noshei mató a Takhisis. Ella murió en los brazos de Mina y ésta culpó a Paladine de la caída de su reina. Con el cuerpo de su señora entre los brazos, Mina juró que mataría a Valthonis.

Rhys se hundió en la silla, sus esperanzas barridas de un plumazo.

—Tienes razón, reverendísimo. Lo había olvidado.

—El Dios Caminante tienen guerreros elfos que lo protegen —apuntó el abad.

-Mina podría acabar con todo un ejército con sólo dar una patada al suelo. ¡Qué amarga ironía! La única persona que puede entregar a Mina lo que ella más desea en el mundo es la única persona del mundo a la que ha jurado matar.

—Dices que en forma de niña parece no recordar su pasado. No reconoció al Señor de la Muerte. Tal vez tampoco reconozca a Valthonis.

-Tal vez -concedió Rhys. Estaba pensando en la torre, en los Predilectos y en cómo Mina, al verse obligada a enfrentarse a ellos, se había visto obligada a enfrentarse a sí misma-. La cuestión es: ¿arriesgamos la vida de Valthonis confiando en que podría no reconocerlo?

»Por todo lo que he oído, Valthonis es honrado y apreciado allá donde va. Ha hecho mucho bien en ei mundo. Ha negociado la paz entre naciones que estaban en guerra. Ha dado esperanza a los desesperados. Aunque su semblante ya no posee el resplandor brillante de los dioses, sigue iluminando las tinieblas de la humanidad con su luz. ¿Nos arriesgamos a destruir a una persona tan valiosa?

-Mina es hija de los dioses de la luz -recordó el abad-, nacida en la dicha del momento de la creación. Ahora está perdida y asustada. ¿No se alegraría cualquier padre de encontrar a su hijo perdido y llevarlo a casa, a pesar de que su regreso le cueste su propia vida? Existe un riesgo, hermano, pero creo que es un riesgo que Valthonis está dispuesto a asumir.

Rhys meneó la cabeza. Él no estaba tan seguro. Cabía la posibilidad de que pudiera encontrar Morada de los Dioses él solo. Otros ya lo habían hecho. Si bien era cierto que Tanis el Semielfo viajaba en compañía de un dios, lo mismo podía decirse de Rhys.

Estaba intentando encontrar la manera de expresar sus dudas, cuando vio que el abad desviaba la mirada hacia la puerta, donde estaba un silencioso sacerdote de Majere, aguardando pacientemente el momento en que pudiera llamar la atención del abad.

—Reverendísimo —dijo el sacerdote, haciendo una reverencia—, perdona que te moleste, pero hay dos visitantes que preguntan por el hermano Rhys. Uno de ellos es un kender y parece muy impaciente por hablar con nuestro hermano.

—Hemos terminado nuestros asuntos, ¿verdad, hermano? —dijo el abad mientras se levantaba-. ¿O hay algo más que pueda hacer por ti?

—Me has dado todo lo que necesitaba y mucho más, reverendísimo —contestó sinceramente Rhys—. Ahora te pido tu bendición para el difícil camino que se extiende ante mí.

—Te bendigo de todo corazón, hermano. Tienes la bendición de Majere y la mía propia. ¿Vas a buscar a Valthonis? -quiso saber, cuando Rhys ya se disponía a salir.

—No lo sé, reverendísimo. He de tener en cuenta dos vidas, la de Valthonis y la de Mina. Tengo miedo de que las consecuencias de tal encuentro sean terribles para ambos.

—La decisión es tuya, hermano —contestó el abad solemnemente—, pero te recuerdo el viejo dicho: «Si el miedo es tu guía, jamás abandonarás tu casa.»

6

Un sacerdote recibió a Beleño, Mina y Atta en el Templo de Majere y los saludó con seria amabilidad. Todo aquel que visitaba el templo era recibido cordialmente, jamás se negaba la entrada a nadie. Todos los sacerdotes pedían a sus huéspedes que hablaran en voz baja, con el fin de no molestar a los fieles en su meditación. Ellos mismos hablaban en susurros. Si algún visitante era demasiado ruidoso o se comportaba de forma inadecuada, se le pedía educadamente que se marchara. No solían producirse problemas, pues la prodigiosa serenidad que imperaba en el templo transmitía una sensación de calma a todo aquel que entraba en él.

Incluso los kenders eran bienvenidos, algo que agradó a Beleño.

—Hay tan pocos sitios donde los kenders sean bienvenidos... —comentó al sacerdote.

—¿Necesitáis algo? —preguntó el sacerdote.

