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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (4 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Permitidme, señores, hacer las presentaciones —y dirigiéndose a Lievin, añadió—: Estos dos caballeros son mis colegas, Filip Ivánich Nikitin y Mijaíl Stanislávich Griniévich —y, mirándole a Lievin, dijo—: Os presento un propietario, hombre nuevo, que se ocupa en negocios, un gimnasta de notable fuerza, ganadero y hábil cazador; todo esto es mi amigo Konstantín Dmitrich Lievin, hermano de Serguéi Iványch Kóznishev.

—Me alegra conocerlo —dijo el consejero de más edad.

—Tengo el honor de ser amigo de su hermano —repuso Griniévich, ofreciendo su mano de afilados dedos.

El rostro de Lievin se oscureció; estrechó fríamente la mano que se le presentaba y se volvió hacia Oblonski. Aunque respetaba mucho a su hermano mayor, el escritor conocido de toda Rusia, no le era menos desagradable que se dirigiesen a él no como a Konstantín Lievin, sino como al hermano del célebre Kóznishev.

—No, ya no me ocupo de negocios —contestó, dirigiendo la palabra a Oblonski; me he indispuesto con todo el mundo, y no asisto a las asambleas.

—Eso se ha hecho muy pronto —repuso Oblonski sonriendo—; pero ¿cómo y por qué?

—Larga historia es la que te referiré algún día —replicó Lievin—; mas para ser breve, te diré que me he convencido de que no se ha ejecutado ni se puede ejecutar acto alguno formal en nuestras cuestiones provinciales. Por una parte, se juega al parlamento, y yo no soy bastante joven ni tampoco viejo para divertirme con juguetes; y por otra —aquí se cortó—, solo veo en eso un medio para que ciertos hombres del distrito ganen algunos cuartos. En otro tiempo teníamos las tutelas, los juicios; ahora es el
zemstvo
, que ya no recibe sobornos, pero sí el sueldo no merecido
[4]
.

Lievin lo decía con tanta vehemencia como si alguien de los presentes estuviera impugnando su opinión.

—¡Vaya! —exclamó Stepán Arkádich—. Me parece que entras en una nueva fase, haciéndote conservador. Ya hablaremos de eso despacio.

—Sí, más tarde; pero deseaba verte—replicó Lievin, fijando siempre una mirada de aversión en la mano de Griniévich.

Stepán sonrió imperceptiblemente.

—Pues tú decías —repuso este último, examinando la ropa enteramente nueva de su amigo, obra de un sastre francés— que no vestirías ya traje europeo. Vamos, te digo que estás en una nueva fase.

Lievin se sonrojó de pronto, no como un hombre de edad madura, sino como un joven tímido y ridículo: este rubor infantil comunicó a su rostro, inteligente y enérgico, una expresión tan extraña, que Oblonski dejó de mirarlo.

—Pero ¿dónde nos veremos? —preguntó Lievin—. Necesito hablarte.

Oblonski reflexionó.

—Si quieres —repuso—, iremos a almorzar en casa de Gurin, donde podemos hablar cuanto quieras; estoy libre hasta las tres.

—No —contestó Lievin, después de meditar un momento—; debo evacuar antes una diligencia.

—Pues entonces cenaremos juntos.

—¿Cenar? No tengo que decirte más que dos palabras en particular; ya comeremos otro día.

—En ese caso, di las dos palabras al punto y hablaremos de la cena.

—He aquí las dos palabras —dijo Lievin, y su rostro adquirió una expresión dura, debida a su deseo de vencer la timidez—. ¿Qué hacen los Scherbatski? ¿No hay novedad?

Stepán Arkádich sabía hacía largo tiempo que Lievin estaba enamorado de su cuñada Kiti; se sonrió y sus ojos brillaron de alegría.

—Has dicho dos palabras —replicó—; pero no puedo contestar a ellas, porque… Dispénsame un momento.

El secretario acababa de entrar, siempre con respetuosa familiaridad, con ese sentimiento de modestia propio de todos los secretarios, que están penetrados de su superioridad en el conocimiento de los negocios respecto a su jefe; se acercó a Oblonski, y en forma interrogativa comenzó a explicarle una dificultad cualquiera; mas sin esperar el fin, Stepán Arkádich le puso la mano amistosamente sobre el brazo.

—No, haga usted como le he indicado —dijo, dulcificando su observación con una sonrisa. Y después de explicar brevemente cómo comprendía el asunto, rechazó los papeles, añadiendo—: Ruego a usted que lo haga así, Zajar Nikítich.

El secretario se alejó confuso. Durante esta breve conferencia, Lievin había tenido tiempo para reponerse, y en pie detrás de la silla en que se apoyaba, escuchó el diálogo con atención irónica.

—No comprendo —dijo—, no comprendo.

—¿Qué es lo que no comprendes? —repuso Oblonski, sonriendo también, y buscando un cigarrillo. No le hubiera extrañado en Lievin cualquier originalidad.

—No comprendo lo que haces —repuso Lievin, encogiéndose de hombros— ni me explico cómo puedes hacer eso formalmente.

—¿Por qué?

—Porque eso no significa nada.

