—No pasa nada, señor; todo se arreglará —replicó Matviéi.
—¿Que se arreglará?
—Ciertamente, señor.
—¿Lo crees así?… ¿Quién anda por ahí? —preguntó Stepán Arkádich, que acababa de oír el roce de un vestido de seda junto a la puerta.
—Soy yo, señor —contestó una voz femenina, firme y agradable a la vez.
Y se dejó ver en la puerta el semblante de expresión grave de Matriona Filimónovna, la niñera.
—¿Qué hay, Matriosha
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? —preguntó Stepán Arkádich acercándose a la puerta.
Aunque había caído en falta respecto a su esposa, como lo reconocía él mismo, tenía, sin embargo, toda la casa en su favor, incluso la niñera, la principal amiga de Daria Alexándrovna.
—¿Qué hay? —preguntó tristemente.
—Debería usted ir de nuevo a ver a la señora para pedirle otra vez perdón. Dios le ayudará. La señora se consume; da lástima verla, y toda la casa está patas arriba. Es necesario compadecer a los niños, señor.
—No me recibirá…
—Siempre habrá hecho usted lo posible. Dios es misericordioso.
—Pues bien, haré como dices —repuso Stepán Arkádich, sonrojándose de pronto. Y volviéndose hacia Matviéi, mientras se despojaba de la bata, añadió—: Vamos, dame mi ropa, pronto.
Matviéi, soplando sobre la almidonada camisa de su amo unas partículas invisibles de polvo, se la entregó con evidente satisfacción.
U
NA
vez vestido, Stepán Arkádich se perfumó, se arregló los puños, puso en los bolsillos, según su costumbre, los cigarrillos, la cartera, los fósforos y el reloj con doble cadena y dijes; después arrugó el pañuelo; y a pesar de sus desgracias, sintiéndose remozado y físicamente feliz, se dirigió hacia el comedor, donde le esperaba ya su café, y junto a este, sus cartas y papeles.
Recorrió las cartas rápidamente. Una de ellas le desagradó; era la de un comercial que compraba madera en una finca de su mujer; era forzoso venderla; pero mientras no se efectuase la reconciliación, no se podía tratar de este asunto; sería muy enojoso mezclar una cuestión de intereses con la principal, que era la reconciliación. La idea de que se creyese que él la buscaba por amor al dinero le parecía ofensiva. Después de leer las cartas, Stepán Arkádich acercó los papeles; ojeó vivamente dos escrituras, escribió algunas notas con un lápiz muy grueso, y apartando al fin los documentos comenzó a almorzar; mientras tomaba el café, desdobló un diario de la mañana y leyó.
Este diario, aunque liberal, no era muy avanzado, y sus tendencias convenían a la mayoría del público. Por más que Oblonski no se interesase mucho en la ciencia, ni en las artes, ni en la política, no por eso dejaba de aferrarse a las opiniones de aquel diario en todas estas materias, sin cambiar de parecer hasta que todo el público juzgaba de otro modo. Mejor dicho, adoptaba las opiniones como las formas de sus sombreros y de sus levitas, porque todo el mundo las llevaba; y viviendo en una sociedad en que se hace obligatoria con los años cierta actividad intelectual, las opiniones le eran tan necesarias como los sombreros. Si tenía tendencias liberales más bien que conservadoras, como muchas personas de su sociedad, no era porque juzgase a los liberales más razonables, sino porque esas ideas cuadraban mejor con su género de vida. El partido liberal sostenía que todo iba mal en Rusia; lo mismo podía decir de sí Stepán Arkádich, que tenía muchas deudas y poco dinero. El partido liberal pretendía que el matrimonio era una institución envejecida, por lo cual urgía reformarla; y para Stepán Arkádich la vida conyugal ofrecía, en efecto, pocos atractivos, pues le obligaba a mentir y a disimular, cosa que repugnaba a su carácter. Los liberales decían, o más bien daban a entender, que la religión no es más que un freno para la parte inculta de la población; y Stepán Arkádich, que no podía asistir a la misa más corta sin resentirse de las piernas, no comprendía por qué la gente hablaba con tanto énfasis del otro mundo cuando tan bueno es vivir en este. Añádase que a Oblonski no le disgustaba alguna buena broma, y que le divertía escandalizar a las personas timoratas, sosteniendo que cuando alguno se glorifica de sus antecesores no conviene detenerse en Riúrik
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y renegar del hombre primer fundador de la familia: el mono.
Las tendencias liberales llegaron a ser también una costumbre para Stepán Arkádich, y amaba su diario como su cigarro después de comer, solo por el gusto de que una ligera bruma rodease su cerebro.
