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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (7 page)

BOOK: Ana Karenina
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—¿Por qué?—preguntó Stepán Arkádich, sonriendo al observar aquella emoción.

—Yo tengo esa idea; y sería terrible, así para mí como para ella.

—¡Oh!, en todo caso no veo nada terrible para ella; a una joven la lisonjea siempre que pidan su mano.

—A las jóvenes en general, tal vez; pero no a ella —Stepán Arkádich; conocía muy bien los sentimientos de Lievin, y no ignoraba que para él todas las jóvenes del universo podían dividirse en dos categorías: en una figuraban las que participaban en todas las debilidades humanas y son las más comunes; y la otra se componía de «ella», solo «ella», sin la menor imperfección, y a cien codos sobre todas las demás mujeres.

—Toma un poco de salsa —dijo Stepán Arkádich, conteniendo la mano de Lievin, que la rechazaba.

Lievin aceptó resignadamente lo que le ofrecían, pero no dejó a Oblonski comer.

—Escucha y compréndeme bien antes, porque para mí es una cuestión de vida o muerte. Con nadie he hablado nunca sobre el particular, ni puedo hablar tampoco de ello más que contigo. Por más que haya tanta diferencia entre tú y yo, y tengamos otras inclinaciones, viendo las cosas desde distintos puntos de vista, sé que no por eso dejas de quererme y de comprenderme; por lo mismo te aprecio yo también. En nombre del cielo, háblame con franqueza.

—No te he dicho sino lo que pienso —contestó Stepán Arkádich sonriendo—; pero te diré más: mi esposa, mujer extraña —Oblonski se detuvo un momento, suspirando al recordar el trance en que se hallaba con su mujer—, tiene el don de segunda vista, y adivina lo que pasa en el corazón de los demás; pero prevé, sobre todo, el porvenir cuando se trata de matrimonios. Así, por ejemplo, pronosticó el de Shajóvskaia con Brenteln; nadie quiso creerlo, y sin embargo se efectuó. Pues bien, mi mujer está por ti.

—¿Cómo lo entiendes?

—Entiendo que ella te quiere mucho, y que asegura que Kiti será tu esposa.

Al oír estas palabras, el rostro de Lievin se iluminó con una sonrisa que casi rayaba en profundo enternecimiento.

—¿Ha dicho eso? —exclamó—. Siempre pensé que tu mujer era un ángel; pero ya hemos hablado bastante —añadió, levantándose de pronto.

—¡Pero, hombre, siéntate! —exclamó Stepán Arkádich.

Lievin no podía permanecer quieto; dio dos o tres vueltas por la sala con paso firme, guiñando los ojos a fin de ocultar una lágrima, y volvió a sentarse más tranquilo.

—Compréndeme bien —dijo—; no es amor lo que siento, aunque estaba enamorado; lo que me impulsa es una fuerza exterior que me domina. Yo me puse en marcha en la persuasión de que semejante felicidad no podía existir, pues me parece que no tendría nada de humana; pero aunque luche contra mí mismo, comprendo que toda mi vida depende de esta cuestión. Por tanto, es preciso que esto se decida.

—Pero ¿por qué te marchaste?

—¡Ah!, tú no sabes cuántos pensamientos se agolpan en mi espíritu y cuántas cosas quisiera pedirte. Escucha: no puedes figurarte qué favor me has prestado; soy tan feliz que me vuelvo egoísta y todo lo olvido. Por ejemplo, he sabido hoy que mi hermano Nikolái, ya sabes, se halla aquí, y no he vuelto a pensar en él. Me parece que también debe ser dichoso… Una cosa me parece terrible: tú que estás casado debes comprenderla… Los que somos ya viejos y tenemos nuestro pasado, lleno no de amor, sino de pecados, ¿no es casi espantoso que osemos acercarnos a un ser puro e inocente? ¿No se justifica, pues, que yo me crea indigno?

