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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (3 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Tú piensas en los niños —dijo al fin— cuando se trata de jugar con ellos; pero yo pienso en todo lo que han perdido.

Esta era probablemente una de las frases que se había dicho a si misma varias veces durante aquellos tres días.

Dolli le había dicho «tú»; la miró con agradecimiento e hizo ademán de coger una de sus manos; pero ella se apartó con expresión de aborrecimiento.

—Pienso en los niños y haría cualquier cosa para salvarles, pero ni yo sé cómo los puedo salvar. ¿Convendrá alejarlos de su padre, o dejarlos en compañía de un libertino, sí, de un libertino? Después de lo que ha pasado, ¿cree usted posible que vivamos juntos? ¡Conteste usted! —añadió levantando la voz—. Cuando mi esposo, el padre de mis hijos, mantiene relaciones ilícitas con su institutriz…

—Pero ¿qué hacer, qué hacer? —interrumpió Stepán Arkádich con voz dolorida, inclinando la cabeza y sin saber ya qué decir.

—Me irrita usted y me repugna —gritó Dolli, animándose cada vez más—; esas lágrimas no son más que agua, porque jamás me amó usted, y veo que no tiene corazón ni dignidad. No es usted más que un extraño para mí; ¡solo un extraño!

Y Dolli repitió con acento de cólera la palabra «extraño», que tan terrible le resultaba.

Stepán Arkádich la miró sorprendido y atemorizado, sin comprender hasta qué punto irritaba a Dolli con su compasión, el único sentimiento que ella le inspiraba, como esta lo había comprendido ya: el amor se había extinguido para siempre. «Me odia y no me perdonará», pensó Oblonski.

—Es horroroso, ¡horroroso! —dijo en voz alta.

En aquel instante uno de los niños lloró en la habitación contigua, y la fisonomía de Daria Alexándrovna se dulcificó, como la de una persona que vuelve a la realidad; pareció vacilar un momento, pero al fin se levantó vivamente y se dirigió hacia la puerta.

«Sin embargo, ama a mi hijo —pensó Oblonski, observando el efecto producido por el grito de la criatura—. Siendo así, ¿cómo me ha de aborrecer?»

—¡Dolli, una palabra más! —dijo Stepán Arkádich.

—¡Si me sigue usted, llamaré a los criados y a los niños para que sepan que es usted un cobarde! Hoy mismo me marcho, y así podrá usted vivir aquí con su querida.

Y salió, cerrando violentamente la puerta.

Stepán Arkádich suspiró, se pasó el pañuelo por el rostro y salió de la habitación silenciosamente.

«Matviéi —se dijo— pretende que esto se arreglará; pero no veo cómo. ¡Esto es terrible! ¡Y ha gritado como una mujer ordinaria! —añadió mentalmente, al pensar en las palabras “cobarde” y “querida”—. Quizá los sirvientes hayan oído algo. ¡Qué vulgaridad!»

Era un viernes; el relojero estaba en el comedor arreglando el péndulo, y Oblonski, al verlo, recordó que la regularidad de aquel alemán calvo le había inducido a decirle una vez que él debía estar compuesto toda la vida para componer bien los relojes; el recuerdo de esta broma hizo sonreír a Stepán Arkádich.

«¡Quién sabe —pensó después— si al fin y al cabo tendrá razón Matviéi y se arreglará la cuestión!»

—Matviéi —gritó—, haz preparar todo en la sala pequeña para recibir a Anna Arkádievna.

—Está bien —contestó el ayuda de cámara, apareciendo al punto—. ¿No comerá el señor en casa? —preguntó, mientras ponía el abrigo de pieles a su amo.

—Ya veré. Toma, aquí tienes para el gasto —añadió Oblonski, sacando de su cartera un billete de diez rublos—. ¿Habrá bastante?

—Haya o no suficiente, nos arreglaremos —replicó Matviéi, cerrando la portezuela del coche.

