Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (5 page)

BOOK: América
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Se puso en marcha al día siguiente. Llegó al edificio de oficinas del Senado y se encaminó directamente al despacho 101.

La recepcionista lo atendió y pulsó el botón del intercomunicador.

–Señor Kennedy, aquí hay un hombre que desea solicitar un puesto de investigador. Tiene credenciales de retiro del FBI.

La oficina se extendía detrás de la mujer sin separaciones: filas de archivadores, cubículos y salas de reuniones. Varios hombres trabajaban codo con codo, apretujados. El lugar hervía de actividad.

La mujer le dirigió una sonrisa.

–El señor Kennedy lo recibirá enseguida. Tome este primer pasillo y vaya hasta el fondo.

Kemper se internó en el ajetreo. El mobiliario del despacho parecía rescatado de un basurero: escritorios y cajones desparejados y tablones de corcho rebosantes de papeles.

–¿Señor Boyd?

Robert Kennedy asomó de su cubículo, que tenía el tamaño estándar y estaba amueblado con el escritorio estándar y un par de sillas.

Kennedy le ofreció el apretón de manos estándar, demasiado firme y totalmente predecible. Kemper tomó asiento y Kennedy señaló el bulto de la pistolera.

–No sabía que los hombres del FBI retirados tuvieran permiso para llevar armas.

–A lo largo de los años me he hecho enemigos. Que me haya retirado no impedirá que sigan odiándome.

–Los investigadores del Senado no llevan armas.

–Si me contrata, dejaré la mía en un cajón.

Kennedy sonrió y se apoyó en el escritorio.

–¿Es usted del sur?

–De Nashville, Tennessee.

–Sally Lefferts me ha dicho que ha pertenecido al FBI durante… ¿Cuánto dijo?¿Quince años?

–Diecisiete.

–¿Y por qué se ha retirado antes de tiempo?

–Durante los últimos nueve años he realizado misiones de infiltración en redes dedicadas al robo de coches y ha llegado el momento en que los ladrones de coches me conocen demasiado bien para seguir resultando convincente. Las normas del FBI contienen una cláusula de retiro anticipado para los agentes que han cumplido periodos prolongados de servicios especialmente peligrosos, y la he aprovechado.

–¿Aprovechado?¿Acaso esas misiones lo habían debilitado de algún modo?

–Antes de presentar la solicitud, pedí un cargo en el programa prioritario contra la delincuencia callejera, pero el señor Hoover tomó personalmente la decisión de rechazar mi petición, pese a saber perfectamente que deseaba trabajar contra el crimen organizado desde hacía tiempo. No, debilitado, no; lo que me sentía era frustrado.

Kennedy apartó el flequillo de su frente:

–Y por eso se ha dado de baja…

–¿Es una acusación?

–No, es una observación. Y, con franqueza, estoy sorprendido. El FBI es una organización muy cerrada, que inspira una gran lealtad, y los agentes no suelen retirarse por resentimiento.

Kemper alzó la voz muy ligeramente:

–Hay muchos agentes que se dan cuenta de que la mayor amenaza para el país es el crimen organizado, y no el comunismo interior. Las revelaciones de Apalachin obligaron al señor Hoover a establecer el programa contra la delincuencia callejera aunque, naturalmente, lo hizo a regañadientes. El programa está acumulando información contra las organizaciones delictivas; no busca pruebas incriminatorias definitivas para fundamentar su procesamiento federal, pero algo es algo y por lo menos quería participar en ello.

–Comprendo su frustración -asintió Kennedy con una sonrisa- y estoy de acuerdo con su crítica de las prioridades del señor Hoover, pero sigue extrañándome que haya abandonado el FBI.

–Antes de «abandonar» -Kemper también sonrió-, eché un vistazo al expediente privado del señor Hoover sobre el comité McClellan. Estoy al corriente de todo el trabajo del comité, incluido el asunto de Sun Valley y de su testigo desaparecido, Anton Gretzler. «Abandono» porque el señor Hoover tiene el FBI concentrado neuróticamente sobre inocuos izquierdistas, mientras el comité McClellan persigue a los auténticos malos de la historia. «Abandono» porque, dada mi obsesión, prefiero trabajar para usted.

Kennedy ensanchó su sonrisa.

–Nuestro mandato expira dentro de cinco meses. Entonces se quedará sin trabajo.

–Tengo una pensión del FBI y, en este tiempo, usted habrá presentado tantas pruebas ante los grandes jurados municipales que a sus colaboradores les lloverán ofertas para trabajar con ellos.

Bobby Kennedy señaló una pila de papeles.

–Aquí trabajamos duro. Investigamos a fondo. Enviamos citaciones y seguimos el rastro del dinero y litigamos. No arriesgamos la vida robando coches deportivos ni alargamos el descanso del almuerzo ni llevamos mujeres al hotel Willard para darnos un revolcón rápido. Nuestra idea de pasar un buen rato es hablar de lo mucho que aborrecemos a Jimmy Hoffa y a la mafia.

Kemper se puso en pie.