—No creo que tengas muchos pecados.

—Sin embargo —repuso Lievin—, al repasar mi vida con disgusto, tiemblo, me maldigo y me quejo amargamente… Así es.

—¡Cómo ha de ser! El mundo es así —dijo Oblonski.

—Solo hay un consuelo, y es esa oración que siempre me agradó tanto: «Perdónanos según la grandeza de tu misericordia y no según nuestros méritos». Solo así podría ella perdonarme.

XI

L
IEVIN
apuró el contenido de su copa y durante unos momentos los dos amigos permanecieron silenciosos.

—Debo decirte otra cosa. ¿Conoces a Vronski? —preguntó Stepán Arkádich.

—No. ¿A qué viene esa pregunta?

—Tráenos otra botella —dijo Oblonski al camarero, que llenaba los vasos—. Vronski —añadió— es uno de tus rivales.

—¿Y qué hombre es ese? —preguntó Lievin, cuya fisonomía, tan alegre y animada antes, solo expresó ya el descontento.

—Vronski es uno de los hijos del conde Kiril Ivánovich Vronski, y uno de los más bellos tipos de la juventud dorada de San Petersburgo. Yo lo conocí en Tvier, cuando estaba en el servicio. Es inmensamente rico, buen mozo,
Flugeladjutant
del emperador, tiene muy buenas relaciones y, a pesar de todo esto, es un buen muchacho. Según lo que yo he visto de él, no solo es un buen chico, sino que se distingue por su instrucción e inteligencia; en fin, es hombre que hará carrera.

Lievin se entristecía más y callaba.

—Pues bien —continuó Stepán Arkádich—, parece que después de tu marcha, según dicen, se enamoró de Kiti; ya comprenderás que la madre…

—Dispénsame, yo no comprendo nada —contestó Lievin, cada vez más sombrío, pues le asaltaba el recuerdo de Nikolái y tenía remordimientos por haberlo olvidado.

—Espera —dijo Oblonski, tocándole el brazo y sonriendo—; te he dicho lo que sabía, pero repito que en mi opinión las ventajas están de tu parte.

Lievin palideció y se apoyó en el respaldo de la silla.

—Yo te aconsejaría decidirte de una vez —continuó Oblonski, y le llenó la copa.

—Gracias, no quiero más —le dijo Lievin y apartó la copa de vino—. Temo embriagarme. Bueno, ¿y tú qué tal? —continuó procurando cambiar de tema.

—Una palabra más. Decídete, pero no vayas hoy —dijo Stepán Arkádich— vete mañana por la mañana, a la vieja usanza, y pide la mano de Kiti. ¡Y que Dios te ayude!

—¿Por qué no has venido a cazar nunca en mis tierras, según me lo prometiste? —preguntó de pronto—. No dejes de ir cuando llegue la primavera.

Lievin se arrepentía ahora sinceramente de haber tratado de aquel asunto con Oblonski; sus más íntimos sentimientos se resentían por lo que acababa de saber sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo y también por los consejos y suposiciones de Stepán Arkádich. Este comprendió lo que pasaba en el alma de su amigo y no pudo menos de sonreír.

—Bien quisiera ir un día u otro —contestó—; pero ya lo ves: las mujeres son el resorte que todo lo mueve en este mundo. El caso es que me encuentro en un conflicto muy grave, y todo a causa de las mujeres. Dame un consejo con franqueza —añadió Stepán Arkádich, con el cigarro en una mano y la copa en la otra.

—¿Sobre qué?

—Voy a decírtelo: supón que eres casado, que amas a tu esposa y que te enamoras de otra mujer.

—Dispénsame —repuso Lievin—; no te comprendo; eso es para mí como si al acabar de comer robase un pan al pasar por delante de una tahona.

Al oír esto, los ojos de Stepán Arkádich brillaron más que de costumbre.