Entretanto, Dolli, advertida de la marcha de su esposo por el ruido del coche al alejarse, volvió a su habitación, su único refugio en medio de tantos sinsabores. La inglesa y el aya la habían agobiado con sus preguntas. ¿Qué vestido se pondría a los niños? ¿Se daría leche al pequeño? ¿Se iría a buscar otro cocinero?

—Dejadme en paz —les había contestado Dolli al entrar en su habitación.

Cuando estuvo sola, cruzó sus manos enflaquecidas —todas las sortijas le habían quedado grandes—, y repasó en su memoria la conversación con su marido.

«¡Ha marchado! —murmuró—. ¿Habrá roto con ella? ¿Será posible que aún la vea? ¿Por qué no se lo habré preguntado? No, no, veo que no podremos vivir ya juntos, y que estando bajo el mismo techo seremos siempre extraños uno para otro…, ¡extraños para siempre! —repitió, recalcando esta palabra tan cruel—. ¡Cuánto lo amaba yo, Dios mío, y cuánto lo amo aún!… Tal vez no le haya amado nunca tanto. Y lo más duro es… Aquí la interrumpió la entrada de Matriona Filimónovna.

—Ordene usted, al menos, señora —dijo—, que se vaya a buscar a mi hermano para que haga la comida, pues, si no, sucederá lo de ayer, y llegará la tarde sin que los niños tomen su alimento.

—Está bien; ahora iré yo a dar órdenes. ¿Han ido a buscar leche fresca?

Y sin esperar contestación, Dolli se entregó a sus ocupaciones cotidianas, ahogando en ellas por un momento su dolor.

V

S
TEPÁN
Arkádich había hecho buenos estudios gracias a sus felices dotes naturales; pero era perezoso y frívolo, y a causa de esos defectos, fue siempre el más atrasado de la escuela. Aunque había observado una vida disipada y tenía poca fortuna, siendo además muy joven, no por eso dejaba de ocupar un cargo honroso, el de presidente de uno de los tribunales de Moscú, cargo que le reportaba muy buen sueldo. Había obtenido este empleo por la protección de su cuñado, Alexiéi Alexándrovich Karenin, uno de los hombres más influyentes del ministerio; pero, a falta de Karenin, centenares de personas, hermanos, hermanas, primos, tíos y tías, le hubieran facilitado aquel cargo o cualquier otro del mismo género, así como los seis mil rublos que necesitaba para vivir, pues sus negocios prosperaban poco, a pesar de la considerable fortuna de su mujer. Stepán Arkádich contaba la mitad de la sociedad de Moscú y San Petersburgo entre su parentela y sus relaciones amistosas, pues había nacido entre los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los personajes agregados a la corte y al gobierno habían sido amigos de su padre, y lo habían conocido cuando aún estaba en pañales; los demás lo tuteaban o eran sus «buenos amigos»; de modo que tenía por aliados a todos los dispensadores de mercedes en forma de empleos, fincas, concesiones, etc. Oblonski, pues, no hubo de molestarse mucho para obtener un cargo ventajoso. Se trataba solo de evitar negativas, envidias, disputas y susceptibilidades, lo cual le era fácil, a causa de su bondad natural. Le habría parecido gracioso que le hubieran rehusado —la plaza y el tratamiento que solicitaba. ¿Qué exigía él de particular? Solo pedía lo que sus contemporáneos obtenían, y se creía tan capaz como ellos para desempeñar sus funciones.

No se apreciaba solo a Stepán Arkádich por su amable carácter y su lealtad indiscutible: en su brillante exterior había atractivo; en sus ojos de mirada penetrante, en sus negras cejas, en su cabello y en el conjunto de su persona predominaba una influencia física que producía su efecto en cuantos trataban a Stepán Arkádich. «¡Ah! ¡Ahí tenemos a Stiva Oblonski!», exclamaban todos casi siempre, con una sonrisa de placer, apenas lo divisaban; y aunque no resultase nada de particular de aquel encuentro, no por eso causaba menos placer ver a Stepán Arkádich uno y otro día.