—Sólo a nuestro amigo, Rhys -contestó Beleño—, Espera que nos reunamos con él aquí. -Lanzó una mirada de soslayo a Mina y dijo en un tono cargado de intención-: Si pudieras pedirle que se diera prisa, te lo agradecería.

—El hermano Rhys está reunido con su reverendísimo —repuso el sacerdote—. Le diré que estáis aquí. Mientras tanto, ¿puedo ofreceros algo de beber o de comer?

—No, gracias, hermano. Acabo de desayunar. Bueno, pensándolo mejor, a lo mejor podría picar algo -respondió Beleño.

Mina negó con la cabeza sin pronunciar palabra. De repente se había vuelto muy tímida y se había quedado quieta con la cabeza gacha, y de vez en cuando lanzaba una mirada de soslayo. Estaba limpia, peinada y vestida con esmero, y lucía un bonito vestido de mangas largas y ajustadas que se cerraba con unos botones de nácar en la espalda. Parecía la personificación de la hija tímida y un poco presumida de un comerciante, aunque hasta entonces no se había comportado como tal. Sus travesuras en la posada y a lo largo de todo el camino al templo por poco vuelven loco al pobre Beleño.

Mina se había cansado de hacer pan y Laura la había enviado afuera para que jugara. En cuanto salió, empezó a corretear entre los guardias y después subió la escalera a la carrera. Beleño y un par de guardias tuvieron que subir detrás de ella para que bajara. Cuando por fin estaban en tierra firme y ya dispuestos a salir, Mina empezó a pisarle los talones al kender para hacerle tropezar, y cada vez que la regañaba, le sacaba la lengua.

Pero tampoco tardó mucho en aburrirse de molestar a Beleño, así que la emprendió contra Atta. Le tiró de la cola y las orejas hasta que la perra perdió la paciencia y le lanzó una dentellada. Los colmillos apenas le hicieron un arañazo, pero Mina se puso a chillar como si la estuviese atacando una jauría de lobos y todos los que pasaban por la calle se detuvieron para ver qué pasaba. Después birló una manzana de un carro y echó la culpa a Beleño, a quien se encargó de castigar como se merecía una vieja sorprendentemente ágil para su edad y con unos nudillos increíblemente duros. Beleño todavía se frotaba la cabeza dolorida. Cuando llegaron al templo, el kender estaba tan harto que ya no podía esperar ni un minuto más para devolvérsela a Rhys.

El monje los condujo a una parte del templo conocida como claustro, una especie de jardín interior, según las propias palabras de Beleño. El claustro era un espacio largo y estrecho, recorrido por una serie de columnas de piedra que permitían que entraran el aire y el sol. En el centro del claustro había una fuente de piedra pulida, en la que manaba el agua clara con un canto apaciguador. Rodeando la fuente había unos bancos de piedra.

El sacerdote llevó pan recién horneado y fruta a Beleño, y les dijo que Rhys no tardaría en reunirse con ellos. Beleño mandó a Mina que se sentara y se portara bien y, para su sorpresa, la niña obedeció. Se encaramó en un banco y miró en derredor: el agua que resbalaba por las piedras, las campanas que se balanceaban suavemente en lo alto, los dibujos de luces que el sol hacía sobre el suelo y una grulla que caminaba majestuosamente entre las flores silvestres. Empezó a dar golpes en el banco con el pie, pero paró por propia iniciativa antes de que Beleño tuviera tiempo de reprenderla.

Beleño se relajó. Los únicos sonidos que captaban sus oídos eran el canto de los pájaros, el armonioso murmullo del agua y el suspiro del viento entre las columnas, que a veces se detenía para tocar las campanillas de plata que colgaban de las ramas de los árboles. Le pareció que la atmósfera del templo resultaba muy relajante, pero también un poco aburrida, así que pensó que sería buena idea echar una cabezada para recuperarse de la dura experiencia como niñero de aquella mañana. Después de comer el pan y buena parte de la fruta, se tumbó en un banco y, tras ordenar a Atta que vigilara a Mina, cerró los ojos y se quedó amodorrado.

Atta se tumbó a los pies de Mina. La niña le acarició la cabeza.

—Siento haberte molestado —se disculpó, arrepentida.

Atta respondió con un lametazo para que entendiera que ya estaba perdonada y después apoyó la cabeza en las patas para observar la grulla y, tal vez, pensar en lo divertido que sería perseguir a la zancuda ladrando como una loca.

Rhys encontró una plácida escena cuando entró en el claustro: Beleño dormido, Atta tumbada y parpadeando somnolienta, y Mina tranquilamente sentada en el banco.

Rhys colocó el emmide a lo largo del banco y se sentó junto a Mina. La niña no lo miró, pues contemplaba el reflejo del sol sobre el agua.