—¿Y por qué no habías de hacerlo? El pan tierno tiene a veces tan buen gusto que podría ser difícil resistir la tentación.

Himmlisch ist’s wenn ich bezwungen

Meine irdische Begier;

Aber doch wenn’s nicht gelungen,

Hatt’ich auch recht hübsch Plaisir!

Al recitar aquello, Stepán Arkádich sonreía maliciosamente.

Lievin no pudo menos de sonreírse.

—Bromas a un lado —continuó Oblonski—. Imagínate una mujer encantadora, modesta, cariñosa, que todo lo ha sacrificado, que es pobre y está aislada: ¿sería justo abandonarla una vez hecho el mal? Supongamos que sea necesario romper para no perturbar la vida doméstica; en este caso se ha de tener lástima y dulcificar la separación, pensar en el porvenir.

—Ya sabes —repuso Lievin— que para mí hay dos clases de mujeres, o mejor dicho, hay mujeres y… Yo no he hallado nunca bellas arrepentidas, sino damas como esa francesa del mostrador, con sus rizos y adornos; todas ellas me repugnan, así como las que se han enfangado.

—¿Y qué me dices del evangelio?

—Déjame en paz con el evangelio. Jesucristo no hubiera pronunciado jamás las palabras que dijo si le hubiera sido dado a conocer el mal uso que de ellas se haría; eso es todo lo que se retiene del evangelio. Por lo demás, reconozco que es una impresión personal y no otra cosa. A mí me disgustan las mujeres caídas, como a ti las arañas; para esto no has tenido necesidad de estudiar las costumbres de esos insectos ni yo las de esas mujeres.

—Es muy cómodo juzgar así; tú haces como aquel personaje de Dickens que arrojaba con la mano izquierda por encima del hombro derecho todas las preguntas espinosas; pero negar un hecho no es contestarme. ¿Qué hacer? Dime qué debo hacer. La mujer envejece, mientras que uno se siente pletórico de vida. Sin advertirlo casi, se encuentra ante una situación, cuando ya no ama a su propia mujer por mucho que la respete. Y si encima, conoce a otra mujer, ¡está uno perdido! ¡Perdido del todo! —dijo Stepán Arkádich con desesperación.

Lievin sonrió irónicamente.

—Sí, estoy perdido —continuó Oblonski— ¿qué debo hacer?

—No robar el pan tierno.

Stepán Arkádich soltó la carcajada.

—¡Oh moralista! Pero hazte cargo de la situación. Hay dos mujeres: la una se prevale de sus derechos y estos se reducen a tu amor, que ya no puedes otorgarle, mientras que la otra los sacrifica todos sin exigir nada. ¿Qué se ha de hacer? ¿Cómo se procederá en este caso? Es un drama espantoso.

—Si quieres conocer mi opinión, te diré que no creo en el drama, y voy a decirte por qué. A mi modo de ver, el amor, o más bien los dos amores, tales como los caracteriza Platón en su
Banquete
, ya te acordarás, sirven de piedra de toque a los hombres: los unos solo comprenden uno de aquellos; los otros no los comprenden; y los que no conocen el amor platónico no tienen motivo alguno para hablar de drama. ¿Y puede existir en tales condiciones? «Estoy muy agradecido por el recreo de que he disfrutado.» He aquí todo el drama. El amor platónico no puede conocer otra cosa, porque en él todo es claro y puro, porque…

De repente, Lievin recordó sus propias faltas y las luchas interiores que había debido sostener, y añadió de una manera inesperada:

—Bien mirado, tal vez tengas razón; es muy posible. Yo no estoy en condiciones de aconsejar…

—Ya lo ves —repuso Stepán Arkádich—; tú eres hombre de una sola pieza; es tu mejor cualidad y también tu defecto. Porque tienes ese carácter, querrías que toda la vida se compusiera de acontecimientos también de una pieza. Así, por ejemplo, desprecias el servicio del estado porque no ves ninguna influencia social útil y porque, según tú, cada acto debería responder a un objeto preciso; quisieras que el amor y la vida conyugal no fuesen sino una cosa. Todo esto no existe; y además, el encanto, la variedad y la belleza de la vida consisten precisamente en los matices.