Después de haber desempeñado durante tres años la plaza de presidente, Oblonski conquistó, no solamente la amistad, sino también la consideración de sus colegas, inferiores y superiores, así como la de las personas que por sus asuntos debían ponerse en contacto con él. Las cualidades que le valieron este aprecio general eran: primeramente, una extrema indulgencia para cada cual, fundada en el sentimiento de lo que le faltaba a él mismo; y en segundo lugar, un liberalismo absoluto, no el que predicaba su diario, sino el que circulaba naturalmente por sus venas, induciéndolo a ser afable con todo el mundo, fuera cual fuese su condición. Además de esto, lo distinguía su completa indiferencia por los asuntos en que se ocupaba, gracias a lo cual no se apasionaba nunca, y por consiguiente no podía incurrir en parcialidades.

Llegado al tribunal, se dirigió a su gabinete particular, gravemente acompañado del portero, que llevaba su cartera, a fin de revestir el uniforme antes de pasar a la sala del consejo.

Todos los empleados de servicio se levantaron a su paso y lo saludaron con respetuosa sonrisa. Stepán Arkádich se apresuró, como siempre, a ir a ocupar su sitio, después de estrechar la mano a sus compañeros. Se chanceó un poco y habló en la justa medida de las conveniencias, y abrió la sesión. Nadie sabía tan bien como él conservar el tono oficial con cierto viso de sencillez y bondad, muy útil para despachar agradablemente los negocios. El secretario se acercó con aire desenvuelto, aunque respetuoso, común a todos aquellos que rodeaban a Stepán Arkádich; le presentó varios papeles y le dirigió la palabra con el tono familiar y liberal introducido por el presidente.

—Por fin hemos conseguido obtener los informes sobre la administración del gobierno de Pienza —dijo—; helos aquí.

—¡Muy bien! —repuso Stepán Arkádich, hojeando los papeles con la punta del dedo—. Señores, vamos a dar principio a la sesión.

«¡Si pudieran saber —pensaba Oblonski, inclinando la cabeza mientras leían el informe— qué aspecto de pillete culpable tenía su presidente hace media hora!» Y sus ojos se reían mientras escuchaba el informe.

El consejo debía prolongarse hasta las dos, a cuya hora se almorzaba; y aún no había dado la hora cuando las grandes puertas vidrieras de la sala se abrieron y entró alguien. Todos los individuos del consejo volvieron la cabeza; pero el ujier de guardia mandó salir inmediatamente al intruso y cerró las puertas tras él.

Terminada la lectura del informe, Stepán Arkádich se levantó y, en honor al liberalismo de la época, sacó sus cigarrillos en plena sala del consejo antes de pasar a su gabinete. Dos de sus colegas, Nikitin, veterano militar, y Griniévich, gentilhombre de la cámara, lo siguieron allí.

—Tendremos tiempo de terminar después del almuerzo —dijo Oblonski.

—Así lo creo —contestó Nikitin.

—Debe ser un redomado tunante ese Fomín —repuso Griniévich, refiriéndose a uno de los personajes de la cuestión que se acababa de tratar.

Stepán Arkádich hizo un ligero ademán como para dar a entender a su colega que no era conveniente anticipar juicio, y no contestó.

—¿Quién había entrado en la sala? —preguntó al ujier.

—Alguien que se introdujo sin permiso, mientras yo estaba vuelto de espaldas. Preguntaba por vuecencia y yo le contesté que esperase a que salieran los individuos del consejo.

—¿Dónde está?

—Probablemente en el vestíbulo, pues hace poco lo vi allí… Helo aquí —añadió el ujier, designando a un hombre muy robusto, de barba rizada, que franqueaba ligera y rápidamente los gastados peldaños de la escalera de piedra, sin quitarse su gorro de pieles.