—¿Lo crees así? Pues, mira, estamos agobiados de trabajo.

—Todo se reduce a papeles y garrapatos; y, por cierto, que tú tienes un don especial para esas cosas.

—¿Quieres decir que falta algo?

—Tal vez. Sin embargo, no puedo menos de admirar tu grave aspecto, y vanagloriarme de tener por amigo un hombre de tal importancia. Entretanto, no has contestado a mi pregunta —añadió, haciendo un esfuerzo desesperado para mirar a Oblonski de frente.

—Vamos, vamos, ya llegaremos a eso. Todo irá bien mientras tengas tres mil hectáreas de tierra en el distrito de Karazin, músculos de acero y la frescura de un chico de doce años. Para contestarte de una vez a lo que me preguntas, te diré que no hay cambios; pero es de sentir que hayas tardado tanto en venir.

—¿Por qué? —preguntó Lievin alarmado.

—Porque…, ya hablaremos de eso más tarde. ¿Qué te ha traído aquí?

—También hablaremos de eso más tarde replicó Lievin, sonrojándose hasta las orejas.

—Muy bien; ya comprendo —dijo Stepán Arkádich—. Yo te hubiera rogado que vinieras a comer a casa, pero mi mujer está enferma; si quieres «verlas», las hallarás en el Jardín Zoológico, de cuatro a cinco, pues Kiti va allí a patinar. Puedes ir; yo me reuniré allí contigo e iremos a cenar a cualquier parte.

—Está bien; hasta luego.

—¡No lo olvides! Te conozco y sé que eres capaz de volverte inmediatamente al campo —repuso Stepán Arkádich sonriendo.

—No; te aseguro que iré.

Lievin salió del gabinete, y solo cuando hubo traspasado el umbral recordó que había olvidado saludar a los colegas de Oblonski.

—Ese hombre debe de ser muy enérgico —dijo Griniévich cuando Lievin hubo salido.

—Sí —dijo Stepán Arkádich, encogiéndose de hombros—, es un mozo de suerte; propietario de tres mil hectáreas en el distrito de Kazarin; tiene un gran porvenir y mucha juventud. ¡No es como nosotros!

—Tampoco tiene usted motivos para quejarse, Stepán Arkádich.

—Sí; todo va mal —contesto Oblonski, suspirando profundamente.

VI

C
UANDO
Oblonski preguntó a Lievin para qué había venido a Moscú, su amigo se había sonrojado a pesar suyo, siendo así que hubiera podido contestar: «Vengo a pedir la mano de tu cuñada». Tal era el único objeto de su viaje.

Las familias Lievin y Scherbatski, ambas de Moscú y de antigua nobleza, habían mantenido siempre relaciones amistosas, y su intimidad se había estrechado durante los estudios de Lievin en la universidad, a causa de su intimidad con el joven príncipe Scherbatski, hermano de Dolli y de Kiti, que estudiaba los mismos cursos. En aquella época, Lievin iba muy a menudo a casa de Scherbatski, y por extraño que esto parezca, estaba enamorado de toda la casa, particularmente de la parte femenina de la familia. Habiendo perdido a su madre sin conocerla, y teniendo solo una hermana de mucha más edad que él, en la casa Scherbatski fue donde encontró esa atmósfera inteligente y honrada propia de las antiguas familias nobles. Todos los individuos de aquella familia, y especialmente las mujeres, le parecían rodeados de una aureola misteriosa y poética; no solamente no descubría en ellos defecto alguno, sino que los suponía adornados de los más elevados sentimientos, de las perfecciones más ideales. ¿Por qué aquellas tres señoritas hablaban un día el inglés y otro el francés? ¿Por qué tocaban sucesivamente el piano? ¿Por qué los maestros de literatura francesa, de música, de baile y de dibujo se sucedían en la casa, y por qué a ciertas horas del día iban las tres en carretela acompañadas de la señorita Linon y paseaban en el Tverskói Bulevar
[5]
, escoltadas por un lacayo de brillante librea y luciendo sus pellizas de seda? (Dolli llevaba una larga, Natalia una mediana y Kiti una muy corta que dejaba al descubierto sus bonitas piernas con las medias rojas.) Estas cosas y otras muchas eran incomprensibles para Lievin; pero sabía que todo cuanto pasaba en aquella esfera misteriosa era perfecto, y al mismo tiempo le encantaba.

Había comenzado por enamorarse de Dolli, la mayor, durante sus años de estudio; pero esta se casó con Oblonski; entonces creyó amar a la segunda, pues le parecía que debía amar necesariamente a una de las tres, sin saber a punto fijo cuál de ellas, mas apenas hizo su entrada en el mundo, Natalia se unió con el diplomático Lvov; y en cuanto a Kiti, aún era una niña cuando Lievin dejó la universidad. El joven Scherbatski se ahogó en el Báltico poco después de haber ingresado en la marina, y las relaciones de Lievin con la familia comenzaron a ser más raras, a pesar de la amistad que tenía con Oblonski. Sin embargo, a principios del invierno, habiendo ido a Moscú, y después de pasado un año en el campo, volvía a ver a los Scherbatski, y comprendió entonces a cuál de las tres hijas debía amar. Nada más sencillo, al parecer, que pedir la mano de la joven princesa Scherbátskaia; un hombre de treinta y dos años, de buena familia y de no escasa fortuna debía considerarse como un buen partido, y era verosímil que se le acogiera bien; pero Lievin estaba enamorado; Kiti le parecía un ser perfecto, superior e ideal; y él se juzgaba, por el contrario, muy desfavorablemente, tanto, que no admitía que se le creyese digno de aspirar a semejante matrimonio.