Stepán Arkádich recorrió el artículo de fondo, en el cual se explicaba que en nuestro tiempo nadie debe inquietarse al ver que el radicalismo amenaza absorber todos los elementos conservadores; y que es un error suponer que el gobierno deba adoptar medidas para aplastar a la «hidra revolucionaria». «A nuestro modo de ver, por el contrario, el peligro no proviene de esa famosa hidra, sino de la terquedad tradicional que frena todo progreso, etc.» Oblonski recorrió igualmente el segundo artículo, sobre la hacienda, en el cual se hablaba de Bentham y de Mill, con algunas indirectas al ministerio; y rápido para asimilarlo todo, comprendía todas las alusiones, adivinaba su origen, y las personas que eran blanco de ellas, lo cual solía divertirle mucho; pero esta vez su goce se acibaraba al recordar los consejos de Matriona Filimónovna, y por el sentimiento de malestar que en su casa reinaba. Sin embargo, recorrió todo el diario, supo que el conde de Beust había marchado a Wiesbaden; que ya no había cabello gris; que se vendía una carretela, y que una joven buscaba casa donde colocarse. Estas noticias no le produjeron la satisfacción tranquila y ligeramente irónica que solía experimentar. Terminada su lectura, tomó una segunda taza de café con pan y manteca, se levantó, sacudió las migas que habían caído en su chaleco y sonrió de placer al ponerse en pie, no porque tuviera alegre el alma, sino por efecto de una excelente digestión.
Pero aquella sonrisa le recordó todo y comenzó a reflexionar.
Dos voces infantiles charlaban detrás de la puerta; Stepán Arkádich reconoció las de Grisha, su hijo menor, y Tania, su hija mayor: discutían sobre alguna cosa que habían dejado caer.
—Bien decía yo que no se debía poner a los viajeros en la imperial —gritaba la niña en inglés—. ¡Recógelos ahora!
«Todo va al revés —pensó Stepán Arkádich—; ya no se vigila a los niños», y acercándose a la puerta, los llamó. Los chicos abandonaron su caja, que representaba un tren, y acudieron al punto.
Tania entró atrevidamente y se colgó sonriendo del cuello de su padre, de quien era la favorita, divirtiéndose, como de costumbre, en respirar el perfume bien conocido que se exhalaba de sus patillas; después de besar aquel rostro que se había sonrojado, tanto por la emoción de ternura como por la postura inclinada de la cabeza, la niña se desasió y quiso huir, pero su padre la retuvo.
—¿Qué hace mamá? —preguntó, pasando la mano por el blanco y delicado cuello de Tania—. Buenos días —añadió, sonriendo al ver a su hijo, que se acercaba a su vez.
Stepán Arkádich reconocía que amaba menos a su hijo y trataba de disimularlo; pero el niño, comprendiendo la diferencia, no contestó a la sonrisa forzada de su padre.
—Ya se ha levantado mamá —respondió Tania.
Stepán suspiró.
«Anoche no habrá dormido», pensó para sí.
—¿Está contenta? —añadió.
La niña sabía que pasaba algo grave entre sus padres; que su madre no podía estar alegre, y que su padre fingía ignorarlo al hacerle la pregunta tan ligeramente; se ruborizó por su padre, y comprendiéndolo este, se sonrojó a su vez.
—Mamá —dijo la niña— no quiere que tomemos nuestras lecciones, y nos envía con la señorita Hull a casa de la abuela.
—Ya puedes ir, Tania; mas espera un momento —añadió Stepán, acariciando la delicada mano de su hija.
Se acercó a la chimenea para coger una cajita de bombones… uno de chocolate y otro de betún que dejara allí la víspera, y dio dos a la niña, escogiendo los que ella prefería siempre.
—¿Es para Grisha uno? —preguntó Tania.
—Sí, sí.
Y haciendo una última caricia a su hija, le besó el cabello y el cuello y la dejó marchar.
—El coche ha llegado —dijo Matviéi, entrando de pronto—, y ha venido también una solicitante.
—¿Hace mucho que espera? —preguntó Stepán Arkádich.
—Cerca de media hora.
—¿Cuántas veces habré de ordenar que se me avise inmediatamente?
—Preciso era dejarlo concluir su almuerzo —replicó Matviéi con tono de mal humor, aunque amistoso, que alejaba el deseo de reñir.
—Pues bien, que entre enseguida —dijo Oblonski, frunciendo el entrecejo con enojo.
La solicitante, esposa de cierto capitán Kalinin, pedía una cosa imposible, sin sentido común; pero Stepán Arkádich la invitó a sentarse, escuchándola sin interrumpirla; le dijo cómo y a quién debería dirigirse, y hasta le escribió una carta, con su bonito carácter de letra, para la persona que podía ayudarla. Después de despedir a la mujer del capitán, Stepán Arkádich cogió su sombrero y se detuvo, preguntándose si se le olvidaba alguna cosa. No había olvidado sino aquello que deseaba no tener que recordar: su mujer.
Su hermoso semblante tomó entonces una marcada expresión de descontento. «¿Ir o no ir?», se preguntaba a sí mismo. Su voz interior le decía que no debería ir, que allí no podía haber nada, solo falsedad, que era imposible reparar su relación porque era imposible convertirla a ella en una mujer atractiva que despertara el amor, o hacerle a él un viejo incapaz de amar. Solo la falsedad y el engaño, nada más podía haber ahora, y la falsedad y el engaño eran contrarios a su carácter.