Un empleado que bajaba con su cartera debajo del brazo se detuvo para mirar con expresión poco benévola las piernas del desconocido. El presidente, en pie en lo alto de la escalera, fijó la vista en el recién llegado y su rostro expresó la alegría de reconocerlo.

—¡Es él! ¡Lievin! —exclamó Stepán Arkádich, sonriendo afectuosamente, aunque con cierta expresión burlona, al mirar al extranjero que se acercaba—. ¡Cómo! —le gritó—. ¿Te atreves a venir a buscarme en este mal sitio? —y no contento con estrechar la mano de su amigo, lo besó—. ¿Desde cuándo estás aquí? —le preguntó.

—Acabo de llegar y tenía grandes deseos de verte —contestó Lievin con timidez, mirando a su alrededor con cierta inquietud.

—Pues bien, pasemos a mi gabinete —dijo Stepán Arkádich, que conocía la timidez mezclada de amor propio y el carácter susceptible de su amigo.

Y como si tratara de evitar algún riesgo, lo cogió de la mano para conducirlo.

Stepán Arkádich tuteaba a casi todos sus conocidos, lo mismo a los viejos de sesenta años que a los jóvenes de veinte, así a los actores como a los ministros, comerciantes y generales, y a todos aquellos con quienes bebía champán, y lo bebía con cualquiera. Entre las personas así tuteadas en ambas extremidades de la escala social algunos se hubieran asombrado mucho al saber, gracias a Oblonski, que había algo de común entre ellas; pero cuando el presidente encontraba, en presencia de sus inferiores, a uno de esos «tuteados vergonzosos», como llamaba en broma a varios de sus amigos, tenía el buen tacto de evitarles una impresión desagradable.

Lievin no era uno de esos «vergonzosos»; era un compañero de la infancia; pero Oblonski comprendió, que Lievin pensaba que delante de sus inferiores le podía resultar incómodo demostrar su íntima amistad con ese tipo tan rústico, y por ello se apresuró a llevárselo. Lievin tenía casi la misma edad que Oblonski, y no lo tuteaba solo por razón del champán; se apreciaban a pesar de la diferencia de su carácter y de sus inclinaciones, como se aprecian los amigos que fueron compañeros desde su primera juventud; pero, como sucede a menudo a los hombres cuya esfera de acción es muy distinta, cada uno de ellos, aprobando por el razonamiento la carrera de su amigo, la despreciaba en el fondo del alma, creyendo que su profesión y género de vida eran reales, y los de su amigo, una fantasma.

Al ver a Lievin, Oblonski no pudo reprimir una sonrisa irónica. Muchas veces lo había visto llegar del campo, donde hacía «alguna cosa» (Stepán Arkádich no sabía a punto fijo el qué, ni tampoco le interesaba mucho) agitado, presuroso, algo tímido y molesto por su timidez y manifestando generalmente ideas del todo nuevas e inesperadas sobre la vida y las cosas. Stepán Arkádich se reía y se divertía con esto; mientras que Lievin despreciaba el género de vida de su amigo en Moscú, chanceándose sobre su profesión; pero Stepán Arkádich lo escuchaba complaciente, como hombre que sabe mejor a qué atenerse; mientras que Lievin se reía sin convicción y se enfadaba.

—Hace mucho tiempo que te esperábamos —dijo Stepán Arkádich al entrar en su gabinete y soltando la mano de Lievin, como para demostrar que ya no había ningún peligro—. Me alegro mucho de verte. ¿Cómo te va? ¿Qué haces? ¿Cuándo has llegado?

Lievin guardaba silencio, mirando las figuras, desconocidas para él, de los colegas de Oblonski; la mano del elegante Griniévich, con sus blancos y afilados dedos, de largas uñas amarillentas y encorvadas en la extremidad, y los enormes botones que brillaban en los puños, absorbían visiblemente toda su atención. Oblonski sonrió al notarlo.

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