–Yo odio a Hoffa y a la mafia tanto como el señor Hoover los odia a usted y a su hermano.

Bobby soltó una carcajada.

–Le daré una respuesta dentro de unos días -añadió.

Kemper se acercó al despacho de Sally Lefferts. Eran las 2,30; Sally quizás estuviera libre para darse un revolcón rápido en el Willard.

La puerta estaba abierta y vio a Sally en su mesa, consumiendo pañuelos de papel, y a un hombre sentado a horcajadas en una silla, muy cerca de ella.

–¡Oh! Hola, Kemper.

Estaba encendida: ruborizada, casi colorada. Tenía ese enrojecimiento, demasiado brillante, que decía «he vuelto a perder en el amor».

–¿Estás ocupada? Puedo volver más tarde.

El hombre de la silla se volvió.

–Hola, senador -dijo Kemper.

John Kennedy sonrió. Sally se llevó el pañuelo a los ojos.

–Jack, éste es mi amigo, Kemper Boyd.

Los hombres se estrecharon la mano. Kennedy hizo un leve gesto de saludo con la cabeza.

–Señor Boyd, es un placer.

–El placer es totalmente mío, señor.

Sally puso una sonrisa forzada. Había llorado y se le había corrido el maquillaje.

–¿Cómo ha ido la entrevista, Kemper?

–Bien, creo. Tengo que irme, Sally. Sólo quería agradecerte la gestión…

Hubo varios leves gestos de cabeza. Nadie cruzó su mirada con los demás. Kennedy ofreció otro pañuelo a Sally.

Kemper bajó las escaleras y salió del edificio. Había estallado una tormenta; se refugió bajo una cornisa adornada por estatuas y dejó que la lluvia le rozara.

La coincidencia con Kennedy le resultó extraña. Salía de una entrevista con Bobby e, inmediatamente después, tenía un encuentro inesperado con Jack. Era como si algo le empujara discretamente en aquella dirección.

Kemper reflexionó a fondo.

El señor Hoover había mencionado a Sally como su vínculo más concreto con Jack Kennedy. El señor Hoover sabía que él y Jack compartían el gusto por las mujeres. El señor Hoover presentía que visitaría a Sally a su salida de la entrevista con Bobby.

El señor Hoover había presentido que llamaría a Sally de inmediato para que le ayudara a concertar una entrevista. El señor Hoover sabía que Bobby necesitaba investigadores y entrevistaba a los candidatos que se presentaban.

Kemper llegó a la conclusión lógica de todo aquello.

El señor Hoover tenía un confidente en el Capitolio. Estaba al corriente de que él había roto con Sally en el despacho de ésta para evitar una gran escena en público. Le había llegado la confidencia de que Jack Kennedy se disponía a hacer lo mismo… y había tratado de manipular a Kemper para colocarlo en situación de presenciarlo.

Parecía una conclusión lógica y coherente. Encajaba en el más puro estilo Hoover.

El señor Hoover, pensó Kemper, no confiaba por completo en él, en que fuera capaz de establecer un vínculo con Bobby, y se había ocupado de situarlo en un contexto simbiótico con Jack.

La lluvia le sentó bien. Un relámpago cruzó el cielo e iluminó por detrás la cúpula del Capitolio. Le daban ganas de quedarse allí y dejar que el mundo entero viniera a por él.

Escuchó un ruido de pisadas a su espalda y supo al instante de quién se trataba.

–¿Señor Boyd?

Se volvió. John Kennedy se estaba ajustando el cinturón de la gabardina.

–Senador…

–Llámeme Jack.

–Está bien, Jack.

Kennedy empezó a tiritar.

–¿Qué diablos hacemos plantados aquí?

–Cuando amaine un poco, podemos echar una carrera hasta el bar Mayflower.

–Podemos… y creo que debemos. Sally me ha hablado de usted, ¿sabe? Me dijo que debería esforzarme para perder mi acento como usted consiguió hacer con el suyo; por eso, me he llevado una sorpresa cuando le he oído hablar.

Kemper abandonó su habla arrastrada.

–Los mejores policías son gente del sur. Uno pone tono de palurdo y la gente tiende a subestimarlo y deja escapar sus secretos. Se me ha ocurrido que su hermano quizá lo sabía, de modo que he actuado en consecuencia. Usted está en el comité McClellan y, por tanto, he creído que debía mantener la uniformidad.

–Su secreto está a salvo conmigo -dijo Kennedy entre risas.

–Gracias. Y no se preocupe por Sally. Le gustan los hombres como a nosotros las mujeres y se recupera de las rupturas sentimentales con bastante rapidez.

–Se ha dado cuenta de lo que sucedía, ¿verdad?-murmuró el senador-. Lo sabía. Sally me dijo que usted cortó con ella de manera parecida.

–Siempre puede volver con ella esporádicamente -dijo Kemper con una sonrisa-. Sally agradece una velada en un buen hotel de vez en cuando.

–Lo tendré en cuenta. Un hombre de mis aspiraciones tiene que ser consciente de sus enredos.