Después de pasar en Moscú dos meses, que fueron un sueño, viendo a Kiti todos los días en aquella sociedad, en que volvía a introducirse por causa de ella, volvió a marchar rápidamente al campo, después de haberse persuadido de que aquella boda era imposible. ¿Qué posición en el mundo, ni qué carrera bien definida tenía él para halagar a los padres? Mientras sus compañeros eran los unos coroneles o
Flugeladjutant
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; los otros profesores distinguidos, directores de banco o de ferrocarriles, o presidentes de tribunal, como Oblonski, ¿qué hacia él o qué era a los treinta y dos años? Se ocupaba en sus tierras en la cría de ganados, construía granjas y cazaba la becada, es decir, había tomado el camino de aquellos que, a los ojos del mundo, no han sabido seguir otro; no se forjaba ninguna ilusión sobre el juicio que de él se podrían formar, y le parecía que se le consideraría como un pobre muchacho sin gran capacidad.

Por otra parte, ¿podría la encantadora y misteriosa joven amar a un hombre tan feo, y sobre todo tan poco brillante como él? Sus antiguas relaciones con Kiti eran las de un hombre con una niña, y le parecía un obstáculo más.

«Se podía —pensaba— amar amistosamente a un buen muchacho tan ordinario como él; mas era preciso ser bien parecido y estar dotado de las cualidades de un ser superior para ser amado con un amor comparable al que él experimentaba.» Ciertamente había oído decir que las mujeres se enamoran a menudo de hombres feos y medianos; pero no creía en esto y juzgaba a los demás por él mismo, que no podía amar sino a una mujer distinguida, hermosa y poética.

No obstante, después de pasar dos meses en el campo, se convenció de que el sentimiento que lo absorbía no se semejaba a los entusiasmos de su primera juventud, y que no podría vivir sin resolver aquella gran cuestión. ¿Se le aceptaría o no? Nada probaba, bien mirado, que se rehusaría su petición. En consecuencia, marchó a Moscú resuelto a declararse y contraer matrimonio si se le admitía. De lo contrario… no podría imaginar lo que sería de él.

VII

L
IEVIN
, llegado a Moscú en el tren de la mañana, se había alojado en casa de su hermano mayor, Koznishov. Después de arreglarse un poco, entró en el despacho de aquel, proponiéndose darle cuenta de todo y pedirle consejo; pero su hermano tenía visita: hablaba con un célebre profesor de filosofía, llegado de Járkov expresamente para aclarar un mal entendimiento surgido entre ellos con motivo de una cuestión científica. El profesor estaba en guerra contra el materialismo. Serguiéi Koznyshov continuaba la polémica con interés, y le había hecho algunas objeciones después de leer su último artículo. Censuraba al profesor por sus tolerancias sobre aquella doctrina, y este había venido a explicarse personalmente. La conversación versaba sobre el asunto de moda: ¿hay un límite entre los fenómenos psíquicos y fisiológicos en los actos del hombre? ¿Dónde se hallaba este límite?

Serguiéi Ivánovich recibió a su hermano con la fría y amable sonrisa que le era habitual, y después de haberlo presentado al profesor, prosiguió el debate. El profesor era un hombrecillo que usaba anteojos, y se detuvo un momento para contestar al saludo de Lievin; continuando después la conversación sin hacer más caso del recién llegado.

Lievin tomó asiento para esperar hasta que se marchase, y muy pronto se interesó en el asunto de la discusión. Había leído en una revista los artículos de que se hablaba, con la atención que generalmente puede dispensar un hombre cuando ha estudiado las ciencias naturales en la universidad al desarrollo de este asunto; jamás había hecho comparación alguna entre estas cuestiones sabias sobre el origen del hombre, sobre la acción refleja, la biología, la sociología y todas aquellas que le preocupaban cada vez más: el objeto de la vida y la muerte.

Siguiendo el debate, observó que los dos interlocutores establecían cierta relación entre las cuestiones científicas y las que se referían al alma; a veces creía que por fin abordarían este asunto; pero siempre que se acercaban solo era para alejarse enseguida con cierto apresuramiento y profundizar después en el dominio de las distinciones sutiles, de las refutaciones, de las citas y de las alusiones; de modo que apenas podía comprenderlos.

—No puedo aceptar la teoría de Keiss —decía Serguiéi Ivánovich en un elegante y correcto lenguaje—, ni admitir tampoco que toda mi concepción del mundo exterior se derive únicamente de mis sensaciones. El principio de todo conocimiento, el sentido del «ser», de la existencia, no vino por los sentidos, ni existe órgano especial para producir esa concepción.

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