«Y, sin embargo, preciso será llegar a esto, porque las cosas no pueden quedar así», se decía Oblonski, esforzándose en armarse de valor. Entonces se irguió, encendió un cigarrillo, lanzó al aire dos bocanadas de humo, lo tiró en un cenicero-concha de nácar, y cruzando al fin el oscuro salón con largos pasos, abrió una puerta que comunicaba con la habitación de su mujer.
D
ARIA
Alexándrovna, vestida con un sencillo peinador y rodeada de varios objetos diseminados acá y allá, registraba en una canastilla; se había recogido apresuradamente el cabello, peinado en trenzas, en otro tiempo abundante y magnífico; y sus ojos, al parecer más grandes por efecto de la delgadez del rostro, conservaban una marcada expresión de espanto. Al oír los pasos de su esposo, se volvió hacia la puerta y se esforzó para ocultar bajo un aire severo y desdeñoso la turbación que le causaba aquella entrevista tan temida. Hacía tres días que trataba en vano de reunir sus efectos y los de sus hijos para ir a refugiarse en casa de su madre, comprendiendo que era preciso castigar al infiel de una manera u otra, humillarlo y devolverle una pequeña parte del mal que había causado; pero aunque se repitiese que lo abandonaría, le faltaba resolución para ello, porque no podía perder la costumbre de amarlo, considerándolo como su esposo. Además, confesaba que si en su propia casa le costaba trabajo gobernar a sus cinco hijos, peor sería allí donde se proponía llevarlos. El más pequeño se había resentido ya del desorden de la casa y se hallaba indispuesto a consecuencia de haber tomado un caldo pasado; y los otros no habían comido casi la víspera… Y comprendiendo que nunca tendría valor para marcharse, procuraba engañarse a sí misma, perdiendo el tiempo en reunir sus objetos.
Al ver que la puerta se abría, continuó revolviendo sus cajones sin levantar la cabeza hasta que su esposo estuvo junto a ella. Entonces, en vez del aire severo que se proponía adoptar, volvió el rostro, en el que se pintaban el sufrimiento y la vacilación.
—¡Dolli! —dijo Stepán Arkádich dulcemente, con acento triste y tímido. Le hubiera gustado mostrar un aire penoso y sumiso; sin embargo, desprendía frescura y salud..
La ofendida lo examinó con rápida mirada, y al verlo rebosando lozanía y salud, pensó para sí: «Es feliz y está contento, mientras que yo… Y esa amabilidad suya, tan desagradable, por la que le quieren y le aprecian tanto… ¡La odio!». Su boca se contrajo nerviosamente y el lado derecho de su pálido rostro empezó a temblar.
—¿Qué desea usted? —preguntó con la voz rápida, profunda, que no parecía la suya.
—Dolli —repitió Stepán Arkádich conmovido—, Anna llega hoy.
—Me es indiferente; no puedo recibirla.
—Sin embargo, es preciso, Dolli.
—¡Salga usted de aquí, pronto! —gritó Dolli sin mirarlo y como si un dolor físico le arrancase aquella exclamación.
Stepán Arkádich había podido permanecer sereno pensando en su mujer, había podido esperar que todo se arreglara, como decía Matviéi, había podido leer el diario tranquilamente y tomar su café, pero cuando vio aquel semblante descompuesto por el sufrimiento, cuando oyó aquel grito desesperado y rendido frente al destino, se le paró la respiración como si algo le obstruyera la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Dios mío, qué he hecho! ¡Dolli! ¡Por Dios! Si…
No pudo decir más, porque un sollozo ahogó las palabras en su garganta.
Dolli cerró violentamente un cajón y, volviéndose hacia su marido, lo miró con fijeza.
—Dolli —exclamó, al fin—, ¿qué puedo decir yo? Solo una cosa: ¡perdóname! Piénsalo: no crees que nueve años de mi vida pueden compensar unos momentos, unos momentos de…
Dolli bajó la vista, escuchando lo que su esposo iba a decir, como rogándole que la convenciera.
—Un minuto de extravío —añadió Stepán Arkádich.
Quiso continuar, mas al oír estas palabras, Dolli oprimió los labios como por efecto de un dolor, y los músculos de su mejilla derecha se contrajeron otra vez.
—¡Váyase usted de aquí —gritó con más fuerza—, y no me hable de sus extravíos y villanías!
Así diciendo, quiso salir; pero faltó poco para caerse, y se agarró al respaldo de una silla para conservar el equilibrio. Stepán Oblonski tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Dolli! —dijo casi llorando—. En nombre de Dios, piensa en los niños, que no son culpables. Solamente yo lo soy; castígame y dime cómo he de expiar mi falta: estoy dispuesto a todo. No encuentro palabras para expresar mi aflicción. ¡Perdóname!
Dolli tomó una silla y se sentó. Él oía su respiración, oprimida y sonora, y sentía tanta lastima por ella que no podía decir palabra. Y varias veces trató de hablar sin conseguirlo.