Kemper se acercó más a «Jack». Casi podía ver al señor Hoover, bien sonriente.

–Conozco a un buen número de mujeres que saben llevar los asuntos sin enredos.

Kennedy sonrió y lo condujo bajo la lluvia:

–Vayamos a tomar una copa y hablemos de eso. Tengo una hora libre antes de reunirme con mi esposa.

3

(Chicago, 30/11/58)

Ward J. Littell

Una acción encubierta. Una clásica investigación en una guarida de comunistas por parte del FBI.

Littell hizo saltar el cerrojo con una regla. Las manos le rezumaban sudor. Las irrupciones en viviendas siempre eran arriesgadas: los vecinos oían ruidos y los sonidos del pasillo amortiguaban el ruido de pisadas que se acercaban.

Cerró la puerta tras él. La sala de estar cobró forma: muebles desvencijados, estanterías llenas de libros, carteles de protestas sindicales. Era la típica casa de un miembro del PCUSA. Encontraría documentos en el aparador del comedor.

Así fue. También encontró las típicas fotos en la pared: tristes instantáneas antiguas que pedían «Libertad para los Rosenberg». Patético.

Había tenido bajo vigilancia a Morton Katzenbach durante meses. Había escuchado montones de invectivas izquierdistas de sus labios y de una cosa estaba seguro: Morty no significaba ninguna amenaza para Estados Unidos.

En el puesto de bollos de Morty se reunía una célula comunista, cuya mayor «traición» era proporcionar garfios de garra de oso a obreros del sector del automóvil en huelga.

Littell sacó la Minox y fotografió los «documentos». Llenó tres carretes de película sobre registros de donativos… todos ellos inferiores a cincuenta dólares al mes.

Era un trabajo aburrido, asqueroso. Automáticamente, le vino a la cabeza su vieja jaculatoria.

Tienes cuarenta y cinco años. Eres un experto en intervención de comunicaciones. Eres un ex seminarista jesuita con un título de derecho, a dos años y dos meses de la jubilación. Tienes una ex esposa que engorda con tu pensión y una hija en Notre Dame y, si superas el examen del cuerpo de Letrados de Illinois y dejas el FBI, tus ingresos brutos durante los próximos años compensarán de largo la pensión que pierdas.

Fotografió dos listas de «gastos políticos». Morty llevaba nota de sus donativos en bollos: «sencillos», «con chocolate», «glaseados».

Oyó el ruido de una llave en la cerradura y vio abrirse la puerta a tres metros de él.

Faye Katzenbach entró con la compra. Cuando vio a Littell, movió la cabeza como si la presencia del intruso fuera lo más penoso del mundo.

–De modo que ahora se portan como vulgares rateros… -murmuró.

Littell derribó una lámpara en su apresurada huida.

El despacho estaba tranquilo; era mediodía y sólo había un puñado de agentes dedicados a recopilar teletipos. Littell encontró una nota sobre su mesa.

Había llamado K. Boyd. Estaba en la ciudad, iba camino de Florida y le proponía una cita en The Pump Room, a las siete. Kemper Boyd… ¡Sí!

Chick Leahy se acercó agitando unas copias de informes.

–Necesitaré el expediente completo sobre Katzenbach, con fotos adjuntas, para el 11 de diciembre. El señor Tolson vendrá en visita de inspección y quiere una presentación del PCUSA.

–Lo tendrá.

–Bien. ¿El expediente completo, con documentos?

–Algunos. La señora Katzenbach me sorprendió antes de que terminara.

–¡Cielos! ¿Y qué hizo ella?

–Lo que no hizo fue llamar al departamento de policía de Chicago porque sabía quién era yo y qué hacía allí. Señor Leahy, la mitad de los comunistas del mundo conoce perfectamente el término «colocar pruebas falsas».

–Hable, Ward -dijo Leahy con un suspiro-. Se lo voy a negar de todos modos, pero se sentirá mejor si lo suelta.

–Está bien. Quiero un puesto en Antibandas. Quiero el traslado al programa prioritario contra la delincuencia callejera.

–No -fue la respuesta de Leahy-. La nómina de esa unidad ya está completa. Y, como agente especial a cargo del tema, mi valoración de usted es que está más capacitado para la vigilancia política, una tarea que considero importante. El señor Hoover entiende que los comunistas del país son más peligrosos que la Mafia y debo añadir que estoy de acuerdo con él.

Los dos hombres se miraron fijamente. Littell, por fin, desvió la mirada; si no lo hacía, Leahy era capaz de seguir allí todo el día.

Leahy volvió a su despacho. Littell cerró la puerta de su cubículo y sacó los textos legales que debía estudiar. Sin embargo, no consiguió memorizar los estatutos civiles: sus recuerdos de Kemper Boyd le distrajeron y le impidieron concentrarse.

Finales del 53: arrinconan a un secuestrador en Los Ángeles. El hombre saca un arma; Kemper tiembla tanto que la suya se le cae de la mano. Algunos agentes del departamento de Policía de Los Ángeles se ríen de él, pero Kemper manipula el informe para convertirse en el héroe del caso.

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