—¿Te dijo tu abad cómo encontrar Morada de los Dioses?

-No lo sabía —contestó Rhys-, pero conocía a alguien que sí podría saberlo.

Creyó que le preguntaría el nombre de esa persona y dudaba entre si debía decírselo o no. Sin embargo, la niña no quiso saberlo y se sintió aliviado, porque todavía no había decidido si buscar al Dios Caminante.

Mina siguió sentada dócilmente. Beleño suspiró en sueños, se puso un brazo sobre la cabeza y estuvo a punto de caer del banco. Rhys volvió a colocarlo bien con delicadeza. Atta se tumbó sobre un costado y cerró los ojos.

Rhys dejó que el sosiego penetrara en su alma. Entregó sus cargas, sus preocupaciones, sus inquietudes y sus miedos al dios. Estaba con Majere, tratando de alcanzar lo inalcanzable -la perfección del dios— cuando un grito perturbó la quietud de la mañana. Atta se puso de pie de un salto y lanzó un ladrido. Beleño giró sobre sí mismo y cayó del banco.

A aquel primer grito le siguieron otros, todos ellos provenientes de Ringlera de Dioses. Las voces chillaban furiosas, asustadas o perplejas. Rhys oyó que alguien vociferaba «¡Fuego!» y entonces olió el humo. A continuación llegó el sonido de muchas voces recitando, un sonido frío y sobrenatural; y más gritos y gemidos de miedo y terror, el entrechocar del acero, los bramidos furiosos de los minotauros invocando a Sargonnas y las voces de los humanos que proferían gritos de guerra en nombre de Kiri-Jolith.

El olor a humo se hizo más intenso y ya podían verse feos penachos negros asomando por la parte posterior del jardín y flotando entre las columnas. Atta olfateó el aire y estornudó. Los gritos de alarma se intensificaron y cada vez se oían más cerca.

Los sacerdotes de Majere, arrancados de sus meditaciones, acudieron desde diferentes partes del templo o de los huertos donde estaban trabajando. Incluso en aquella situación de emergencia, los sacerdotes conservaban sus maneras sosegadas e iban caminando sin muestras de prisa o miedo. Muchos sonrieron e hicieron un gesto con la cabeza a Rhys, y su calma tenía un efecto tranquilizador. Los sacerdotes se reunieron alrededor del abad, que había salido de su despacho. El abad envió a dos monjes a ver lo que pasaba y mantuvo a los demás a su lado.

Pasara lo que pasase en la calle del templo, el recinto consagrado a Maje- re era el lugar más seguro en el que se podía estar.

Rhys oyó más gritos y una voz grave que se elevaba sobre todas las demás, dando órdenes.

—Ése es Gerard —dijo Beleño. Rozándose un codo, se asomó entre dos columnas— ¿Puedes ver algo? ¿Qué está pasando?

Una hilera de árboles y un seto alto que crecían delante del templo le bloqueaban la vista de la calle, pero Rhys adivinaba el intenso naranja de las llamas tras la pantalla de hojas. Beleño se encaramó al banco.

—Hay un edificio en llamas —informó a los demás—. No sé cuál. Espero que no sea la posada —añadió muy preocupado—. Esta noche hay pollo y bollos.

—El incendio está demasiado cerca para ser en la posada —lo tranquilizó Rhys—. Tiene que ser uno de los templos.

Mina se acurrucó contra Rhys y le cogió una mano. El estruendo de las voces era cada vez más intenso, y el entrechocar metálico del acero más agudo por momentos. El humo era más denso y picaba en la garganta. Los dos sacerdotes volvieron para informar de lo que pasaba. Traían el semblante serio y hablaban rápido. El abad los escuchó un momento y después empezó a dar órdenes. Los sacerdotes se dispersaron camino de sus celdas. Volvieron con pentagramas y entonando rezos a Majere. Juntos, empezaron a caminar con paso lento y tranquilo hacia la calle, donde, por el ruido que llegaba, parecía que había estallado una auténtica batalla campal.

El abad se acercó a hablar con Rhys.

-Tú y tus amigos deberíais quedaros entre nuestras paredes, hermano. Como seguro que tú mismo puedes oír, hay problemas en Ringlera de Dioses. No es seguro aventurarse fuera.

Un grito extraordinariamente agudo sobresaltó a Mina. Se puso pálida y gimió. El abad la miró y su expresión se ensombreció más aún.

—¿Qué está pasando, su monjísimo, señor? —preguntó Beleño—. ¿Estamos en guerra? La posada no está ardiendo, ¿verdad? Esta noche hay pollo y bollos.

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