Lievin suspiró sin contestar; ya no escuchaba, y pensaba solo en sus propios asuntos.

De pronto comprendieron los dos que aquella comida que hubiera debido acrecentar su intimidad, los distanciaba, aunque sin alterar su afecto; cada cual no pensó ya sino en lo que lo concernía, sin cuidarse de su compañero. Oblonski conocía este fenómeno, por haber hecho la experiencia varias veces después de comer, y también sabía lo que debía hacerse en tal caso.

—¡La cuenta! —gritó.

Y levantóse para pasar a un gabinete inmediato, donde encontró un ayudante de campo amigo suyo con quien trabó al punto conversación sobre una actriz y su protector. Esta conversación alivió a Oblonski del efecto que le produjera la que había tenido con Lievin, pues su amigo le ocasionaba una tensión de espíritu muy fatigosa siempre.

Cuando el mozo se presentó con la cuenta de veintiséis rublos con algo, sin olvidar de propina, Lievin, que como campesino se habría espantado en cualquiera otra ocasión al ver que debía pagar catorce rublos por su parte, no fijó la atención en ello; pagó y se fue a su casa para cambiar de traje, a fin de asistir a la reunión de los Scherbatski, donde se iba a decidir su suerte.

XII

L
A
joven princesa Kiti Scherbátskaia tenía dieciocho años, y aquel invierno hacía por primera vez su presentación en el mundo aristocrático; pero ya tenía más partido que sus dos hermanas mayores, más del que su madre hubiera esperado. Sin hablar de toda la juventud dorada de Moscú, más o menos enamorada de Kiti, se habían presentado ya dos pretendientes muy notables: Lievin y, después de su marcha, el conde Vronski.

Las frecuentes visitas de Lievin y su evidente amor a Kiti habían sido tema de las primeras conversaciones serias entre el príncipe y la princesa sobre el porvenir de su hija menor, conversaciones que degeneraron a menudo en debates muy vivos. El príncipe optaba por Lievin, diciendo que no deseaba mejor partido para Kiti; pero la princesa, con esa habilidad peculiar de las mujeres para cambiar el giro de la conversación, contestaba que Kiti era muy joven, que no manifestaba mucha inclinación por Lievin y que este no parecía abrigar intenciones formales… Sin embargo, no era este el fondo de su pensamiento; lo que no decía era que esperaba un partido más brillante, que Lievin no le era simpático, ni lo comprendía tampoco; por eso se alegró mucho cuando se enteró de que se había marchado inopinadamente.

—Ya ves que yo tenía razón —dijo con aire triunfante a su esposo.

Mayor fue su satisfacción cuando Vronski ingresó en las filas de los pretendientes, pues con esto se acrecentó su esperanza de casar a Kiti no solamente bien, sino con un hombre de brillante posición.

Para la princesa no había comparación posible entre los dos pretendientes: lo que le disgustaba de Lievin era su manera brusca y extravagante de juzgar las cosas, su rudeza en sociedad, que atribuía a orgullo, y su género de vida salvaje en el campo, donde solo se ocupaba de sus trabajadores y de las bestias. Y les desagradaba sobre todo que Lievin, enamorado de Kiti, hubiera frecuentado la casa durante seis semanas con el aire de un hombre que, vacilando y observando, se preguntase si, al declararse, no dispensaría demasiado honor a la familia. ¿Cómo no comprendía que es un deber explicar sus intenciones cuando se visita con asiduidad a una familia que tiene una hija casadera?

«Es una fortuna —pensaba la princesa— que tenga tan poco atractivo y que Kiti no se haya enamorado de él.»

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